¡Cállate, campesino!”, gritó el juez provocando risas en toda la sala. Pero nadie imaginaba que aquel hombre humilde citaría las leyes mejor que cualquier abogado. El eco de los pasos resonaba en el pasillo de mármol del viejo tribunal.
Afuera, la plaza estaba llena de campesinos curiosos que nunca habían pisado un salón de justicia. Pero ese día había algo distinto. Uno de los suyos iba a ser escuchado frente al juez Emiliano Cortés, un nombre conocido por su soberbia y por reírse de cualquiera que no llevara toga ni corbata.
Dentro de la sala, los bancos de madera crujían bajo el peso de decenas de personas. comerciantes, estudiantes de derecho, señoras con abanicos e incluso abogados jóvenes que habían venido solo para presenciar la humillación de un campesino que, según los rumores, había osado desafiar al patrón de su aldea. Todos esperaban el espectáculo. Silencio en la sala, tronó la voz del alguacil mientras el juez hacía su entrada.
Su capa negra ondeó brevemente y la gente se levantó de inmediato. Emiliano con gesto severo se acomodó en su asiento elevado. Observó con desprecio a aquel hombre de manos ásperas y ropa gastada que esperaba de pie. El campesino de nombre Julián Herrera no tenía más que un sombrero de paja entre las manos y una expresión firme en el rostro.
Sus botas estaban manchadas de barro, como si hubiese venido directo del campo, y eso arrancó risas contenidas en varios rincones del salón. “¿Este es el demandante?”, preguntó el juez con voz irónica, ojeando unos papeles. “Sí, su señoría, respondió un escribano. Un campesino”, murmuró Emiliano, dejando que el eco llegara hasta las últimas filas.
“¿Y qué pretende aquí? ¿Acaso cree que la ley está hecha para manos que huelen a tierra? Las carcajadas se multiplicaron. Un grupo de estudiantes en la esquina murmuraba, “Va a ser rápido. Lo va a callar en segundos.” Julián levantó la cabeza y respiró hondo. No dijo nada aún, solo miró fijamente al juez como quien mide cada palabra antes de lanzarla.
Habla, campesino, ordenó Emiliano recostándose en su asiento con gesto arrogante. Pero te advierto que no toleraré insolencias. El murmullo se apagó. Todos esperaban que Julián tartamudeara, que se equivocara, que se hundiera en su propia ignorancia. “Vengo en nombre de mi comunidad”, dijo Julián con voz clara.
Hemos sido despojados de nuestras tierras por un hacendado que no respeta los límites marcados. Hace más de 100 años, el juez soltó una carcajada seca. Tú, hablando de límites, de leyes. Cállate, campesino. Rugió golpeando con el mazo. El público estalló en risas. Los estudiantes se inclinaban entre sí disfrutando del ridículo. Una mujer del pueblo se cubrió el rostro con las manos, avergonzada de ver a Julián expuesto de esa forma.

Pero entonces Julián sacó un pequeño cuaderno arrugado de su chaqueta. Lo abrió con calma, como quien sabe exactamente lo que está a punto de mostrar. Con respeto, su señoría, dijo proyectando la voz con fuerza. Según el artículo 247 del Código de Aguas y Tierras de 1821, toda franja heredada bajo escritura legítima debe ser respetada incluso si las cercas han sido alteradas.
Y tengo aquí la copia del registro. El silencio se hizo tan espeso que se escuchó como un bolígrafo caía al suelo. El juez, que esperaba ignorancia y torpeza, parpadeó varias veces. Incrédulo. ¿Qué? balbuceó Emiliano. Y no es todo, añadió Julián con una serenidad que desarmaba. La jurisprudencia de 1875, Caso Montiel contra Ramírez sentó precedente en favor de comunidades campesinas en situaciones idénticas.
Un murmullo de sorpresa recorrió la sala. Los estudiantes que antes reían ahora se miraban unos a otros con desconcierto. ¿Cómo podía aquel hombre humilde citar jurisprudencia como si fuera un abogado experimentado? El juez, intentando recuperar el control, golpeó de nuevo el mazo.
“¡Basta!”, exclamó, aunque su voz ya no sonaba tan firme, pero Julián no retrocedió ni un paso. Sus ojos brillaban con una mezcla de indignación y certeza. Sabía que cada palabra suya estaba dejando huella en esa sala, que ya nadie volvería a mirarlo igual. La tensión crecía, el público contenía la respiración, lo que había comenzado como un espectáculo de burla, se estaba convirtiendo en algo mucho más grande, la posibilidad de que un campesino desenmascarara la injusticia con la propia ley en la mano. Y entonces, o justo cuando Julián estaba por
pronunciar la siguiente cita, que derrumbaría por completo el argumento del juez, la sala quedó en vilo, todos preguntándose qué pasaría si aquel campesino realmente lograba humillar al juez frente a todos. El murmullo se transformó en un silencio cargado de electricidad. Nadie parpadeaba.
El juez Emiliano, que momentos antes se sentía dueño de la sala, comenzó a sudar bajo la pesada toga negra. Sus dedos tamborileaban contra el mazo intentando mostrar firmeza, pero sus ojos delataban nerviosismo. ¿De dónde sacaste eso?, preguntó con un dejo de incredulidad, señalando el cuaderno desgastado que Julián sostenía.
El campesino levantó el cuaderno como si fuese un estandarte. de los archivos municipales, señoría, pasé noches enteras leyendo, copiando, aprendiendo cada palabra. No soy abogado, pero sé lo que dice la ley. Ese sé lo que dice la ley cayó como una piedra en un estanque. Las ondas alcanzaron cada rincón de la sala.
Los estudiantes, antes burlones, ahora murmuraban con desconcierto: “¿Cómo? ¿Cómo consiguió esos documentos? Imposible que un campesino hable así. No parece improvisado, parece preparado. El juez golpeó el mazo intentando recuperar control. Silencio en la sala, pero por primera vez su voz no era obedecida de inmediato. El público ya no reía.
Ahora observaba a Julián con una mezcla de respeto y asombro. Una anciana en las primeras filas, con las manos llenas de arrugas, apretaba un rosario mientras susurraba, “Que hable, que lo dejen hablar. Julián respiró profundo, sosteniendo la mirada del juez. “Usted puede gritar todo lo que quiera, su señoría.
Puede decirme campesino como si fuera un insulto, pero la tierra que cultivo, la que alimenta a mi gente, está protegida por estas mismas leyes que usted juró respetar.” El impacto fue inmediato. Un murmullo de aprobación recorrió el sector donde se agrupaban campesinos y comerciantes. El juez frunció el seño, molesto, como si aquellas palabras lo hubieran desarmado.
Entonces Emiliano sonrió de forma sardónica, recuperando parte de su tono cruel. Muy bien, Herrera. Ya que te crees abogado, ¿por qué no nos ilustras con tu sabiduría? dijo dejando que la ironía empapara cada palabra. Te advierto que aquí las leyes no se recitan como rezos de misa, requieren precisión. Era un reto disfrazado de burla.
El juez esperaba que Julián tropezara, que confundiera términos, que se enredara en tecnicismos. Pero Julián, sin titubear, comenzó a citar artículos, años, casos precedentes, incluso nombres de jueces que habían dictado sentencias en tiempos pasados. Cada frase suya era como un martillazo en la arrogancia de Emiliano, un joven estudiante incapaz de contenerse, exclamó en voz baja, “Está citando la misma jurisprudencia que vimos en clase el semestre pasado. Los demás lo miraron atónitos. La tensión aumentaba.
El cuez golpeó nuevamente el mazo más fuerte, intentando frenar la avalancha de argumentos. Ya basta, campesino insolente!”, gritó. Aquí mando yo. El eco de esa frase resonó, pero algo cambió. Ya no provocó risas. Nadie lo acompañó en su carcajada vacía. La gente lo miraba con desconfianza. El espectáculo había dado un giro.
Quien parecía ridículo ya no era Julián, sino el propio juez Emiliano, sintiéndose acorralado, lanzó una pregunta capciosa. Dime entonces, ¿qué estipula el artículo 152 sobre la posesión interrumpida? A ver si eres tan sabio como aparentas. Todos contuvieron el aliento. Era una trampa. Julián entrecerró los ojos, respiró profundo y respondió con firmeza.
El artículo 152 establece que la posesión interrumpida por más de 20 años extingue cualquier reclamo, salvo que exista reconocimiento explícito de la comunidad original. Y en nuestro caso, levantó una hoja amarillenta del cuaderno, el hacendado firmó en 1999 un documento reconociendo nuestra pertenencia a esas tierras. Un murmullo explosivo recorrió la sala.
Incluso algunos abogados presentes se inclinaron hacia delante interesados de verdad. El juez abrió la boca para responder, pero no le salió voz. se atragantó con su propia rabia. Julián avanzó un paso todavía respetuoso, pero con una convicción inquebrantable. Yo no vengo a ridiculizarlo, señoría. Vengo a recordarle que la justicia no viste solo de toga.
