A los 60 años vuelve al altar, rompe con las expectativas de su familia y revela el sorprendente acuerdo que hizo para recibir a su hijo junto a su pareja mucho menor en plena cima de su carrera
A los 60 años, cuando muchos piensan en jubilarse, vender la casa grande y comprar un sillón cómodo, Raúl Andrade decidió hacer exactamente lo contrario: organizar una boda que nadie veía venir y anunciar, sin temblarle la voz, que será padre por primera vez.
La noticia no solo sorprendió a sus seguidores, sino también a parte de su propia familia, que lo había escuchado repetirse durante años: “yo ya no estoy para cambiar pañales”. Pero ahora, sentado frente a las cámaras y con la sonrisa de quien sabe que está rompiendo su propio guion, Raúl habla de su boda con Margarita “Mara” Vega, 23 años menor que él, y del hijo que ambos esperan.
Lo hace sin esquivar las preguntas incómodas, pero también sin perder ese tono entre irónico y vulnerable que lo ha acompañado durante décadas de carrera televisiva.

“Yo era el primero que decía que a los 60 ya no me casaba”
La historia, según la cuenta él mismo, empezó como empiezan muchos cambios grandes en la vida: con una frase lanzada al aire, a medias en broma.
—Yo era el primero que decía: “a los 60 ya no me caso, ni loco” —admite, con una risa corta—. Y mira dónde estoy: casado y con un bebé en camino. La vida tiene un sentido del humor raro.
Raúl no es precisamente nuevo en el tema del amor. Estuvo casado durante más de veinte años, tuvo relaciones públicas y otras que prefería mantener lejos de los reflectores. En varias entrevistas anteriores llegó a asegurar que el matrimonio ya no era para él, que estaba “cansado de firmar papeles” y que prefería las relaciones ligeras, “con maleta propia y casa propia”.
Cuando conoció a Mara, nadie pensó que la historia sería distinta. Ella, actriz y modelo, acostumbrada a scripts, marcas y llamados a las cinco de la mañana. Él, presentador veterano, con su propio ritmo y cierta fama de no querer compromisos “para siempre”.
—La primera vez que la vi —recuerda— fue en un programa en el que vino como invitada. Yo estaba en modo automático: luces, cámaras, chistes. Pero en un corte, mientras el productor gritaba cosas al fondo, ella se giró, me hizo una broma bajito y yo pensé: “ay, esto no estaba en el guion”.
Se agregaron en redes, se encontraron en un evento, coincidieron en una campaña de imagen. Al principio eran solo mensajes sueltos, memes, comentarios sarcásticos sobre la vida en la televisión. Luego vinieron los cafés “rápidos”, los paseos cortos, las llamadas que se alargan hasta la madrugada sin que nadie se dé cuenta.
—Yo pensaba que era una historia más —dice Raúl—. Una etapa bonita, una compañía, alguien con quien reírme. Pero ella no estaba jugando a medio tiempo. Me lo dijo muy claro desde el principio: “tengo mis sueños, mis tiempos y mis metas, y no pienso esconderlos para que alguien no se asuste”.
“No puedo prometerte que no me voy a enamorar”
Mara no entra a la entrevista al principio; lo deja hablar a él. Es más tarde, cuando las preguntas se vuelven inevitables, cuando aparece en el set, con una sonrisa que mezcla timidez y determinación.
—Al principio él decía que todo era ligero —cuenta ella—. Me invitaba a cenar y repetía la frase: “no te preocupes, yo no vengo a complicarte la vida”. Un día me cansé y le dije: “a mí las cosas claras me gustan más que fáciles. No puedo prometerte que no me voy a enamorar”.
Raúl ríe, se lleva la mano al pecho exagerando el gesto.
—Ese día casi huyo —admite—. Soy sincero. Me asustó más esa frase que cualquier ultimátum. No estaba acostumbrado a que alguien pusiera sus cartas sobre la mesa tan pronto.
Pero no huyó. O, mejor dicho, trató de hacerlo a su manera: espaciando los mensajes, cancelando planes con excusas que sonaban más creíbles en su cabeza que en la realidad.
—Me mandaba audios diciendo que estaba “agotado por el programa” —recuerda Mara, divertida—. Y luego lo veía en sus redes subiendo historias desde una cena con amigos. No soy espía, pero tampoco tonta.
El punto de inflexión llegó, según ambos, en una noche común que terminó siendo todo menos común. Habían quedado en verse para un café “rápido”, pero la conversación se alargó hasta cerrar el lugar.
