“La Chica del Parque”
Sara estaba sentada en una banca de cemento, encogida contra el frío de una tarde cualquiera. Llevaba la misma sudadera raída desde hacía semanas y un pantalón que había perdido su color original hacía ya mucho. No pensaba en comida, aunque el hambre le quemaba el estómago. Lo que más la angustiaba era no saber dónde dormiría esa noche. El refugio más cercano cerraba temprano los lunes. Y ya era tarde.
Mientras trataba de concentrarse en su respiración para no desesperarse, escuchó una risa infantil cruzar la calle. Un niño de unos seis años corría tras unas palomas, completamente ajeno al mundo. Sara lo observaba sin mucho interés, hasta que un tropiezo torpe contra una raíz lo hizo caer de bruces contra el suelo.
El golpe sonó fuerte.
Sin pensar, Sara se levantó. Otras personas vieron el accidente, pero nadie se movió. Nadie, excepto ella.
El niño lloraba. Tenía la frente raspada y los cordones del zapato sueltos como serpientes enredadas. Sara se acercó, con calma, con cuidado. Sabía que su aspecto harapiento podía asustar, pero no al niño. Él la miró sin miedo, con lágrimas en las mejillas. Ella se agachó.
—¿Estás bien?
El niño asintió entre sollozos. Sara le limpió la tierra con delicadeza y comenzó a amarrarle los zapatos, uno por uno. Lo hizo como si fuera lo más importante del mundo. Y en ese momento, lo era.
Lo que ella no sabía era que, a pocos metros, un hombre los observaba desde un coche estacionado. Alejandro, padre del niño, empresario, viudo. Había bajado corriendo al ver a su hijo caer, pero se detuvo al ver que alguien más llegaba primero.
Y entonces dudó. La mujer que ayudaba a su hijo estaba sucia, mal vestida… ¿sería segura? Pero bastó un momento para entenderlo: nadie había tratado a su hijo con tanto cuidado desde que su madre murió.
Sara le hizo una mueca graciosa al niño, y él soltó una carcajada. Fue entonces que Alejandro sintió algo en el pecho. Algo que hacía mucho no sentía.
Cuando Mateo —así se llamaba el niño— señaló hacia el coche y dijo “Ahí está mi papá”, Sara se giró y lo vio. Él ya se acercaba.
Al llegar, Alejandro revisó rápidamente a su hijo.
—¿Te lastimaste?
—No. Ya me curó —respondió Mateo, señalando a Sara.
Ella bajó la mirada, incómoda. Se sintió de sobra. Quiso irse. Pero Alejandro le habló:
—Gracias por ayudarlo.
—No fue nada, murmuró ella.
—Sí fue, insistió él. Y luego, en un gesto inesperado, preguntó:
—¿Estás bien?
Sara lo miró, descolocada. No recordaba la última vez que alguien le preguntó eso. Hizo un gesto de “más o menos” y dio un paso para irse.
Pero Mateo la tomó del brazo.
—¿Te vas? ¿Vas a volver?
—No sé… a veces estoy por aquí.
El niño la abrazó sin pensarlo. Un acto tan puro que a Alejandro se le apretó la garganta.
—¿Te gustaría cenar con nosotros? —le preguntó entonces.
Sara lo miró como si acabara de ofrecerle una estrella.
—No hace falta. De verdad.
—No es lástima. Es agradecimiento.
Ella dudó. Se miró la ropa, sus manos sucias, sus tenis rotos… Pero Alejandro no dijo nada más. Solo esperó.
Finalmente, ella aceptó.
—Está bien. Pero nada caro, ¿eh?
Mateo brincó de alegría y la tomó de la mano como si fuera su amiga de toda la vida. Caminaron hacia el coche sin preocuparse por las miradas. Porque en ese momento, algo había comenzado a cambiar.
Sara no volvió al parque al día siguiente. Ni al siguiente.
La cena fue más que comida caliente. Fue un momento de humanidad. Y aunque pensó que nunca los volvería a ver, se equivocó.
Alejandro no la olvidó. Y Mateo menos.
Tres días después, el niño solo quería volver a ver “a la chica buena”. Así que Alejandro lo llevó al parque, esperando que el destino volviera a jugar su parte.
Y sí. Sara estaba ahí.
Pero esta vez, no en la banca. Estaba de pie. Con el cabello recogido de otra forma. Con los ojos un poco menos cansados. Como si algo, sin que nadie lo notara, empezara a sanar.