También camina descalza por los surcos del campo entre callos y sudor. Esa frase arrancó un aplauso aislado, tímido, pero que pronto fue seguido por otros. En segundos, la sala estaba vibrando con palmas contenidas, con murmullos de aprobación. El juez golpeó el mazo desesperadamente. Orden. Orden en la sala. Pero era evidente, había perdido el control.
La pregunta ya estaba en el aire, rondando como un buitre sobre su figura. ¿Qué haría ahora frente a todos con un campesino que parecía conocer la ley mejor que él mismo? Y justo cuando Emiliano se inclinó hacia delante con el rostro crispado, como si fuera a expulsar a Julián por la fuerza, la puerta del tribunal se abrió de golpe. Todos giraron la cabeza.
¿Quién había entrado en ese momento decisivo? La puerta del tribunal se abrió con un chirrido metálico que hizo eco en toda la sala. Los aplausos se apagaron de golpe y las miradas se dirigieron hacia la entrada. Allí, bajo el arco de madera oscura, apareció un hombre alto vestido con un traje gris impecable y una corbata roja que brillaba como una herida en medio de tanta solemnidad.
Algunos lo reconocieron de inmediato. Era Tomás Villalba, el abogado de la hacienda, un hombre temido en los pasillos judiciales por su astucia y por los favores que sabía cobrar. Su fama era la de alguien capaz de torcer cualquier caso a favor de sus clientes más ricos. Vaya, vaya, dijo con una sonrisa fría mientras avanzaba hacia el frente. Parece que interrumpo una misa.
¿O acaso es un sermón de pueblo disfrazado de alegato legal? El público murmuró con incomodidad. El juez Emiliano respiró aliviado, como si al fin llegara un refuerzo a su trinchera. “Villalba, justo a tiempo.” dijo con un dejo de triunfo en la voz. “Este campesino insolente pretende darnos lecciones de derecho.” Tomás bajó la mirada hacia Julián, que seguía en pie con su cuaderno en las manos.
Sonrió con desprecio un campesino contra toda la maquinaria de la hacienda. Qué espectáculo tan pintoresco se giró hacia la gente. ¿De verdad creen que un hombre que ara la tierra puede comprender lo que a nosotros nos toma años de estudio? Las risas tímidas volvieron a surgir en algunos rincones, como brasas que se reavivaban con la burla. Julián, sin embargo, no apartó la vista de Villalba.
No necesito años de estudio”, replicó con serenidad. “Solo necesito la verdad escrita en estas páginas.” El abogado se acomodó las gafas y extendió la mano. Entonces, muéstrame qué tienes ahí que tanto presumes. Julián dudó un instante. Sabía que estaba rodeado de lobos, pero también sabía que la fuerza de sus pruebas era su único escudo.
Con un movimiento lento, colocó una de las hojas sobre la mesa central. Pillalba la tomó con desdén y la examinó. La sonrisa en su rostro se congeló por un segundo. Era el documento con la firma del ascendado, reconociendo los límites de la comunidad. El público notó su incomodidad. Un murmullo expectante recorrió la sala.
Esto balbuceó Villalba, pero enseguida recuperó la compostura. Esto no es más que un papel viejo, sin validez, un engaño. El juez asintió rápidamente como si se aferrara a esa idea. Exacto, exacto. Un campesino no puede manejar documentos de esta magnitud, pero Julián con calma dio un paso hacia adelante. Ese papel tiene validez notarial.
Lo revisé en los archivos y está sellado por el escribano municipal de aquel entonces. El mismo sello que se usa hasta hoy. El silencio cayó como un martillo. El abogado se removió incómodo. Un joven estudiante se levantó incapaz de contenerse. Tiene razón. Ese sello es auténtico. Yo mismo lo estudié en historia del derecho. El juez lo fulminó con la mirada. Siéntese.
Pero la semilla ya estaba plantada. La credibilidad de Julián crecía mientras la del juez y su aliado se desmoronaba. Villalba, sin perder la calma, cambió de táctica. Muy bien, campesino. Supongamos que este papel es real. ¿Qué sabes tú del artículo 310, inciso B? El que regula la nulidad de documentos por prescripción.
Era un movimiento calculado, un tecnicismo diseñado para atrapar a Julián. El público contuvo la respiración. Julián bajó la mirada al cuaderno, pasó las páginas con los dedos ásperos y tras unos segundos de silencio levantó la vista. El artículo 310, inciso B, solo aplica si el documento no ha sido reconocido en actos posteriores y aquí está el registro de impuestos del mismo ascendado pagados con base en esos límites. Eso renueva la validez del acuerdo. El golpe fue brutal.
El abogado parpadeó varias veces. Sorprendido, el juez abrió la boca, pero no halló palabras. El público estalló en murmullos. Sabe más que ellos. Está dejando en ridículo al abogado y al juez juntos. Villalba respiró hondo. Por primera vez, su seguridad vacilaba. Campesino, dijo con voz grave. No sabes con quién te estás metiendo. La tensión subió al máximo. Julián lo miró fijamente, sin miedo. Lo sé muy bien.
Me estoy metiendo con quienes creen que la ley se compra. Pero aquí, frente a todos, demostraré que no. Un aplauso espontáneo estalló en las filas traseras. Emiliano golpeó el mazo furioso, gritando que se callaran. Pero lo peor aún estaba por venir, porque mientras la sala ardía de tensión, uno de los escribanos se levantó de su asiento con un sobre en la mano. Su rostro estaba pálido.
“Señoría, dijo con voz temblorosa, acaba de llegar una orden del tribunal superior. El silencio fue absoluto. El escribano avanzó con pasos temblorosos hasta el estrado, sosteniendo aquel sobre como si llevara dentro dinamita. Todos lo miraban expectantes. El juez Emiliano intentó mantener la compostura, pero la vena en su frente palpitaba con fuerza.
Tomás Villalba, el abogado de la hacienda, entrecerró los ojos calculando cada movimiento. El sobre fue entregado al juez. Emiliano lo abrió con brusquedad. desplegó el documento y leyó en silencio. Sus labios se apretaron en una línea dura. La sala entera contuvo el aliento. Finalmente levantó la voz. Se notifica a este tribunal que el caso de las tierras de San Isidro será supervisado por un magistrado del Tribunal Superior debido a irregularidades en los procesos anteriores, un murmullo recorrió la sala como un trueno lejano. Irregularidades. Esa sola palabra encendió todas las
miradas hacia el juez. Emiliano golpeó el mazo con violencia, intentando acallar las voces que se levantaban. “Silencio, aquí mando yo!”, vocífero, pero ya no sonaba tan imponente. Julián apretó los labios conteniendo una sonrisa de alivio. El campesino sabía lo que eso significaba. La causa había llegado demasiado lejos para ser enterrada en aquel tribunal local.
La verdad estaba empezando a filtrarse y nadie podría detenerla fácilmente. El abogado Villalba intentó reaccionar. Esto no cambia nada, dijo alzando la voz para recuperar el control. Supervisión o no, seguimos aquí bajo la autoridad del juez cortés. Algunas cabezas asintieron, pero otras no. La duda ya estaba sembrada.
La gente del pueblo sentada en las últimas filas intercambiaba miradas de esperanza. Los estudiantes de derecho tomaban notas frenéticamente, como si estuvieran presenciando una clase magistral, no de un catedrático, sino de un campesino. El juez, con el rostro endurecido, dobló el documento y lo dejó a un lado. Bien, continuemos.
Pero su voz ya no llevaba el mismo peso y Julián lo sabía. El campesino respiró hondo y alzó el cuaderno una vez más. Si me permite, señoría, tengo más pruebas. Villalba se adelantó con brusquedad. Objeción. Este hombre no puede presentar pruebas como si fuera un abogado.
No tiene licencia, no tiene estudios, no tiene derecho. El juez se aferró a esas palabras como a un salvavidas. ¿Cierto? No se aceptarán más pruebas sin el conducto legal correspondiente. La sala explotó en protestas. Campesinos y comerciantes se levantaron clamando justicia. El alguacil tuvo que golpear el suelo con la culata de su bastón para intentar imponer orden.
Julián levantó la mano pidiendo silencio y cuando lo obtuvo habló con calma pero con un filo en la voz que cortaba como acero. Ustedes dicen que no tengo derecho. Pero, ¿acaso no dice la Constitución que todo ciudadano puede defenderse por sí mismo si no cuenta con representación? El público enmudeció.
Villalba abrió los ojos con sorpresa. El juez se quedó petrificado. Artículo 20. Continuó Julián sin apartar la mirada de Emiliano. Todo ciudadano tiene el derecho de ser oído en defensa propia ante cualquier tribunal. Eso está escrito en la Carta Magna. Un silencio profundo cayó sobre el lugar.