—Fue la primera vez que me habló de verdad de sus miedos —dice ella—. No de sus chistes, no de su personaje. Me habló del terror que le daba equivocarse otra vez, de hacer daño sin querer, de prometer cosas que no sabía si podía cumplir.
Raúl asiente, serio.
—A esa edad —explica— no es solo el “qué dirán”, es el “qué tanto me queda por delante y cómo quiero que se vea”. Y yo, honestamente, no me veía volviendo a firmar papeles ni cambiando mi vida entera. Pero ella me escuchaba sin juzgar, solo preguntando: “¿y qué sí quieres, entonces?”.
La pregunta que cambió la conversación: “¿Te imaginas siendo papá otra vez?”
Durante mucho tiempo, Raúl repetía una frase como un escudo: “yo ya viví todo eso”. Casas, compromisos, responsabilidades. Pero había un punto en el que su historia difería de la de muchos hombres de su edad: nunca había tenido hijos propios.
Había ayudado a criar hijos de parejas anteriores, había sido “tío postizo” de muchos pequeños que lo adoraban, pero la palabra papá nunca lo había nombrado directamente.
—Yo mismo había cerrado esa puerta —reconoce—. Me repetía que ya no era el momento, que sería muy injusto traer un niño cuando yo ya estaba “de salida”. Sonaba lógico… hasta que un día Mara me preguntó, muy tranquila: “¿te imaginas siendo papá otra vez?”.
—“Otra vez” —interrumpe ella, riendo—. Ahí entendí que en su cabeza él ya lo había sido mil veces.
No fue una conversación sencilla. Se extendió durante días, semanas, con idas y venidas.
—Yo no quería que la decisión fuera una reacción al miedo de perderla —dice Raúl—. No quería decirle “sí, vamos a ser padres” solo para que no se fuera. Eso sería egoísta. Tenía que preguntarme en serio si estaba dispuesto a cambiar mi vida de verdad, no solo mi agenda.
Mara, por su parte, tenía claro lo que deseaba, pero no estaba dispuesta a imponerlo.
—Yo quiero ser mamá —afirma—. Lo he querido desde hace años. Pero también quiero que el padre de mi hijo no sienta que lo empujé a algo que no quería. Hay cosas que no se negocian a medias.
La solución no fue mágica ni perfecta. Empezó como empiezan las decisiones adultas: con un calendario, revisando exámenes médicos, hablando con especialistas, poniendo sobre la mesa palabras como “riesgos”, “cansancio” y “tiempo”.
—En la consulta nos dijeron algo que se me quedó grabado —cuenta Raúl—: “la decisión no es si pueden o no físicamente. Es si están dispuestos a vivir la consecuencia de elegir que sí”. Ahí entendí que no era un capricho, era un compromiso con un ser que todavía ni llegaba.
Pasaron meses de dudas, silencios, discusiones pequeñas y grandes. Hasta que una mañana, mientras desayunaban en silencio, Mara rompió la cuerda con una frase simple:
—Mira, Raúl —dijo—. Yo te amo mucho, pero también me amo a mí. No te voy a poner un cronómetro, pero tampoco voy a esperar eternamente a que decidas si quieres caminar conmigo hacia lo mismo o no.
Él la miró largo rato. No hubo discurso, no hubo música de fondo. Solo un suspiro hondo y una frase que Mara no esperaba escuchar:
—Tengo miedo —le dijo—. Pero quiero intentarlo contigo.
La boda que nadie creía que llegaría
Que Raúl estuviera dispuesto a ser padre era ya un titular. Pero faltaba otro paso que él mismo había negado durante años: el matrimonio.
—Yo decía que el papel no importaba —reconoce—. Que lo importante era el cariño, el proyecto, bla, bla, bla. Y sí, en parte es cierto. Pero en nuestra historia el papel tenía otro sentido.
Para Mara, casarse no era un requisito religioso o un check social. Era, más bien, una forma de sentir estabilidad, de construir algo en común en un entorno donde los contratos se rompen con la misma rapidez con la que se firman.
—Le dije: “no quiero casarme con el presentador, ni con el personaje” —recuerda ella—. Quiero casarme con el hombre que se levanta despeinado, con el que a veces se equivoca y se disculpa, con el que se sienta a mi lado en el médico aunque tenga miedo. Si ese hombre existe, entonces sí me quiero casar con él.
La propuesta no fue en un helicóptero ni con fuegos artificiales. Fue una noche cualquiera, en la sala de su casa, con la televisión encendida y una película a medias.
