Mamá, ¿ya firmaste los papeles que te dejé sobre la mesa, verdad? Es importante que lo hagas pronto. Esas palabras salieron de la boca de mi hija Daniela mientras se despedía esa noche, dándome un beso rápido en la mejilla antes de salir por la puerta.
Palabras que en ese momento no me parecieron extrañas, porque yo confiaba en ella completamente, porque ella era mi hija, mi única hija, y jamás pensé que pudiera hacerme daño. Me llamo Guadalupe Morales, pero todos me conocen como Lupita. Tengo 68 años y he vivido toda mi vida aquí en Puebla, en el barrio de Analco, en esta casa colonial que mi Roberto compró cuando nos casamos hace ya más de 40 años.
Durante 30 años tuve una panadería que era el orgullo de todo el barrio. Un negocio donde las señoras hacían fila los domingos por la mañana para comprar mis conchas recién salidas del horno, mis orejas crujientes y ese pan de muerto que en octubre se agotaba antes del mediodía. Cerré la panadería cuando Roberto falleció hace 7 años, porque sin él al lado, amasando conmigo desde las 4 de la mañana, el sabor ya no era el mismo.
Ahora vivo sola en esta casa grande, acompañada por mis recuerdos y por las visitas de mi hija Daniela y mi nieto Miguel, un muchacho de 16 años que es la única alegría que me queda en estos tiempos. Esa noche de viernes, Daniela había llegado a mi casa como a las 8.
Traía una carpeta café llena de papeles y esa sonrisa que últimamente me parecía un poco cansada, pero yo lo atribuía al trabajo porque ser maestra de secundaria no es fácil. “Mamá, necesito que me hagas un favor”, me dijo mientras dejaba la carpeta sobre la mesa del comedor. Son unos documentos del notario, papeles de los terrenos que papá dejó. Hay que actualizarlos en el registro porque están a nombre de ustedes dos todavía. Y ya sabes, papá ya no está.

Es puro trámite burocrático, nada complicado. Yo asentí sin pensarlo mucho. Los terrenos del centro de Puebla que Roberto había comprado con años de trabajo eran mi sustento. Ahora las rentas que me pagaban los locatarios era lo que me permitía vivir con dignidad. Si había que actualizar papeles, pues había que hacerlo. Mañana paso por ellos, mamá.
Fírmalos con calma, no hay prisa”, me dijo Daniela mientras se acomodaba el suéter y buscaba las llaves de su coche en la bolsa. Me dio otro beso, me dijo que me cuidara y salió rumbo a su casa. Yo me quedé viendo una telenovela, esa que dan a las 9 con una taza de té de manzanilla en las manos, sin imaginar que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre.
No habían pasado ni 20 minutos cuando escuché un sonido que venía de la sala. Un celular estaba sonando. Al principio pensé que era el mío, pero no. Mi teléfono estaba aquí conmigo, en silencio sobre la mesita de centro. El sonido venía de más lejos. Me levanté, dejé mi taza sobre la mesa y caminé hacia la sala. Ahí, sobre el sillón donde Daniela se había sentado un rato antes de irse, estaba su celular.
Lo había olvidado. El aparato seguía sonando, vibrando contra la tela del sofá. iba a dejarlo ahí pensando que Daniela se daría cuenta pronto y regresaría a buscarlo, pero algo me hizo detenerme. El teléfono iluminaba la sala con esa luz azulada de las pantallas y desde donde yo estaba pude ver algo en la pantalla que me heló la sangre. Me acerqué despacio, como si tuviera miedo de lo que iba a ver.
Y cuando mis ojos enfocaron las letras en la pantalla, mis piernas empezaron a temblar. El celular de Daniela estaba recibiendo un mensaje de WhatsApp, pero no era un mensaje cualquiera. El nombre del contacto que aparecía arriba decía simplemente papá. Y el número, ese número que yo había marcado miles de veces durante 40 años, ese número que conocía de memoria como conozco las oraciones que rezo cada noche, era el número de Roberto, el número de mi esposo muerto.
Me quedé parada ahí con el corazón golpeándome el pecho tan fuerte que podía escucharlo en mis oídos. ¿Cómo era posible? Roberto había muerto de un infarto fulminante hacía 7 años. Yo misma había estado con él en el hospital cuando cerró los ojos por última vez.
Yo misma había cancelado su línea telefónica meses después del funeral, porque cada vez que veía su nombre en mi lista de contactos me quebraba en llanto. Su celular estaba guardado en una caja en mi closet junto con su reloj, su cartera y esa camisa azul que le gustaba usar los domingos. Entonces, ¿quién estaba usando su número ahora? ¿Quién le estaba mandando mensajes a mi hija? Desde el teléfono de un hombre muerto.