El juez abrió la boca para replicar, pero no encontró palabras y el público comenzó a reaccionar. Primero fueron murmullos, después exclamaciones y al final un aplauso contenido que fue creciendo hasta convertirse en un estruendo de palmas y voces. Emiliano golpeó el mazo una y otra vez rojo de furia. Silencio. Silencio, he dicho. Pero ya nadie lo obedecía.
La sala, que antes era su dominio absoluto, se inclinaba ahora hacia aquel campesino de botas embarradas que hablaba con la fuerza de un jurista. Villalba, desesperado, cambió de estrategia. Muy bien, Herrera. Si tanto sabes, demuéstralo. Te haré una pregunta que ni los mejores estudiantes responderían sin equivocarse.
Se ajustó la corbata y lanzó la trampa con voz potente. ¿Qué establece la ley sobre servidumbres ocultas en predios rurales cuando el acceso a los recursos hídricos está en disputa? Los murmullos se apagaron. Era una pregunta envenenada, llena de tecnicismos. Julián bajó la mirada a su cuaderno.
Pasó las páginas con calma, pero su respiración era firme. El silencio se prolongó tanto que algunos pensaron que al fin había llegado su límite. Villalba sonrió con aire victorioso. Lo ves el campesino no sabe. Todo era un teatro barato. Pero entonces Julián levantó la cabeza. Su voz salió clara, sin titubeos.
La ley establece que ninguna servidumbre de agua puede limitar el uso ancestral de una comunidad, salvo que exista un acuerdo explícito firmado por todos los beneficiarios. Y en nuestro caso, alzó un nuevo papel, jamás hubo tal acuerdo. El golpe fue devastador. El público estalló en exclamaciones. Los estudiantes aplaudían.
Las mujeres del pueblo se levantaban de sus asientos y hasta los alguaciles se miraban entre sí. Sorprendidos. El juez golpeaba el mazo con desesperación, pero su voz se ahogaba bajo el clamor de la sala. Villalba, por primera vez en su carrera, no tenía réplica inmediata y en medio de ese caos, Julián dio un paso al frente con la mirada fija en el estrado. Su voz se elevó por encima de todas las demás.
Hoy no hablo solo por mí, hablo por cada campino que ha sido callado, humillado y despojado. Si quieren callarme, tendrán que callar a todo un pueblo. La sala vibró con un aplauso ensordecedor. El juez se levantó de golpe con el rostro desencajado y en ese instante, desde el fondo de la sala, una voz grave se alzó por encima del ruido, exigiendo ser escuchada.
La voz que interrumpió todo provenía del fondo de la sala, grave, autoritaria, con un eco que atravesó el clamor de la multitud como un cuchillo. Orden. Todos giraron la cabeza. Entre la multitud que se agolpaba en los bancos traseros, apareció un hombre de cabello plateado, traje oscuro y mirada penetrante.
No llevaba toga, pero la insignia dorada en el bolsillo de su chaqueta lo delataba. era un magistrado del Tribunal Superior, alguien con poder suficiente para revisar e incluso revocar las decisiones de jueces locales. El silencio cayó de inmediato, como si alguien hubiera apagado las luces. El juez Emiliano palideció. Villalba apretó los dientes.
Julián, en cambio, sostuvo el cuaderno contra el pecho respirando hondo. El magistrado avanzó despacio por el pasillo central. Cada paso resonaba en la madera y cada mirada se apartaba de su camino. Cuando llegó al frente, se detuvo justo frente al estrado.
“Señor juez Cortés”, dijo con un tono medido, pero cargado de peso. “He recibido informes preocupantes sobre la manera en que se ha conducido este proceso y ahora, al presenciarlo con mis propios ojos, compruebo que no son exageraciones. El público contuvo el aliento.” Emiliano tragó saliva. Señoría, yo yo solo seguía el debido procedimiento. El magistrado lo interrumpió con un gesto de la mano.
Lo que vi aquí no es un procedimiento, es un espectáculo. Y peor aún, un espectáculo en el que usted parece más interesado en humillar que en impartir justicia. Un murmullo recorrió la sala. Los campesinos sonrieron discretamente. Julián, aunque intentaba mantenerse firme, sintió un destello de esperanza. El magistrado giró hacia él. Y usted, Herrera, dijo con voz grave.
He escuchado lo suficiente para saber que no es un hombre común en esta sala, pero necesito confirmar algo. Realmente estudió cada uno de esos artículos por su cuenta. Julián asintió lentamente. Sí, señoría, no tenía abogados ni dinero, solo mis noches. Una lámpara de aceite y los libros prestados de un maestro jubilado. La confesión arrancó un murmullo admirado de la gente.
magistrado lo observó unos segundos como calibrando cada palabra. Finalmente asintió. Entonces, continúe. Quiero escuchar sus argumentos. El juez Emiliano se levantó de golpe. Objeción, gritó fuera de sí. Esto es un atropello a mi autoridad. El magistrado lo fulminó con la mirada. Cuidado con cómo utiliza esa palabra, Cortés. La autoridad no es un capricho, es una responsabilidad.
Y ahora mismo la suya está en duda. La sala explotó en murmullos. Emiliano se desplomó en su asiento rojo de furia, incapaz de replicar. Villalba, viendo que el juez perdía terreno, tomó la palabra. Con el debido respeto, señor magistrado, este hombre no tiene licencia para ejercer la abogacía.
No podemos convertir este juicio en un circo. El magistrado lo miró con frialdad. La Constitución otorga a todo ciudadano el derecho de defenderse a sí mismo. ¿O acaso pretende usted negarle ese derecho frente a toda esta gente? Villalba enmudeció. No había réplica posible sin quedar en evidencia. Julián aprovechó el silencio y dio un paso adelante.
Señor magistrado, traigo pruebas de que la hacienda ha violado los límites históricos de nuestras tierras. documentos, registros, testimonios y si me lo permite puedo citarlos aquí y ahora. El magistrado asintió. Proceda. Julián abrió su cuaderno y comenzó a leer. Citó artículos de leyes antiguas, referencias a casos olvidados y presentó documentos que había copiado a mano con una precisión sorprendente.
La gente escuchaba en absoluto silencio, como si cada palabra fuera un golpe en una muralla que hasta ese día parecía imposible de derribar. Los estudiantes de derecho tomaban apuntes frenéticamente. Uno de ellos susurró, “Esto debería enseñarse en las universidades.” Villalba se revolvía en su asiento buscando una grieta en aquel torrente de argumentos.
Pero cada palabra de Julián era respaldada por fechas, sellos, nombres y detalles imposibles de refutar. Finalmente, cuando Julián terminó de leer, la sala estalló en aplausos. El juez Emiliano golpeó el mazo desesperado, pero su voz era tragada por la marea de vítores. El magistrado levantó la mano imponiendo silencio.
He escuchado lo suficiente para saber que este caso no puede resolverse de manera apresurada. Ordeno la suspensión temporal de cualquier decisión hasta que se revisen todas las pruebas presentadas. El público se levantó de inmediato, algunos llorando de emoción, otros abrazándose. Julián cerró su cuaderno con los ojos brillantes, pero mientras la esperanza se extendía como un fuego nuevo, Villalba se inclinó hacia el juez y le susurró algo al oído.
Emiliano asintió lentamente con una sonrisa torcida que el heló la sangre de quienes lo notaron. El campesino había ganado la primera batalla, pero en los ojos del juez y de su abogado ardía todavía una sombra peligrosa, una que prometía venganza. Y justo cuando la sala comenzaba a vaciarse, Julián sintió que una mano se posaba en su hombro desde atrás. La mano en el hombro de Julián lo hizo girar de inmediato.
Era una mano firme, curtida, con dedos manchados de tinta. Al volverse se encontró con un hombre de mediana edad, delgado, con gafas redondas y una expresión de profunda seriedad. No se asuste dijo en voz baja. Me llamo Ernesto Gálvez. Soy periodista y lo que acaba de hacer aquí no puede quedar solo en estas paredes.
Julián lo miró con cautela. Periodista. ¿De qué medio? Ernesto mostró una credencial arrugada pero legítima. Del Diario Nacional. Estuve tomando notas de todo. Créame, la gente necesita escuchar lo que ha pasado hoy. El campesino dudó. Parte de él quería aceptar aquella ayuda, gritar al mundo que su comunidad no estaba sola, pero otra parte temía las represalias. Sabía bien que la hacienda no se rendiría fácilmente.
No quiero convertirme en un espectáculo, susurró Julián. Ya lo es, respondió el periodista con calma. La diferencia es, ¿quién contará la historia? Ellos o usted. Antes de que pudiera responder, un murmullo inquieto recorrió la sala. El juez Emiliano se había puesto de pie nuevamente. Su rostro aún estaba encendido de furia, pero había recuperado algo de compostura.
