«¿Puede leer esta carta, por favor? Es muy importante…»
La voz temblorosa de una niña de siete años rompió el silencio elegante del vestíbulo de cristal de una gran empresa tecnológica. Sus manos pequeñas apretaban un sobre arrugado como si fuera un tesoro.
Detrás de sus ojos color azul claro no había miedo, sino una determinación que no encajaba con su edad.
Había cruzado media ciudad sola, tomado el autobús urbano, seguido las indicaciones que su madre le había escrito en un papel. No era solo frágil. Era valiente de una forma que muchos adultos ya habían olvidado.
Se llamaba Dorita Cruz.
En el último piso de aquel edificio de cuarenta plantas, Javier Barton, director general de Grupo Barton Tecnologías, revisaba informes con la misma frialdad con la que tomaba decisiones millonarias. Tenía treinta y tres años, era rico, respetado y temido en el mundo empresarial. Y llevaba años encerrado detrás de muros invisibles que él mismo había levantado alrededor de su vida personal.
Decían que no tenía corazón.
Decían que el trabajo era lo único que le importaba.
Lo que nadie sabía era que Javier llevaba años convencido de una cosa: no podía tener hijos. Los médicos se lo habían repetido tantas veces que se le había grabado a fuego. Había renunciado en silencio a la idea de formar una familia.
Hasta que esa carta llegó a su vida.
Aquel martes por la mañana, la niebla todavía se pegaba a la fachada de cristal del edificio, dibujando sombras suaves sobre la calle llena de coches, motos y gente con prisa.
Dorita se quedó un segundo mirando hacia arriba. El edificio parecía tocar el cielo.

Apretó el sobre contra el pecho, respiró hondo y empujó la puerta giratoria.
El vestíbulo era otro mundo: suelos brillantes, lámparas enormes, personas con trajes caros caminando rápido, móviles sonando, ordenadores encendidos. Los tacones de las ejecutivas sonaban como un pequeño ejército sobre el mármol.
Dorita se acercó al mostrador de recepción, demasiado alto para ella. Se puso de puntillas.
—Disculpe, señora… —murmuró.
La recepcionista, Margarita Herrera, levantó la vista sorprendida. Llevaba un traje azul marino impecable, el pelo recogido en un moño perfecto. Al ver a la niña, su expresión profesional cambió de inmediato.
—Hola, cariño —dijo con voz suave—. ¿Estás perdida? ¿Dónde están tus padres?
Dorita negó con fuerza, haciendo que sus rizos rubios rebotaran.
—No estoy perdida. Tengo que darle esta carta al hombre más importante de este edificio. Mamá dijo que es muy, muy importante.
Levantó el sobre con las dos manos, como si fuera de cristal.
Margarita se quedó en silencio un segundo. Aquello no salía en el manual de la empresa.
—¿Cómo te llamas, cielo?
—Dorita Cruz. Y esta carta es para el jefe. Mamá la escribió y me dijo que tenía que asegurarme de que la lea hoy, porque… —la voz se le quebró un poco— …porque quizá pronto ya no pueda escribir más cartas.
Las palabras de la niña le helaron la sangre a Margarita.
Miró el sobre. En la parte delantera, con una letra bonita pero temblorosa, ponía:
«Para: Javier Barton – Director General – Muy urgente y personal»
—Cariño, el señor Barton es un hombre muy ocupado. Está en reuniones todo el día y…
—Por favor —la interrumpió Dorita, con los ojos llenándose de lágrimas que se negaba a dejar caer—. Mamá dijo que es la carta más importante de su vida. Dijo que puede salvarnos a las dos.
Margarita sintió cómo algo se movía dentro de ella, algo que no tenía que ver con protocolos ni normas. Tenía dos hijos adolescentes en casa; reconocía el tono de desesperación cuando lo oía.
No sabía exactamente qué estaba pasando, pero sí sabía una cosa: no podía ignorar a esa niña.
Se mordió el labio, miró alrededor del vestíbulo, tomó aire y descolgó el teléfono interno.
Cuarenta pisos más arriba, el despacho de Javier parecía un pequeño reino en las alturas.