El celular dejó de sonar, pero la notificación seguía ahí brillando en la pantalla. Papá, mensaje nuevo. Mis manos temblaban tanto que casi no podía sostener el aparato. No debería haberlo hecho. Sé que no debería haber invadido la privacidad de mi hija, pero algo más fuerte que mi sentido común, algo que venía desde muy adentro de mi pecho, me hizo deslizar el dedo sobre la pantalla.
El teléfono no tenía contraseña en la pantalla de bloqueo. Se abrió inmediatamente, mostrándome la conversación de WhatsApp y ahí, con letras negras sobre fondo blanco, leí el mensaje que acababa de llegar. Hija, ¿ya convenció a tu mamá de firmar? Leí esas palabras una vez, dos veces, tres veces.
Mi cerebro se negaba a procesarlas, a entender lo que estaban diciendo. Convencer de firmar qué los papeles que Daniela me había dejado sobre la mesa. Subí un poco en la conversación, mis dedos torpes deslizándose por la pantalla. Había más mensajes, muchos más. Todos de ese mismo número. Todos firmados como si fueran de Roberto. Daniela, no te rindas.
Tu mamá es terca, pero te va a escuchar. Ya es tiempo de que arregles tu situación. Yo hubiera querido ayudarte cuando estaba vivo. Esos terrenos son tu futuro, hija. No dejes que se pierdan. Sentí que el piso se movía bajo mis pies. Tuve que sentarme en el sofá antes de caerme. Mi hija, mi Daniela estaba recibiendo mensajes de alguien que se hacía pasar por su padre muerto. Y por lo que decían esos mensajes, todo tenía que ver con los terrenos.
con los papeles que ella me había dejado para firmar. Pero, ¿quién le estaba mandando esos mensajes y por qué? Escuché el sonido de un coche frenando afuera, pasos rápidos en el porche, la puerta abriéndose. “Mamá, qué tonta, olvidé mi celular”, gritó Daniela desde la entrada. Yo me quedé paralizada en el sofá con el teléfono de mi hija en las manos y el corazón a punto de estallarme en el pecho.
Guardé el celular bajo el cojín del sofá en un movimiento tan rápido que ni yo misma sé cómo lo hice. Mis manos temblaban, mi respiración estaba agitada, pero traté de controlarme antes de que Daniela entrara a la sala. “Mamá, ¿dónde dejé mi teléfono?”, preguntó ella desde el pasillo. Y yo pude escuchar en su voz algo que antes nunca había notado.
Era ansiedad, era miedo. No lo he visto, hija le respondí, y las palabras me salieron más secas de lo que hubiera querido. Me levanté del sofá, alisándome el delantal con las manos para disimular los temblores. ¿Estás segura de que lo trajiste? Daniela entró a la sala y empezó a buscar con la mirada por todos lados. Revisó la mesita de centro.
movió los cojines de las sillas, incluso se agachó a ver debajo del mueble de la televisión. Yo la observaba desde mi lugar, estudiando cada gesto de su cara, cada movimiento de sus manos, tratando de encontrar en mi hija a esa persona que le estaba mandando mensajes haciéndose pasar por su padre muerto, porque tenía que ser ella, ¿verdad? ¿Quién más podría estar detrás de esto? Híjole, mamá, no lo encuentro”, dijo finalmente pasándose las manos por el cabello con frustración. A lo mejor lo dejé en el coche. Voy a revisar. Salió
casi corriendo hacia la calle. Yo esperé unos segundos, caminé hacia la ventana y la vi rebuscando en su coche estacionado frente a mi casa, abriendo la guantera, revisando debajo de los asientos. Desde donde yo estaba, podía ver su cara iluminada por la luz del poste y lo que vi partió el corazón. Mi hija se veía desesperada.
Volví al sofá, saqué el celular de debajo del cojín y lo miré otra vez. La pantalla seguía mostrando esa conversación terrible, esos mensajes que hablaban de convencerme, de los terrenos, de firmar papeles. Rápidamente busqué el botón de apagar la pantalla y dejé el teléfono sobre la mesita de centro, como si acabara de encontrarlo ahí.
Daniela regresó a la casa con las manos vacías y la cara roja. No está en el coche. Ay, Dios mío, ¿dónde lo dejé? Este es, le dije señalando su celular sobre la mesa con la voz más natural que pude fingir. Su cara se iluminó inmediatamente. Ahí está. ¿Cómo no lo vi? Tomó el teléfono rápido, lo revisó, deslizó el dedo por la pantalla para ver algo y por un segundo vi cómo sus ojos se movían de izquierda a derecha leyendo.