Villalba, el abogado, permanecía a su lado con una sonrisa que parecía una daga escondida. “Este juicio no ha terminado”, dijo Emiliano alzando la voz. El magistrado podrá supervisar, pero yo sigo teniendo jurisdicción aquí. Y mientras tanto, Herrera, te advierto, cualquier falsedad en tus documentos será castigada con cárcel. El público reaccionó con indignación.
Campesinos gritaron desde el fondo. Eso es intimidación. Quiere callarlo a la fuerza. El magistrado levantó la mano para pedir silencio, pero no intervino directamente. Parecía observar, medir, esperando el próximo movimiento, Julián se adelantó. No tengo miedo. Todo lo que traje está sustentado y si me quiere en la cárcel, será con las mismas leyes que ahora intento defender. La sala estalló en aplausos otra vez.
Emiliano golpeó el mazo hasta casi romperlo. Villalba, viendo que la autoridad del juez se desmoronaba frente a los ojos de todos, cambió de estrategia. Muy bien, campesino, dijo con voz grave. Si tanto confías en tus conocimientos, aceptemos un reto. Julián lo miró con recelo. ¿Qué clase de reto? El abogado caminó hasta el centro de la sala proyectando su voz para que todos escucharan.
Tú dices conocer las leyes mejor que un abogado, entonces demuéstralo. Responde aquí y ahora un caso hipotético, como si fueras tú quien dicta sentencia. El público murmuró excitado. Era un espectáculo dentro del espectáculo. Emiliano sonrió torcidamente aprobando la idea. Adelante, Villalba, dijo el juez. Ilustremos al público con este examen improvisado. El abogado carraspeó y comenzó.
Imagina que un campesino reclama tierras heredadas de su abuelo, pero nunca inscribió la propiedad en el registro. Mientras tanto, otro hombre compra el terreno con escritura legal, ¿quién tiene derecho? Los estudiantes se inclinaron hacia adelante, fascinados. La pregunta no era sencilla. Enfrentaba derecho con su etudinario contra escritura registrada. Julián cerró los ojos unos segundos.
El silencio se hizo profundo. Todos esperaban verlo fallar. tropezar al fin. Cuando abrió los ojos, habló con firmeza. El segundo hombre tendría derecho si el primero nunca hubiese reclamado. Pero si existen testigos y usos continuados de la Tierra, el derecho de posesión ancestral prevalece sobre la compra fraudulenta. Así lo establece la jurisprudencia de 1932 en el caso Morales contra Castillo.
El público jadeó, incluso algunos abogados presentes asintieron en silencio. Yalba apretó los dientes. Astuto! Dijo forzando una sonrisa. Pero prueba con esto. ¿Qué ocurre si el comprador actúa de buena fe? Julián levantó el cuaderno. Entonces se compensa con indemnización.
El que pierde la tierra recibe pago justo, pero nunca se despoja a una comunidad de su herencia. Los murmullos se hicieron más intensos. El público estaba al borde de sus asientos. Villalba por primera vez parecía quedarse sin opciones. Emiliano, frustrado, se inclinó hacia delante. Basta de juegos rugió. Este no es un tribunal para campesinos que sueñan con ser doctores de la ley.
Aquí mando yo y dictaré sentencia. La tensión escaló de inmediato. El magistrado frunció el seño. El público protestó. Julián dio un paso al frente con la voz en alto. No puede dictar sentencia hasta que se revisen las pruebas en el Tribunal Superior. El juez lo fulminó con la mirada.
¿Quieres enseñarme mi trabajo, campesino? Villalba aprovechó la confusión para sacar de su portafolio un documento nuevo doblado con cuidado. Lo levantó para que todos lo vieran. Pues veamos cómo responde a esto. Dijo con voz triunfal. Aquí tengo un contrato firmado por su propio abuelo. Renunciando a esas tierras. El aire se heló. La gente se inclinó hacia adelante. Julián sintió que las piernas le temblaban.
Su abuelo había firmado algo así. Villalba desplegó el papel con teatralidad, dejándolo a la vista de todos. El juez sonrió satisfecho. El magistrado entrecerró los ojos y Julián, con el corazón latiendo con fuerza en el pecho, supo que ese documento podía cambiarlo todo. El papel ondeaba entre los dedos de Villalba como una bandera de victoria.
La sala entera se inclinó hacia adelante como si todos compartieran la misma respiración contenida. El juez Emiliano sonríó con malicia, golpeando suavemente el mazo, como quien ya saborea el desenlace. “Aquí está la prueba irrefutable”, dijo Villalba con voz potente. “Un contrato firmado por el abuelo de este hombre, renunciando a toda reclamación sobre las tierras.
Con esto la comunidad pierde cualquier derecho. Un murmullo recorrió el público. Algunos campesinos bajaron la mirada como si la esperanza se les resbalara entre los dedos. Otros murmuraban con rabia, convencidos de que aquello era una trampa. Julián, con el rostro tenso, dio un paso al frente. Déjeme verlo.
Villalba sonríó con desdén, extendiendo el documento. Julián lo tomó con cuidado. Sus dedos ásperos recorrieron la hoja amarillenta, marcada por arrugas y manchas de humedad. La sala permanecía en silencio. Podía escucharse el crujir de las bancas de madera cuando alguien se movía nerviosamente. Julián leyó con atención cada línea y su corazón dio un vuelco.
Allí estaba la firma de su abuelo Martín Herrera. El juez, ansioso por recuperar autoridad, se inclinó hacia adelante. ¿Lo reconoces, campesino?, preguntó con tono venenoso. “¿Reconoces que tu propio abuelo entregó esas tierras?” Julián levantó la vista.
Sus ojos, oscuros y firmes, no mostraban derrota, sino una creciente sospecha. La firma parece de mi abuelo, pero este contrato no es legítimo. El público reaccionó con incredulidad. Algunos murmuraron, “¿Cómo puede decir eso si lo está leyendo? ¿Será que no quiere aceptar la verdad?” Villalba se adelantó sonriendo con falsa compasión. Pobre hombre. Cuando la realidad lo aplasta, inventa excusas.
Pero Julián alzó el documento señalando un detalle en la esquina inferior. Miren aquí. La fecha dice 1978. Mi abuelo en ese entonces tenía 60 años y nunca supo leer ni escribir. El murmullo se transformó en un rugido. El público exclamó al unísono. Los estudiantes de derecho comenzaron a hablar entre ellos con voces agitadas.
El magistrado frunció el ceño y extendió la mano. Entrégamelo. Julián se lo pasó. El magistrado examinó el papel con lupa crítica. Después de unos segundos que parecieron eternos, levantó la vista. Este documento tiene inconsistencias. El sello notarial es de un modelo que no se utilizaba hasta la década de los 90. La sala estalló.
La palabra falsificación corría de boca en boca. Emiliano golpeaba el mazo frenéticamente intentando imponer orden, pero nadie lo escuchaba. Villalba, en cambio, no se inmutó. Su sonrisa apenas se tensó como si hubiera esperado esa reacción. Tal vez haya un error en el sello, pero la firma es auténtica.
¿O acaso quiere usted, magistrado, negar lo que salta a la vista? El magistrado lo miró fijamente, como si pudiera atravesarlo con los ojos. Autenticidad no se mide a simple vista, habrá peritaje. Y si se confirma que este documento fue alterado, las consecuencias serán graves. Las palabras flotaron pesadas en el aire. El juez Emiliano tragó saliva. Sabía lo que significaban.
Si se descubría falsificación, él mismo podía quedar implicado por permitir esa prueba. Julián, aprovechando el momento, alzó la voz. Toda mi vida escuché a mi abuelo hablar de esas tierras. Nunca renunció a ellas. Dijo que moriría defendiendo lo que nos pertenecía. Y ahora quieren ensuciar su memoria con un papel falso.
Los campesinos aplaudieron y gritaron con fuerza. La sala temblaba de indignación. Villalba levantó las manos. pidiendo calma, pero su sonrisa comenzaba a resquebrajarse. El juez, rojo de furia, golpeó el mazo. Se acabó. No permitiré más espectáculos. Ordeno que el documento quede en custodia del tribunal hasta su verificación.
El magistrado asintió con seriedad, aunque sus ojos permanecían fijos en Emiliano, como quien observa un animal atrapado en su propia jaula. Cuando la tensión comenzaba a estabilizarse, un guardia irrumpió en la sala, respirando agitado. “Señoría, exclamó, afuera! ¡Afuera! Hay una multitud.
Los campesinos de otras aldeas han llegado. Quieren entrar. Dicen que este juicio es también el suyo. La noticia cayó como un rayo. Los presentes se miraron unos a otros alarmados. El juez Emiliano palideció. Villalba apretó los puños y Julián sintió un estremecimiento recorrerle el cuerpo. Las puertas comenzaron a temblar bajo los golpes de cientos de manos.