Las paredes de cristal ofrecían una vista impresionante de toda la ciudad: edificios, rotondas, coches que parecían juguetes, una línea de horizonte lejana.
Javier casi nunca miraba hacia afuera. El mundo para él estaba en las pantallas: gráficos, informes, números.
Su traje gris oscuro estaba perfectamente planchado, su corbata perfectamente ajustada, su pelo negro perfectamente peinado. El despacho estaba lleno de premios, placas, reconocimientos… pero ni una sola foto familiar. Ni una.
Sonó el teléfono.
—Sí —respondió, sin apartar la vista de la pantalla.
—Señor Barton —la voz de Margarita sonaba diferente, menos formal—, disculpe la molestia, pero… tenemos una situación un poco… especial en recepción. Una niña insiste en entregarle en mano una carta marcada como personal y urgente. Dice que se la ha dado su madre y que tiene que leerla hoy.
Javier frunció el ceño.
—Margarita, sabe que no recibo a nadie sin cita. Y mucho menos a niños. Encárguese usted.
—Con todo respeto, señor —dudó ella—, creo que debería verla. No sé explicarlo, pero… algo no va bien. La niña está muy seria. Y… parece realmente asustada.
Javier se masajeó las sienes. Tenía la agenda llena, una comida con un cliente importante, una videollamada con inversores.
No tenía tiempo para historias.
Pero Margarita llevaba años trabajando allí y nunca había insistido así.
Suspiró.
—Está bien. Mándela subir. Pero que sea rápido.
El ascensor panorámico subía en silencio. Dorita pegó la cara al cristal, fascinada con cómo la ciudad se hacía pequeña bajo sus pies.
—Es como estar en las nubes… —susurró.
Margarita sonrió, aunque por dentro seguía nerviosa.
Cuando llegaron al último piso, el ambiente cambió. Las alfombras eran gruesas, las paredes de madera oscura, los cuadros caros. El aire olía a café fuerte y a perfume caro.
—El despacho del señor Barton es aquella puerta grande del fondo —explicó Margarita, señalando unas imponentes puertas dobles—. Recuerda que está muy ocupado. Intenta ser breve, ¿sí?
Dorita asintió muy seria. Caminó por el pasillo con paso decidido, como alguien que cargara sobre sus hombros una misión enorme.
Le temblaba un poco la mano cuando llamó tres veces a la puerta.
—Adelante —se oyó una voz grave desde dentro.
Dorita empujó la puerta. Entró.
El despacho de Javier impresionaba más aún desde dentro. Una mesa enorme de madera ocupaba el centro. Detrás, la ciudad entera se desplegaba como una maqueta viva a través de los ventanales.
Javier levantó la vista, molesto, preparado para cortar rápido la conversación y volver a sus pendientes.
Pero al ver a la niña, algo dentro de él se detuvo.
Dorita tenía los ojos azules más intensos que había visto nunca. Azules como los suyos.
La forma de la cara.
La barbilla.
Incluso ese pequeño gesto de inclinar la cabeza cuando estaba nerviosa o pensativa.
Por un segundo, Javier sintió como si estuviera mirando una fotografía antigua de su propia infancia, pero en versión pequeña y femenina.
Se quedó sin palabras.
La niña también.
—¿Usted es… el jefe? —preguntó al fin Dorita, en voz baja.
Javier carraspeó, intentando recuperar su postura habitual.
—Soy Javier Barton, director general de esta empresa —respondió—. Y supongo que tú eres la niña de la carta.
Dorita avanzó sobre la gruesa alfombra, sus zapatillas deportivas casi no hacían ruido. Extendió el sobre con las dos manos, muy seria.
—Mamá escribió esto para usted. Dijo que es muy, muy importante y que tiene que leerlo ahora mismo.
No apartó la vista de su cara mientras hablaba. Lo observaba como si buscara algo muy concreto en sus rasgos.
Javier tomó el sobre. El papel estaba un poco húmedo, quizá por el sudor de las manos de la niña.
La letra en la portada era bonita, pero claramente escrita con esfuerzo, como si la mano que la había trazado estuviera débil.