Luego guardó el aparato en su bolsa y me sonrió, pero esa sonrisa no me llegó al alma como antes. Gracias, mamá. Ya me voy. Mañana paso por los papeles. Sí, sí, hija. Aquí te espero le dije y la acompañé hasta la puerta. Cuando su coche se perdió en la esquina, cerré la puerta con seguro, apagué la luz del porche y me quedé parada en la entrada de mi casa, en la oscuridad tratando de entender qué demonios acababa de pasar. No pude dormir esa noche.
Me quedé sentada en mi cama con la lámpara del buró encendida, mirando la carpeta café que Daniela había dejado sobre la mesa del comedor. Eran casi las 2 de la mañana cuando finalmente me levanté, bajé las escaleras y abrí esa carpeta. Adentro había documentos del notario, tal como Daniela me había dicho, pero no eran papeles para actualizar el registro, como ella había explicado.
Eran documentos de sesión de propiedad, papeles para transferir los tres terrenos del centro de Puebla de mi nombre al nombre de Daniela. Y ahí en la última página había una línea en blanco esperando mi firma. Se me revolvió el estómago, me senté en la silla del comedor y releí cada página, cada párrafo, cada línea. No había error. Si yo firmaba esos papeles, perdería todo.
Los terrenos que Roberto había comprado pensando en mi futuro, en mi vejez, en que yo nunca me quedara desamparada, pasarían a ser de Daniela. Y yo me quedaría solamente con esta casa y una pensión que apenas me alcanzaba para comer. ¿Por qué? Esa era la pregunta que me golpeaba la cabeza una y otra vez.
¿Por qué mi hija me haría esto? ¿Por qué necesitaba mis terrenos? ¿Y quién le estaba mandando esos mensajes del número de Roberto? Al día siguiente, sábado por la mañana, me levanté más temprano de lo normal. No había dormido casi nada, pero tampoco podía quedarme en la cama dándole vueltas a todo esto en mi cabeza.
Me bañé, me vestí y marqué el número de mi comadre Beatriz. mi amiga de toda la vida, la única persona en este mundo en quien podía confiar completamente. “Betty, necesito que vengas a mi casa”, le dije cuando contestó el teléfono. “Es urgente.” “¿Qué pasó, comadre?” “¿Estás bien?”, preguntó ella con preocupación inmediata en la voz.
“Estoy bien, pero necesito hablar contigo de algo que no puedo decir por teléfono. ¿Puedes venir? Voy para allá ahorita mismo. Dame media hora.” Beatriz llegó exactamente 30 minutos después, con su bolsa grande colgada del hombro y esa cara de preocupación que solo una amiga verdadera puede tener. La senté en la cocina, le serví café y le conté todo.
Los mensajes en el celular de Daniela, el número de Roberto, los papeles de sesión de propiedad, todo. Beatriz me escuchó sin interrumpirme, con los ojos cada vez más grandes y la mano sobre su pecho. Cuando terminé de hablar, ella se quedó callada un momento largo, procesando todo lo que acababa de escuchar. Lupita me dijo finalmente, tomando mi mano sobre la mesa. Esto es muy grave.
¿Tú crees que Daniela está detrás de esos mensajes? No lo sé, Betty. No quiero creerlo. Pero, ¿quién más podría ser? ¿Y si alguien la está engañando a ella también? ¿Y si hay alguien más involucrado en esto? Esa posibilidad no se me había ocurrido. ¿Cómo? ¿Quién? No lo sé. Pero usar el número de un muerto para manipular a alguien, eso no es cosa fácil. Eso requiere conocimientos, tecnología. Daniela sabe de esas cosas.
Negué con la cabeza. Mi hija era maestra de español y literatura. No sabía nada de computadoras más allá de mandar mensajes y usar Facebook. Necesitas ayuda profesional, comadre, me dijo Beatriz con firmeza. Necesitas un abogado y tal vez hasta un detective. Un detective. La idea me parecía sacada de una película. Sí, Lupita.
Alguien que averigüe qué está pasando realmente, porque aquí hay algo muy oscuro y tú no puedes enfrentarlo sola. Tenía razón. Yo era una vieja de 68 años que había pasado su vida haciendo pan y cuidando a su familia. No tenía idea de cómo investigar fraudes ni mensajes misteriosos, pero tampoco iba a quedarme sentada esperando a que me robaran todo lo que Roberto me había dejado.