El rumor de la multitud crecía como una tormenta y entonces, con un estruendo seco, una de las ventanas del tribunal se quebró bajo la presión de los que intentaban ver lo que pasaba adentro. El estallido del vidrio hizo que todos se pusieran de pie de golpe. Los fragmentos cayeron al suelo con un tintineo metálico y por la abertura se escucharon gritos de la multitud.
Justicia. Queremos justicia. La sala entera vibraba con el eco de aquellas voces. El magistrado se levantó alzando la mano con autoridad. Que entren solo los delegados, ordenó a los guardias. Nadie más. Los alguaciles dudaron mirando al juez Emiliano que estaba rojo de ira. No vociferó el juez.
Nadie entra aquí sin mi autorización. Pero ya era tarde. Los portones principales se abrieron de golpe, empujados por la presión de la multitud. Decenas de campesinos, hombres y mujeres de diferentes aldeas irrumpieron en la sala.
Sus rostros mostraban la dureza de quienes habían trabajado la tierra toda su vida, y sus manos sostenían pancartas improvisadas con frases escritas a carbón: “La tierra es nuestra vida. No más abusos, sin justicia no hay paz. El murmullo creció hasta convertirse en un clamor ensordecedor. Los estudiantes de derecho se levantaron para ver mejor. Algunos sonreían, otros parecían preocupados por la tensión que crecía como un río desbordado. El magistrado golpeó la mesa con la palma abierta.
Orden, por favor. Esto es un tribunal, no una plaza. Pero los campesinos no se callaron. Una mujer mayor, con el rostro curtido por el sol y un pañuelo en la cabeza, levantó la voz. “Ese hombre habla por todos nosotros”, dijo señalando a Julián. “Déjenlo hablar.” Un aplauso colectivo siguió sus palabras.
Julián se sintió sobrecogido. Su respiración se aceleró y por un instante dudó. era capaz de cargar sobre sus hombros las esperanzas de tanta gente. Villalba, aprovechando el caos, se inclinó hacia el juez Emiliano. Esto se está saliendo de control. Si dejamos que continúe, perderemos todo.
Necesitamos un golpe fuerte, algo que destruya su credibilidad. El juez asintió lentamente y sus ojos brillaron con una chispa de malicia. Mientras tanto, Julián levantó la mano para pedir silencio. Sorprendentemente, la multitud obedeció. El campesino habló con voz firme. Yo no soy un líder ni un caudillo.
Solo soy un hombre que aprendió a leer las leyes para que no nos sigan pisoteando. Pero si este tribunal niega escucharme, no me callarán a mí. Tendrán que callar a todos los que están aquí. El clamor estalló de nuevo. El magistrado, con el seño fruncido, parecía debatirse entre imponer disciplina o reconocer la fuerza de aquel momento.
Entonces el juez Emiliano golpeó el mazo con fuerza. Silencio rugió. Si este tribunal se convierte en circo, será por culpa de este campesino insolente. Las voces se apagaron a regañadientes. Emiliano respiró hondo y se volvió hacia Julián. Si quieres jugar a ser abogado, entonces aceptarás las consecuencias. Voy a someterte a interrogatorio aquí y ahora. El público reaccionó con sorpresa.
Villalba sonrió. Era la trampa perfecta. Si lograban hacer que Julián se equivocara en público, perdería toda credibilidad. El magistrado levantó la voz. Tenga cuidado, juez Cortés. No estamos aquí para espectáculos de soberbia. Pero Emiliano lo ignoró. Se inclinó hacia delante con una sonrisa cruel.
Dime, Herrera, ¿qué dice la ley sobre las particiones hereditarias cuando uno de los herederos no reconoce al resto? Los murmullos recorrieron la sala. Era una pregunta complicada, con tecnicismos que podían hacer tropezar incluso a abogados experimentados. Julián cerró los ojos. Su mente viajó a las largas noches en que repasaba artículos a la luz de la lámpara de aceite.
Recordó cada palabra, cada línea, cada explicación que había copiado pacientemente. Abrió los ojos y respondió con calma. dice que si uno de los herederos no reconoce al resto, el juez debe convocar una partición judicial para que todos los bienes sean distribuidos conforme a la ley y ningún heredero puede quedarse con todo si no hay acuerdo común.
La sala enmudeció. Villalba frunció el seño. Emiliano, sin embargo, no se rindió. Muy bien, campesino, dijo apretando el mazo. ¿Y qué ocurre si uno de esos herederos muere antes de firmar la partición? Julián sostuvo la mirada del juez. Entonces sus derechos pasan directamente a sus descendientes.
Si los hay, y si no, al resto de los coherederos. El murmullo fue inmediato. El campesino no fallaba. Cada respuesta era un golpe contra la soberbia del juez. Villalba, viendo que la estrategia se les escapaba de las manos, se inclinó hacia Emiliano. No lo venceremos con preguntas. Necesitamos otra cosa.
El juez lo miró con ojos turbios y luego asintió con lentitud. En ese instante, uno de los guardias se acercó al estrado con un sobre sellado. Señoría, llegó un informe urgente del registro civil. El juez tomó el sobre y lo abrió con manos ansiosas. Sus ojos se iluminaron con un brillo cruel mientras leía. Luego levantó la vista hacia Julián y sonrió con veneno.
“Pues bien, campesino,” dijo con voz firme, proyectando cada sílaba, “Aquí tengo pruebas de que ni siquiera eres el legítimo heredero de esas tierras. El silencio fue absoluto. La multitud contuvo el aliento. Julián sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. El juez Emiliano levantó el informe como si fuese un estandarte de triunfo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida, disfrutando de cada segundo de la tensión que había creado. “Según este registro civil”, dijo con voz potente, “el abuelo de este hombre jamás dejó constancia oficial de descendencia legítima y por lo tanto Julián Herrera no figura como heredero directo de esas tierras. El murmullo fue inmediato. Los campesinos intercambiaban miradas de sorpresa y preocupación.
Algunos estudiantes de derecho fruncían el seño, intentando entender los tecnicismos. Otros, en cambio, empezaban a escribir febrilmente en sus cuadernos como si estuvieran presenciando un caso histórico en tiempo real. Villalba aprovechó el desconcierto. “Lo escucharon todos.” Gritó con voz triunfal.
Este hombre no solo es un impostor en esta sala, sino que ni siquiera tiene derecho a estar aquí. Las voces del público se levantaron al mismo tiempo. Unos gritaban en defensa de Julián, otros en contra. El caos creció como un incendio descontrolado. El magistrado golpeó la mesa con fuerza. Orden.
He dicho orden en la sala, pero Emiliano no esperó el silencio. Con esto basta para declarar inválida su participación. Expúlsenlo de inmediato. Dos alguaciles comenzaron a avanzar hacia Julián. El campesino apretó el cuaderno contra el pecho, sus ojos fijos en el juez.
Sentía el corazón acelerado, pero también una chispa de rabia que se encendía en lo más profundo. “Un momento”, dijo alzando la voz con firmeza. El eco rebotó en las paredes del tribunal, logrando que los alguaciles se detuvieran. Todos lo miraron. Julián respiró hondo y habló con claridad. Mi abuelo jamás registró su descendencia porque nunca confió en las oficinas que siempre servían a los poderosos.
Pero la falta de un registro no borra la sangre que corre por mis venas. Un murmullo de aprobación recorrió las filas de campesinos. Una anciana levantó la voz desde el fondo. Ese muchacho es hijo de Martín Herrera. Lo conozco desde niño. Otra mujer añadió, “Yo lo vi trabajar junto a su abuelo desde que apenas podía sostener una pala.” El magistrado levantó la mano pidiendo silencio.
Los testimonios de la comunidad tienen peso. No se puede descartar un linaje solo porque un papel lo diga. El juez palideció, pero intentó mantenerse firme. “Eso no es prueba suficiente”, gruñó. Julián abrió su cuaderno y levantó una hoja cuidadosamente doblada. Pero yo sí tengo pruebas”, anunció Villalba frunció el seño.
“¿Qué pruebas?” Julián desplegó la hoja. Era una carta amarillenta escrita con una caligrafía temblorosa pero legible. Esta es una carta de mi abuelo escrita en los últimos meses de su vida. En ella habla de mí, de cómo me enseñaba a trabajar la tierra y de cómo deseaba que yo protegiera lo que él había defendido toda su vida. El silencio cayó sobre la sala.
Los campesinos contenían la respiración. El magistrado pidió ver la carta. Julián se la entregó con cuidado. El magistrado la examinó en silencio. Luego levantó la vista. La caligrafía corresponde a alguien mayor y el papel tiene la misma fecha que la supuesta renuncia falsificada. Esto podría ser decisivo. Villalba dio un paso al frente alterado.
Objeción. Esa carta no tiene sello notarial, no es más que un recuerdo sentimental. El magistrado lo miró con severidad. Tal vez, pero un recuerdo también puede ser prueba cuando revela la voluntad de quien en vida defendió esas tierras. Y la voluntad de un hombre tiene valor legal y moral. Los campesinos estallaron en aplausos.
