Eso es de mi hija muerta. La millonaria señaló el broche en el pecho de la empleada. Todos se quedaron helados, pero lo que descubrieron después rompió corazones y cambió vidas para siempre. El silencio en el salón principal de la mansión Mendoza se rompió como cristal estrellado. Eso es de mi hija.

Victoria Mendoza, la mujer más poderosa de la ciudad, señalaba con mano temblorosa hacia Carmen, la nueva empleada que apenas llevaba semanas en aquella casa. El servicio de té de la tarde quedó suspendido en el tiempo. Todos los presentes se congelaron en sus posiciones. Carmen sintió que el piso desaparecía bajo sus pies.
Sus dedos volaron instintivamente hacia el pequeño broche plateado que descansaba sobre su pecho. Una mariposa delicada con piedras que capturaban la luz del candelabro como lágrimas congeladas. “Señora, yo no.” Las palabras se ahogaron en su garganta. ¿Dónde conseguiste eso? Victoria se puso de pie tan bruscamente que su silla cayó hacia atrás con un estruendo que hizo temblar las copas de cristal.
Su voz no era solo ira, era el grito desgarrador de una herida que nunca había sanado. Gabriela, el ama de llaves que gobernaba aquella casa con mano de hierro, dejó caer la bandeja de plata que sostenía. El sonido del metal contra el mármol resonó como campanas de funeral. Las tazas de porcelana se hicieron añicos. El té oscuro se derramó como sangre sobre el piso inmaculado. Eduardo Mendoza se levantó de su silla junto a la ventana.
había estado leyendo el periódico, ignorando la reunión social de su esposa como hacía siempre. Pero ahora el periódico cayó de sus manos. Su rostro, normalmente una máscara de control absoluto, se descompuso en una mezcla de shock y algo más, algo que parecía terror. Victoria. Su voz salió estrangulada. Ese broche, lo sé perfectamente. ¿Qué es? Victoria avanzó hacia Carmen con pasos que hacían eco como sentencias.
Es la mariposa que mandé hacer para Elena, la que llevaba puesta el día que la perdí. Los otros empleados retrocedieron hacia las paredes como si la ira de Victoria fuera un incendio que pudiera consumirlos. Nadie se atrevía a respirar, nadie se atrevía a moverse. Carmen quiso retroceder, pero algo dentro de ella se negó a ser intimidada.
Había pasado semanas soportando miradas despectivas, órdenes cortantes, siendo tratada como si fuera invisible. Pero ahora, con todos los ojos clavados en ella, se negó a encogerse. “Lo compré”, dijo Carmen, y su voz salió más firme de lo que esperaba en el mercado de antigüedades del centro.
“¡Mentirosa!” El grito de Victoria rasgó el aire. La mujer llegó hasta Carmen y le arrebató el broche con tal fuerza que la tela se rasgó. Carmen sintió el tirón quemarle la piel, pero no gritó. “No les daría esa satisfacción.” Victoria sostuvo el broche contra la luz. Sus manos temblando violentamente.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, arrastrando el maquillaje caro, destruyendo la máscara de perfección que siempre llevaba. Elena, mi niña, mi pequeña. Las palabras salían entrecortadas entre sozos que sacudían todo su cuerpo. Eduardo finalmente reaccionó.
Cruzó el salón en tres ancadas, pero cuando intentó tomar a su esposa por los hombros, ella se sacudió con violencia. No me toques, no ahora. Victoria se giró hacia Carmen con ojos que ardían de dolor y desesperación. Esta joya desapareció el día del accidente. La policía dijo que probablemente se la robaron. Busqué durante años, años. Y ahora apareces tú con ella colgada en el pecho como si fuera un adorno cualquiera. Yo no sabía.
Carmen comenzó. Pero Gabriela la interrumpió. Por supuesto que sabía. El ama de llave se acercó con expresión de furia contenida. Esta muchacha llegó aquí con referencias demasiado perfectas, papeles d