Está bien, le dije a Beatriz y sentí como algo dentro de mí se endurecía, se volvía más fuerte. Voy a averiguar qué está pasando y si mi propia hija me está traicionando, va a tener que enfrentarme. Beatriz apretó mi mano. Así se habla, comadre, y yo voy a estar contigo en cada paso. En ese momento, mi celular sonó. Era un mensaje de Daniela. Mamá, voy para allá por los papeles.
Ya los firmaste, ¿verdad? Miré a Beatriz. Ella me miró a mí y yo supe exactamente qué tenía que hacer. Todavía no los firmo, hija. Necesito leerlos con calma”, le respondía Daniela por mensaje y mis dedos temblaban mientras escribía cada palabra.
Beatriz estaba sentada frente a mí en la mesa de la cocina, observándome con esos ojos que conocían cada uno de mis miedos. La respuesta de Daniela llegó casi inmediatamente. Mamá, son solo papeles del notario, trámites. No hay nada que leer. No más firma donde están las marquitas. No más firma. Como si fuera tan fácil, como si yo fuera una vieja tonta que firma lo que le pongan enfrente sin preguntar.
Hija, dame unos días. Quiero que mi abogado los revise primero. Escribí y antes de mandar el mensaje miré a Beatriz buscando aprobación. Ella asintió. Esta vez la respuesta tardó más. 5 minutos, 10, 15. Yo miraba la pantalla de mi celular cada 30 segundos esperando con el estómago hecho un nudo. Finalmente el mensaje llegó. Tu abogado. Mamá, ¿desde cuándo tienes abogado? Son papeles simples.
¿Por qué complicas todo? Ahí estaba. Esa irritación en sus palabras, esa presión. Mi hija nunca me había hablado así. Es que tu papá siempre me decía que los papeles importantes hay que revisarlos bien. Le respondí usando el nombre de Roberto a propósito, queriendo ver cómo reaccionaba. Los tres puntos aparecieron y desaparecieron varias veces en la pantalla.
Daniela estaba escribiendo, borrando, escribiendo de nuevo. Finalmente, está bien, mamá, haz lo que quieras, pero no tardes mucho. Sí, es importante. Dejé el teléfono sobre la mesa y respiré profundo. Muy bien jugado, comadre, me dijo Beatriz con una sonrisa pequeña. Le ganaste tiempo. Ahora conoces algún abogado de verdad, el licenciado Fernández, respondí inmediatamente.
Él fue quien nos ayudó a Roberto y a mí cuando compramos los terrenos. Es de confianza. Pues llámalo ahorita mismo. Esto no puede esperar. Busqué el número del licenciado Fernández en mi vieja libreta de contactos, esa que tengo desde hace años con los números escritos a mano. Marqué y después de cuatro timbrazos una voz masculina contestó. Bueno, licenciado Fernández, habla Guadalupe Morales, la esposa de Roberto Morales. Que en paz descanse. Doña Lupita, qué gusto escucharla.
¿Cómo está usted? Hace años que no sé de usted. Necesito verlo urgentemente, licenciado. Es sobre los terrenos que mi esposo dejó. Tengo unos papeles que necesito que revise. El tono de su voz cambió inmediatamente, volviéndose más serio, más profesional. ¿Pasa algo malo, doña Lupita? Eso es lo que necesito que usted me diga.
¿Puede recibirme hoy? Claro que sí. Venga a mi oficina a las 4 de la tarde. ¿Conoce la dirección? La recuerdo, licenciado. Ahí estaré. Cuando colgué, Beatriz ya estaba de pie, recogiendo su bolsa. Yo te acompaño, comadre. No vas a ir sola a ningún lado mientras esto no se aclare. A las 4 en punto de la tarde, Beatriz y yo estábamos sentadas en la oficina del licenciado Fernández, un hombre de unos 55 años con lentes y ese aire serio que dan los años de experiencia.
Había puesto los papeles que Daniela me dejó sobre su escritorio y él los había estado revisando durante casi 20 minutos en silencio absoluto. Yo lo observaba tratando de leer en su cara estaba pensando, pero su expresión era impenetrable. Finalmente dejó los documentos sobre el escritorio y me miró directo a los ojos.
Doña Lupita, ¿usted sabe qué son estos papeles? Mi hija me dijo que eran documentos para actualizar el registro de los terrenos. El licenciado negó con la cabeza lentamente. Estos no son papeles de actualización. Esto es una sesión total de propiedad. Si usted firma aquí, señaló la última página con el dedo, usted estaría transfiriendo los tres terrenos del centro libre de gravamen al nombre de su hija Daniela.