El juez golpeó el mazo con furia, pero cada vez parecía más pequeño frente a la marea que lo rodeaba. Julián, con voz firme añadió, “Mi abuelo no necesitaba un notario para amar su tierra. Su vida entera fue el sello más grande que podía dejar.” El magistrado asintió lentamente, como si esas palabras hubieran calado hondo. Emiliano, desesperado, buscó refugio en Villalba. El abogado respiró hondo y cambió de táctica. Entonces, vayamos más lejos.
Si este hombre quiere demostrar que es legítimo, que lo haga con pruebas irrefutables, análisis de sangre, documentos oficiales, certificados. ¿Puede dar eso campesino? El público quedó en silencio. La pregunta era una daga afilada. Julián bajó la mirada por un instante. No tenía esos documentos. No tenía manera de pagar peritajes ni exámenes. Villalba sonrió con crueldad.
Eso pensé. Sin papeles ni dinero, tus palabras se las lleva el viento. Los murmullos de la sala crecieron. La esperanza comenzaba a resquebrajarse. Julián apretó los puños, su mente buscando una salida. Y entonces, desde la multitud que se agolpaba junto a las ventanas rotas, una voz inesperada se alzó con fuerza.
“Yo puedo dar ese testimonio”, gritó un hombre mayor, avanzando entre la multitud hasta ser visible. Su rostro estaba curtido por los años, pero su porte transmitía respeto. Todos giraron la cabeza hacia él. El juez lo miró sorprendido. Villalba frunció el ceño y Julián sintió un vuelco en el corazón, porque aquel hombre era nada menos que el antiguo escribano del pueblo.
El murmullo se transformó en un estruendo cuando el hombre se abrió paso entre la multitud. Su andar era lento, apoyado en un bastón de madera. Pero cada paso llevaba consigo la autoridad de quien alguna vez había tenido peso en aquel tribunal. Es don Ramón Valdés, susurraron varios campesinos, el escribano del pueblo. Pero todos creían que había muerto.
Ramón levantó la mano para pedir silencio. Su voz, aunque gastada por los años, sonó clara y firme. No he muerto aún y mientras respire, la verdad no será enterrada. El juez Emiliano se levantó de golpe, visiblemente nervioso. Esto es un despropósito. Ese hombre no tiene nada que hacer aquí. Pero el magistrado lo interrumpió alzando la mano. Lo escucharemos.
El testimonio de un escribano, aunque retirado, tiene valor. Ramón se detuvo en medio de la sala frente a todos. Miró a Julián con una mezcla de ternura y gravedad. Conocí a tu abuelo, muchacho. Martín Herrera no solo era un hombre de campo, era un hombre de palabra. Y yo mismo fui testigo de que jamás firmó la renuncia de sus tierras.
Un murmullo se expandió como fuego en un campo seco. Villalba frunció el ceño. Eso no prueba nada, replicó alzando la voz. Usted es un viejo retirado. Sus recuerdos pueden estar nublados. Ramón, sin inmutarse, sacó un cuaderno de tapas negras de su bolso. Sus manos temblaban, pero sus ojos ardían de determinación.
Aquí está mi registro personal, donde anoté cada documento que pasaba por mis manos. Y en estas páginas consta que jamás certificamos la renuncia de Martín Herrera. El magistrado se levantó de inmediato. Entréguemelo. Ramón colocó el cuaderno sobre la mesa central. El magistrado lo abrió y comenzó a leer con rapidez, sus ojos recorriendo las líneas escritas con letra firme, aunque vieja. El silencio era absoluto.
La multitud contenía el aliento. Los estudiantes de derecho inclinaban sus cabezas para ver y Julián observaba con el corazón latiendo con fuerza. Finalmente, el magistrado levantó la vista. Este cuaderno tiene la fecha y el sello personal del escribano, y es consistente con otros registros que ya conocemos.
Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Los campesinos comenzaron a aplaudir y algunos gritaban, “¡Se los dije!” Era mentira. El juez Emiliano, desesperado, golpeó el mazo. “El Sóo, no permitiré este circo.” Pero ya nadie le obedecía. Su voz se perdía entre los aplausos y los vítores. Villalba, en cambio, permanecía frío. Su mente giraba buscando una salida.
“Ese cuaderno puede ser falsificado”, dijo con una sonrisa venenosa. “¿Qué garantía tenemos de que esas anotaciones no fueron escritas ayer mismo?” El público protestó con fuerza. Ramón levantó el bastón pidiendo calma. ¿Quieren pruebas? Entonces tráiganme la copia del archivo municipal. La clave está en los libros que aún guardan polvo en sus sótanos.
El magistrado asintió. Daremos la orden para que se revisen los archivos. Villalba apretó los dientes. Sabía que eso podía ser letal. Mientras tanto, Julián se acercó a don Ramón. “Gracias por hablar, señor”, dijo con voz emocionada. Ramón le apretó el hombro. No me des las gracias, hijo. Dale gracias a tu abuelo, que jamás dejó que la mentira manchara su nombre.
El juez Emiliano, con el rostro desencajado, se volvió hacia los guardias. Saquen a este viejo insolente de la sala. El público estalló en gritos de protesta. El magistrado se puso de pie con tal fuerza que la silla se volcó detrás de él. Nadie se mueve, tronó. Mientras yo esté aquí, ningún ciudadano será expulsado por hablar la verdad.
La multitud rugió de aprobación. Emiliano se desplomó en su asiento con el rostro rojo de impotencia. En ese instante, un joven estudiante de derecho que había permanecido callado todo el juicio, se levantó y levantó la voz. “Yo he visto ese mismo registro en la universidad”, exclamó. “Hay copias en la Biblioteca Central.
Si lo cotejamos, sabremos si el cuaderno de Don Ramón es auténtico.” El magistrado asintió con firmeza. Ordeno que se envíe una comisión a revisar esos registros de inmediato. El juez intentó objetar, pero su voz se quebró. La autoridad ya no le pertenecía. Julián respiró hondo.
La verdad parecía abrirse paso con fuerza, pero en el fondo de su pecho ardía la sensación de que la hacienda aún tenía cartas ocultas. Villalba lo confirmó. Dio un paso adelante y habló con calma helada. Aunque todos los registros digan lo contrario, aunque la gente grite y aplauda, no olviden algo. La Hacienda no pelea con papeles, pelea con poder. Y el poder no siempre se decide en esta sala.
El silencio cayó como un balde de agua fría. Los campesinos se miraron unos a otros con miedo y entonces, como si sus palabras hubieran invocado el peligro, las campanas de la plaza comenzaron a sonar con urgencia. Alguien irrumpió en la sala gritando, “Los hombres armados de la hacienda están rodeando el tribunal!” El grito del mensajero cayó como un rayo sobre la sala. Los murmullos se transformaron en un rugido de miedo y rabia.
Los campesinos, que habían irrumpido minutos antes, se acercaron a las ventanas rotas tratando de ver con claridad. Y allí estaba en la plaza, frente al tribunal, decenas de hombres montados a caballo con sombreros anchos y rifles en los hombros. Los capataces de la hacienda. El juez Emiliano recuperó el color en su rostro y se incorporó con renovada energía. ¿Lo ven? Exclamó con una sonrisa torcida.
El orden debe mantenerse y ellos están aquí para asegurarlo. El público reaccionó con indignación. Una mujer gritó desde el fondo, “Es una amenaza. ¿Quieren intimidarnos?” El magistrado se levantó de inmediato. “Si esos hombres cruzan la puerta armados, será una violación directa a la ley. Este tribunal no se rinde ante el miedo.
” Villalba, con su calma helada, se adelantó un paso. “Nadie ha dicho que cruzarán, solo están protegiendo los intereses legítimos de su patrón.” La frase provocó un estallido de furia. Los campesinos gritaron al unísono levantando los puños. Los estudiantes de derecho, nerviosos, miraban hacia las salidas. Algunos escribanos empezaron a guardar sus papeles con manos temblorosas, como si se prepararan para huir. Julián, en medio de la tormenta, respiró profundo.
Sabía que aquello era el último recurso de la hacienda, intimidación abierta. dio un paso adelante y alzó la voz. Si creen que con rifles van a borrar lo que aquí se habló, se equivocan. Afuera podrán tener armas, pero adentro tenemos la verdad. El clamor de apoyo fue inmediato. El magistrado asintió con solemnidad.
Este tribunal está bajo mi custodia y mientras yo esté aquí, nadie saldrá ni entrará sin mi autorización. Los capataces golpearon el suelo con las culatas de sus rifles, como si quisieran que el eco llegara hasta el corazón de los presentes. El juez Emiliano sonrió disfrutando del caos. Veremos cuánto dura tu valentía, campesino.
