Entre tantas cámaras, vestidos brillantes y miradas tensas, hubo una figura en el público que no pasaba desapercibida: Lili Estefan.
Sentada con el corazón en la mano, vivía cada momento del certamen como si estuviera sobre el escenario.
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Porque esta vez no era una colega de la televisión, ni una celebridad… era simplemente una mamá viendo a su hija perseguir un sueño.
Lina Luaces se lució. Desde la pasarela hasta sus respuestas, demostró que estaba preparada para llevar la corona.
Pero lo que pocos vieron fue lo que pasaba fuera del foco, en ese rincón donde Lili apretaba las manos, contenía el aliento y no perdía de vista ni un solo movimiento de su hija.
Y cuando por fin se escuchó el anuncio que todos esperaban —“¡Miss Universe Cuba es… Lina Luaces!”— no hizo falta ningún plano especial. La emoción de Lili se desbordó sola.
Levantó las manos, se tapó la boca, los ojos le brillaban y el llanto le ganó en segundos.
Fue una reacción visceral, sincera, imposible de ocultar. No era la presentadora de televisión celebrando un logro ajeno: era la madre orgullosa, conmovida, celebrando la victoria más personal de todas.