—Tenía el anillo en el bolsillo desde hacía semanas —confiesa Raúl—. Lo sacaba, lo volvía a guardar. Hasta que un día, simplemente, ella se rió de algo que dije, me miró como si tuviera 30 en vez de 60, y pensé: “si sigo esperando el momento perfecto, este hombre que soy con ella se me va a quedar a medias”.
Se arrodilló sin música, sin fotógrafos, sin frases ensayadas de película. Solo dijo:
—No sé si lo voy a hacer perfecto, pero quiero intentarlo contigo toda la vida, hasta donde la vida nos deje. ¿Te casas conmigo?
Ella, que siempre había jurado que no lloraría frente a una propuesta romántica, terminó con lágrimas, risa nerviosa y un “sí” que sonó más a “por fin”.
La boda fue pequeña, pero no discreta. No podía serlo: la carrera de Raúl y el carisma de Mara la hacían inevitablemente visible. Aun así, sorprendieron a muchos con los detalles.
No hubo salón lujoso, sino un jardín rodeado de árboles, con luces cálidas y mesas largas. Los invitados eran pocos, pero significativos: amigos de verdad, familia cercana, un par de colegas que habían visto la evolución de la relación desde el principio.
—Yo quería algo sencillo, pero con intención —dice Mara—. Pusimos una mesa con fotos de nuestras historias antes de conocernos, para recordar que llegamos uno a la vida del otro con un pasado, no en blanco. Y otra mesa con una sola foto: la primera que nos tomamos juntos sin filtros.
Raúl, fiel a su estilo, hizo un discurso que empezó gracioso y se fue volviendo serio sin que nadie se diera cuenta.
—Dije algo que para mí era clave —recuerda—: “a los 60, uno no se casa por llenar un álbum de fotos. Se casa porque ha entendido que la vida es más llevadera con alguien que sabe cuándo hablarte y cuándo dejarte en paz”.
El anuncio del bebé: “No es un milagro, es una decisión”
Una semana después de la boda, los rumores empezaron a circular. Algunos invitados habían notado que Mara no brindó con vino, que evitaba ciertos alimentos, que se llevaba la mano al vientre casi sin darse cuenta.
En lugar de negarlo, decidieron anunciarlos ellos mismos.
—No queríamos que esto se convirtiera en un juego de adivinanzas —explica ella—. No es un misterio, es una alegría. Pero también es algo que nos costó decisiones, consultas, paciencia.
Publicaron una foto sencilla: las manos de ambos sosteniendo un pequeño par de zapatitos. Nada más. La descripción decía:
“A esta edad ya no creemos en cuentos de hadas, pero sí en las decisiones valientes. Te esperamos, pequeñx”.
Internet explotó.
Hubo mensajes de felicitaciones, memes sobre “el papá más cool de la televisión”, comentarios tiernos de mujeres que decían sentirse representadas por Mara. Pero también hubo críticas, opiniones duras, preguntas que llegaban sin filtro.
—Me han escrito de todo —admite Raúl—. Desde “qué valiente” hasta “qué irresponsable tener un hijo a tu edad”. Y la verdad es que no les voy a contestar uno por uno. Solo diré esto: no es un milagro caído del cielo ni un impulso adolescente. Es una decisión pensada y sentida.
Mara añade:
—Lo hablamos con los médicos, lo hablamos entre nosotros, lo hablamos con nuestras familias. Sabemos que no será igual que tener un hijo a los 25. Pero también sabemos que a los 60 tienes una claridad que a los 25 no tenías ni en sueños.
Una de las críticas más repetidas tenía que ver con el futuro: “¿Y si él falta pronto?”, “¿y si el niño crece con un padre mayor?”.
Raúl no esquiva el tema.
—La verdad incómoda —dice— es que nadie tiene el futuro asegurado, tenga la edad que tenga. Yo puedo irme antes que otras personas más jóvenes, o puedo quedarme más tiempo. Lo único que sí puedo prometerle a ese niño es que, mientras esté, estaré de verdad. No a medias, no como invitado de fin de semana.
La reacción de la familia: entre abrazos y dudas
No todo ha sido fiesta y flores.
En la familia de Raúl, la noticia de la boda y del bebé causó una mezcla de emoción y preocupación. Algunos sobrinos lo celebraron a carcajadas, diciendo que tendrían un primo al que le llevarían más de veinte años. Otros, más serios, preguntaron en voz baja si no era “demasiado tarde”.