Cuando la pólvora hable, el ambiente se volvió insoportable. Los niños lloraban entre la multitud. Las mujeres trataban de calmarlos y los hombres se apretaban entre sí, listos para defenderse si era necesario. Don Ramón, el viejo escribano, se apoyó en su bastón y levantó la voz con esfuerzo. No cedan al miedo. He visto dictadores caer por menos que esto. La justicia necesita testigos valientes.
Sus palabras devolvieron algo de fuerza al público. Julián se acercó al magistrado y habló en voz baja. Si no hacemos algo, esto terminará en violencia. El magistrado lo miró con gravedad. Tienes razón, pero cualquier decisión ahora será usada en nuestra contra. Villalba, atento, sonrió como un depredador que huele sangre. Yo propongo una solución sencilla.
Suspendamos la sesión. Dejen que la gente se disperse. Y mañana, cuando los ánimos estén calmados, retomamos. Los campesinos reaccionaron con gritos de protesta. No, eso es lo que quieren, sacarnos de aquí para manipular todo en la sombra. Julián levantó la mano pidiendo silencio. Su mirada ardía de convicción.
Si suspendemos ahora, nunca volveremos a entrar. Lo sabemos todos. Afuera no esperan la calma, esperan la oportunidad para callarnos para siempre. El magistrado asintió lentamente. Entonces habrá que resistir aquí dentro. El juez Emiliano golpeó el mazo con fuerza disfrutando del espectáculo. Resistan todo lo que quieran.
Afuera tienen hombres decididos y aquí dentro solo tienen palabras. Veamos cuánto duran. En ese momento, un estruendo sacudió la sala. Una de las puertas laterales fue golpeada desde afuera como si alguien intentara forzarla. Los campesinos corrieron hacia ella, empujando bancos para bloquearla. El periodista Ernesto, que no había dejado de tomar notas, levantó la voz.
El país debe saber esto. Si logramos enviar un mensaje afuera, todo el mundo sabrá lo que está pasando aquí. Julián lo miró con urgencia. ¿Puedes hacerlo? Sí, pero necesito salir aunque sea unos metros, para mandar la información al telégrafo. La multitud los rodeó discutiendo en voz alta.
Unos decían que era demasiado peligroso. Otros insistían en que era la única salida. Mientras tanto, afuera, los hombres de la hacienda empezaron a encender antorchas. Las luces del fuego se reflejaron en los cristales rotos, proyectando sombras inquietantes sobre las paredes del tribunal. El magistrado golpeó la mesa con la palma.
No permitiré que incendien este lugar. Villalba sonrió con frialdad. No necesitan incendiarlo, señoría. Solo basta con que el miedo consuma a los que están adentro. Julián apretó los puños. Su voz salió firme, clara, cortando el caos. No cederemos. Este tribunal no será un cementerio de la verdad.
El público aplaudió con furia contenida, pero justo en ese instante, un disparo resonó afuera, seco, cortante, y el eco se extendió por toda la sala como un presagio oscuro. El disparo retumbó como un trueno. Durante un instante nadie respiró. Luego, un grito desesperado llegó desde afuera, mezclado con el relincho de caballos y el caos de pasos apresurados. Dentro del tribunal, la multitud se estremeció.
Mujeres abrazaron a sus hijos, hombres apretaron los puños y los estudiantes de derecho se miraron entre sí con el rostro pálido. “Han disparado!”, gritó alguien junto a la ventana rota. El juez Emiliano sonrió con crueldad, como si todo aquello confirmara su poder.
“Les advertí”, dijo con voz grave, “la ley no siempre se decide en papeles, a veces se decide con fuego y plomo. Un rugido de indignación recorrió la sala. El magistrado se levantó de golpe, golpeando la mesa con la palma. Esto es un acto criminal. Ordeno a los guardias que contengan de inmediato a esos hombres armados. Pero los guardias locales dudaban.
Algunos se movieron hacia las puertas, otros permanecieron inmóviles, temerosos de enfrentar a los capataces de la hacienda. La lealtad estaba dividida. Julián se adelantó con el rostro tenso, pero la voz firme. No podemos quedarnos de brazos cruzados. Si dejamos que ellos impongan el miedo, todo lo que hemos defendido hoy se perderá. La multitud respondió con aplausos y gritos de apoyo.
Don Ramón, el viejo escribano, levantó su bastón como si fuese una bandera. Que quede registrado exclamó con voz temblorosa pero potente. La hacienda trae armas y nosotros solo tenemos la verdad. Si algo nos ocurre, que el mundo sepa quién fue el responsable. El periodista Ernesto aprovechó ese momento.
Se abrió paso entre la gente sosteniendo su libreta. “Necesito salir”, dijo con urgencia. “Debo llegar al telégrafo antes de que bloqueen las comunicaciones. Si lo consigo, mañana todo el país sabrá lo que pasó en este tribunal. Los campesinos lo rodearon discutiendo. Es muy peligroso. Si no sale, nadie sabrá nada. Gulián lo miró fijamente.
Te escoltaré hasta la puerta lateral. Si hay un momento para arriesgarse es ahora. Villalba sonrió con desdén. Déjenlo salir. Claro. Así cuando caiga bajo las balas aprenderán que las palabras no detienen el plomo. El público rugió de indignación, pero Julián levantó la mano imponiendo silencio.
Las palabras son más fuertes que sus balas, replicó, porque quedan en la memoria, en los libros, en la conciencia de la gente. El periodista lo miró con gratitud. Si logro mandar el mensaje, usted no será solo un campesino, será la voz de un pueblo entero. La tensión crecía con cada segundo.
Afuera las antorchas iluminaban la plaza y los capataces gritaban órdenes. Otro disparo sonó, esta vez más cercano. El eco hizo temblar los cristales que aún quedaban intactos. El magistrado se volvió hacia los guardias. Abran paso al periodista. Tiene mi autorización. Los guardias dudaron, pero finalmente se dieron.
La puerta lateral fue entreabierta, revelando la oscuridad de la noche y el resplandor de las llamas en la distancia. El periodista respiró hondo, como quien se lanza a una batalla. “Estoy listo”, dijo mirando a Julián. El campesino le puso una mano en el hombro. “No corras por ti solo, corre por todos nosotros.
” El periodista asintió y salió a la carrera protegido por un grupo de campesinos que lo acompañaron hasta la puerta. Desde adentro todos contuvieron la respiración. Afuera se escucharon gritos, pasos y el galope de un caballo. Después, silencio. El juez Emiliano sonrió con ironía. Verán que nunca llegará a su destino. El magistrado lo miró con desprecio, pero no respondió.
Minutos que parecieron eternos pasaron y de pronto un joven campesino entró corriendo por la misma puerta jadeando. “Lo logró”, gritó. El periodista alcanzó el telégrafo. El mensaje ya salió. La sala explotó en júbilo. Campesinos lloraban, estudiantes aplaudían y hasta algunos guardias sonrieron con alivio.
Julián sintió que el pecho se le llenaba de esperanza, pero esa esperanza duró poco porque en ese mismo instante un guardia diferente entró por la puerta principal con el rostro pálido y las manos temblorosas. Señoría, balbuceó dirigiéndose al magistrado. Los hombres de la hacienda recibieron la noticia y ahora, ahora están cargando las armas.
La multitud se quedó en silencio, como si el aire se hubiera congelado. Afuera, el sonido metálico de decenas de rifles preparándose retumbó en la noche. Julián cerró los ojos un segundo, respiró hondo y abrió el cuaderno. Sabía que lo que dijera en los próximos minutos podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.
El sonido metálico de los rifles cargándose afuera retumbaba como un presagio oscuro. La multitud dentro del tribunal se apretó como si buscara refugio en su propia unión. Las antorchas lanzaban destellos anaranjados a través de las ventanas rotas, proyectando sombras que bailaban sobre las paredes. El juez Emiliano se levantó satisfecho, con los ojos brillando de triunfo.
“Se acabó la farsa”, dijo con voz grave. “Afuera aguarda la realidad, la fuerza. Este campesino y todos los que lo siguen no saldrán impunes de aquí.” Los campesinos gritaron con furia y algunos se abalanzaron hacia las puertas, pero Julián levantó la mano. No. Su voz retumbó clara y firme. Si respondemos con violencia, ellos habrán ganado.
La única arma que tenemos es la ley y la justicia que nos asiste. El magistrado lo observó en silencio, como calibrando la fuerza de sus palabras. Finalmente asintió. Tiene razón. Pero también tenemos que resistir con estrategia. No permitiremos que este tribunal se convierta en un matadero.
Don Ramón, apoyado en su bastón, se adelantó unos pasos. El país ya sabe lo que ocurre aquí. El periodista llevó el mensaje. Si nos tocan un solo cabello, la verdad los aplastará. Villalba rió con desprecio. La verdad, la verdad no detiene las balas. Para cuando los periódicos hablen, ya estarán bajo tierra. El público reaccionó con un rugido de indignación.
Julián, sin apartar la vista del abogado, respondió, “Puede que las balas nos callen, pero nunca callarán lo que ya está escrito, y lo escrito es eterno.” Un silencio solemne cubrió la sala. El magistrado dio un paso hacia el estrado y habló con voz grave. Escuchen todos. A partir de este momento, este tribunal queda bajo la custodia del Estado. Nadie saldrá ni entrará hasta que llegue la Guardia Nacional. El juez Emiliano palideció.
Eso es una usurpación de mi autoridad. No lo interrumpió el magistrado. Es la única forma de garantizar que la justicia no muera hoy. Mientras tanto, afuera, los capataces golpeaban con las culatas de sus rifles las puertas del tribunal. Los campesinos colocaron bancos y mesas para atrincherarse, improvisando una defensa.
Los estudiantes de derecho se unieron, ayudando a bloquear accesos con libros y maderas. El ambiente era sofocante. Cada respiración se sentía como un acto de resistencia. Julián se colocó en el centro de la sala, levantando su cuaderno como si fuera un estandarte. No olviden esto gritó. No estamos solos. Somos parte de una historia más grande y cuando nos recuerden no hablarán de campesinos vencidos, sino de un pueblo que se levantó contra la injusticia.
Los vítores estallaron dentro del tribunal. Los campesinos golpeaban el suelo con los pies, creando un estruendo que hacía vibrar las paredes. El juez Emiliano, desesperado, se volvió hacia Villalba. Haz algo. No podemos dejar que este hombre se convierta en mártir. Villalba frunció el seño, luego se adelantó con calma helada.
Muy bien, campesino. ¿Quieres ser el héroe? Te daré una última oportunidad. Sacó un documento nuevo de su portafolio doblado con cuidado y lo alzó frente a todos. Este es un acuerdo de compraventa firmado hace apenas tres meses, donde tu propio primo Pedro Herrera reconoce a la Hacienda como dueña legítima de esas tierras. El silencio cayó de inmediato. Los campesinos se miraron con incredulidad.
Julián sintió que el suelo se le abría bajo los pies. “Eso, eso no puede ser”, murmuró Villalba. Sonrió con frialdad. “¿Lo niegas? Niega tu propia sangre lo que tú defiendes. El juez Emiliano golpeó el mazo entusiasmado. Eso basta para anular toda tu causa. Los campesinos gritaron con rabia, acusando de traición al primo ausente.
El magistrado pidió silencio, exigiendo ver el documento. Lo tomó y lo examinó con atención. Sus cejas se fruncieron. Es extraño murmuró. La firma parece auténtica, pero el estilo de escritura no coincide con otros registros de Pedro Herrera.
Julián con el corazón latiendo con fuerza, recordó de pronto algo que su primo le había dicho hacía meses. Nunca firmes nada sin que yo lo vea. ¿Quieren comprarnos por las malas? Es una falsificación, exclamó con voz potente. Pedro nunca firmaría algo así. Villalba levantó las cejas fingiendo sorpresa. “Entonces, ¿te atreves a acusar a este tribunal de manipulación? Los murmullos crecieron de nuevo como una marea.
El magistrado cerró el documento con firmeza. Habrá peritaje también para esto. Nadie dictará sentencias sin que la verdad sea clara. Villalba no mostró frustración, al contrario, su sonrisa helada se ensanchó. Que hagan todos los peritajes que quieran. Para cuando terminen, puede que ya no quede nadie aquí para escuchar el veredicto.
Un estruendo sacudió las puertas principales. La madera crujió peligrosamente bajo los golpes de los capataces. Los campesinos retrocedieron unos pasos mientras el miedo se mezclaba con la furia. Julián levantó el cuaderno y gritó con todas sus fuerzas. Resistan. La verdad no se derrumba con hachas ni rifles. Y en ese instante un segundo disparo resonó, pero esta vez no afuera.
El sonido seco vino del interior del tribunal. El disparo resonó dentro del tribunal como un trueno contenido en un espacio cerrado. El eco rebotó en las paredes y por un instante todos quedaron paralizados. Nadie respiraba. Un grito desgarrador rompió el silencio. Uno de los guardias locales cayó al suelo con el brazo sangrando. La multitud se agitó en pánico.
Algunos pensaron que era un ataque desde afuera. Otros señalaron hacia el interior. El magistrado golpeó la mesa con fuerza. ¿Quién disparó? Rugió. Los ojos recorrieron la sala hasta posarse en un joven capataz infiltrado entre los guardias, aún con el humo saliendo del cañón de su pistola. La multitud rugió.
Los campesinos se lanzaron sobre él, pero Julián levantó los brazos. No! Gritó, no con violencia. El magistrado ordenó que desarmaran al atacante. Los guardias le arrebataron el arma y lo arrastraron hasta el estrado. El hombre escupió al suelo. Pueden gritar lo que quieran. Afuera hay decenas como yo. Nunca saldrán vivos de aquí. El juez Emiliano se levantó sonriendo con crueldad.
¿Lo ven? El miedo siempre gana, pero sus palabras fueron ahogadas por el rugido de la multitud. Los campesinos, en vez de dispersarse, se unieron más, se tomaron de las manos, formaron cadenas humanas y comenzaron a entonar un cántico antiguo de su aldea, un canto de resistencia que llenó la sala con una fuerza imposible de apagar. El sonido era ensordecedor.
El juez y Villalba se miraron desconcertados. No habían previsto esa respuesta. El magistrado aprovechó el momento. Escuchen bien, dijo con voz firme que se elevó por encima del canto. Ya envié un mensaje a la Guardia Nacional. Vienen en camino. Si alguien intenta romper estas puertas, será considerado enemigo del estado. Villalba frunció el seño.
Y cree que llegarán a tiempo? El magistrado no respondió, pero en sus ojos había una chispa de certeza. Mientras tanto, Julián se adelantó hasta el centro de la sala, levantó su cuaderno, que ya parecía un símbolo más que un objeto, y habló con voz que retumbó sobre el canto. Hoy intentaron callarnos con burlas, con papeles falsos y hasta con armas, pero no lo lograron.
¿Saben por qué? Porque no estoy solo, estoy con cada uno de ustedes y ustedes conmigo. El público estalló en vítores. El juez golpeaba el mazo desesperado, pero su voz ya no importaba. Villalba intentó replicar, pero fue silenciado por los gritos de la gente. Entonces, un estruendo nuevo se escuchó desde afuera. No eran disparos ni golpes, eran las trompetas y tambores de la Guardia Nacional.
Los capataces de la hacienda comenzaron a dispersarse, sabiendo que no podían enfrentarse a las fuerzas del estado. El resplandor de las antorchas se apagaba poco a poco, hasta que lo único que quedó fue el rumor de los caballos alejándose. Dentro de la sala, la multitud explotó en aplausos y lágrimas. Algunos se abrazaban, otros caían de rodillas agradeciendo en voz alta.
El magistrado respiró aliviado. La justicia prevalecerá, dijo solemnemente. Este caso será elevado al Tribunal Superior con todas las pruebas y testimonios. Y juro que nadie borrará lo que aquí ocurrió. El juez Emiliano, derrotado, se dejó caer en su asiento. Villalba bajó la mirada con la boca apretada en una línea amarga. Julián, en cambio, levantó el cuaderno al cielo.
“No es mi victoria”, dijo con lágrimas en los ojos. es la de mi abuelo, la de mi pueblo, la de todos los que alguna vez fueron llamados campesinos como si fuera un insulto. El canto se reanudó más fuerte que nunca, llenando el tribunal con un eco que parecía eterno. Semanas después, los periódicos de la capital titularon: “Un campesino derrota a la soberbia de un juez. La justicia se abre camino en San Isidro.
El nombre de Julián Herrera se convirtió en símbolo de resistencia y su cuaderno en prueba de que la sabiduría no siempre habita en las universidades, sino también en las manos callosas que trabajan la tierra. Villalba y Emiliano enfrentaron juicios por corrupción y falsificación. Sus rostros, antes arrogantes, aparecieron en los periódicos como ejemplos de vergüenza.
Y en el pueblo cada niño aprendió de memoria aquella jornada. Recordaban como un campesino con un cuaderno viejo y noches de desvelo había hecho temblar a los poderosos. Julián nunca buscó ser héroe. Volvió a su tierra, al arado y a las semillas, pero sabía que algo había cambiado para siempre.
Porque ahora, cuando los hombres de la hacienda intentaban imponerse, la gente respondía con una sola frase: “La ley también habla por nosotros”. El eco de esas palabras se expandió mucho más allá de San Isidro. Y aunque el viento borrara los rastros de aquella batalla, la historia quedó grabada en la memoria colectiva como un recordatorio eterno que incluso frente a jueces corruptos y armas cargadas, la verdad puede alzarse desde la voz de un campesino.