—Mi hermana me dijo algo que me dolió, pero entiendo —cuenta Raúl—: “tengo miedo de que sufras después, de que te falte energía, de que quieras darle todo y el cuerpo no te siga”. Y yo le respondí: “ese miedo ya lo tengo yo, no me lo tienes que regalar”.
En la familia de Mara, la reacción fue distinta.
—Mi mamá al principio se quedó muda —recuerda ella—. No sabía si preocuparse por la edad de él o por lo que dirían las tías. Pero después de unos días, me llamó y me dijo: “si tú estás tranquila, yo también. Solo prométeme que no vas a dejar de ser tú por complacer a nadie, ni siquiera a él”.
Raúl sonríe cuando lo escucha.
—Yo también tengo miedo de eso —admite—. No quiero que ella deje de hacer sus proyectos, de trabajar, de viajar, solo por acomodarse a mi ritmo. Es un tema del que hablamos mucho: no queremos que esta decisión nos quite identidad, sino que nos sume.
¿Y el trabajo, la carrera, la imagen?
Como figura pública, muchos asumieron que este cambio personal implicaría un cambio profesional. Que Raúl dejaría el programa, que se retiraría poco a poco, que se convertiría en algo así como “el señor del sillón que presume a su bebé en redes”.
Él, sin embargo, tiene otra idea.
—No voy a fingir que tengo veinte —dice—. No voy a hacer el papel del conductor eterno adolescente. Pero tampoco pienso desaparecer. Mi plan es ajustar mi agenda, no apagar mi vida.
Habla con naturalidad de licencias, de reducir algunos eventos nocturnos, de priorizar proyectos que le permitan estar más tiempo en casa.
—Si algo aprendí —reflexiona— es que la carrera no te abraza cuando llegas a casa, ni te pregunta cómo estás. El rating no te hace sopa cuando tienes fiebre. Yo amo lo que hago, pero no quiero que sea lo único que me defina.
Mara, por su parte, no piensa dejar de trabajar.
—Ser mamá no me borra como actriz ni como profesional —afirma—. A lo mejor habrá momentos en que trabaje menos, en que elija proyectos según mis tiempos, pero no quiero desaparecer detrás de la palabra “esposa de” o “mamá de”.
Ambos coinciden en algo: quieren que su hijo, cuando crezca, pueda ver entrevistas como esta y reconocer a sus padres no como personajes perfectos, sino como personas que se atrevieron a elegir algo que les daba miedo y alegría a la vez.
“No venimos a dar ejemplo, venimos a contar nuestra verdad”
Al final de la conversación, cuando las luces del estudio empiezan a apagarse y los técnicos recogen cables, Raúl se queda unos segundos en silencio.
Mara le toma la mano debajo de la mesa. Él la aprieta, como quien se aferra y se despide al mismo tiempo.
—A veces siento que la gente espera que esto sea un manual —dice—. Que vengamos a decir: “háganlo igual que nosotros” o “no hagan esto jamás”. Y la verdad es que no venimos a dar ejemplo, venimos a contar nuestra verdad.
Se encoge de hombros.
—Habrá quien diga que estamos locos, habrá quien se emocione, habrá quien se burle. Está bien. Al final, los que se van a levantar a las tres de la mañana cuando el bebé llore vamos a ser nosotros, no ellos.
Mara sonríe.
—Si algo quiero que quede —añade— es que nunca es tarde para revisar tus miedos. A veces crees que una puerta está cerrada porque alguien la cerró por ti hace años, o porque tú mismo la cerraste cuando eras otra persona. Y descubres, de pronto, que la llave siempre estuvo en tu bolsillo.
Raúl la mira.
—Y también quiero decirles a los que tienen mi edad —concluye— que no se dejen asustar por las frases hechas. No todos van a querer lo mismo, ni todos tendrían por qué hacerlo. Pero si de verdad quieren algo, piénsenlo, pregúntense mil veces, hablen con quien tengan que hablar… y luego decidan sin pedir permiso al calendario.
Se levanta, se ajusta la chaqueta, hace una pequeña broma al camarógrafo, como siempre. Pero hay algo distinto en su forma de caminar: ya no es solo el presentador veterano que se sabe los trucos del set.
Es un hombre de 60 años que se acaba de casar, que espera un hijo y que, por primera vez en mucho tiempo, se permite decir que tiene miedo y ganas al mismo tiempo.
No es un cuento de hadas.
No es una moraleja perfecta.
Es, simplemente, una historia realista contada sin filtros, que provoca curiosidad, sorpresa y, tal vez, una pregunta incómoda en quien la lee:
¿Qué puerta que diste por cerrada… todavía tiene la llave puesta?