Usted ya no sería dueña de nada, aunque ya lo sabía. Escucharlo de boca de un abogado me golpeó como un puñetazo en el estómago. Beatriz tomó mi mano. ¿Y eso es legal?, pregunté con la voz quebrada. Ella puede hacer eso solo si usted firma voluntariamente. Pero, doña Lupita, tengo que preguntarle algo importante.
¿Usted quiere darle esos terrenos a su hija? No, respondí sin dudar ni un segundo. Esos terrenos son mi sustento. Las rentas que me pagan es lo que me permite vivir. Sin ellos no tendría nada. El licenciado asintió. Entonces, no firme y guarde estos documentos en un lugar seguro, porque esto podría ser evidencia de un intento de fraude. Licenciado, intervino Beatriz inclinándose hacia adelante.
Hay algo más que usted necesita saber. Le contamos todo. Los mensajes en el celular de Daniela, el número de Roberto, las palabras que hablaban de convencer a la mamá de los terrenos siendo el futuro. El licenciado escuchaba con atención tomando notas en una libreta. Esto es muy grave, dijo cuando terminamos. Alguien está cometiendo su plantación de identidad.
Usar el número de una persona fallecida para manipular emocionalmente a alguien podría constituir fraude. Necesitamos pruebas. Usted vio esos mensajes claramente. Los vi, licenciado, pero era en el teléfono de mi hija. No pude tomarles foto. Necesitamos conseguir esas conversaciones de alguna manera y necesitamos averiguar quién está detrás de ese número.
¿Usted tiene el celular viejo de su esposo? Sí, lo tengo guardado en una caja. Tráigamelo. Y también necesito que me dé permiso para contratar a un investigador privado. Tengo un contacto, un detective muy bueno que se especializa en fraudes familiares. Se llama Ochoa. Él puede ayudarnos a rastrear ese número y a descubrir qué está pasando realmente.
La palabra detective me hizo sentir como si estuviera dentro de una pesadilla. ¿Cómo había llegado mi vida a este punto? Hace una semana todo era normal. Mi hija me visitaba, tomábamos café, platicábamos y ahora estaba sentada en la oficina de un abogado hablando de fraudes y detectives. ¿Cuánto costaría todo eso?, pregunté.
Porque aunque los terrenos me daban para vivir, no nadaba en dinero. Doña Lupita, usted no se preocupe por eso ahorita. Lo importante es proteger su patrimonio. Ya veremos lo de los honorarios después. Primero necesitamos actuar rápido antes de que quien sea que esté detrás de esto intente algo más.
Asentí, sintiéndome de repente muy cansada, muy vieja. Beatriz apretó mi mano otra vez. Una cosa más, doña Lupita, dijo el licenciado mirándome con seriedad. No le diga nada de esto a su hija. No, todavía. Si ella está involucrada o si alguien la está usando, no podemos alertarlos de que usted ya sabe. ¿Puede hacer eso? Puedo respondí. Y en mi pecho sentí como algo se rompía, porque significaba que iba a tener que mirar a mi hija a los ojos y mentirle, fingir que todo estaba bien, actuar como si no supiera que me estaba traicionando. Salimos de la oficina del
licenciado cuando ya estaba oscureciendo. Beatriz me llevó a mi casa en su coche y se quedó conmigo hasta que preparé la cena. Antes de irse me abrazó fuerte. Vas a estar bien, comadre. Eres más fuerte de lo que crees. Esa noche, sola en mi casa, me senté en el sillón donde Roberto solía sentarse a ver las noticias.
Cerré los ojos y hablé con él, como hacía a veces cuando la soledad se volvía demasiado pesada. Roberto, mi amor, no sé qué está pasando. No sé si nuestra hija me está traicionando o si alguien la está engañando a ella también, pero te juro que voy a llegar al fondo de esto. Por ti, por mí, por todo lo que construimos juntos. Mi celular vibró. Un mensaje de Daniela.
Buenas noches, mamá. Que descanses. Miré esas palabras en la pantalla y sentí un dolor profundo en el pecho. Buenas noches, hija respondí. Y me pregunté cuántas mentiras más tendríamos que decirnos antes de que la verdad finalmente saliera a la luz. El lunes por la mañana sonó mi timbre a las 10 en punto.
Yo estaba en la cocina preparando café, nerviosa porque sabía quién era. El licenciado Fernández me había llamado el día anterior para avisarme que el detective Ochoa vendría a verme para empezar la investigación. Abrí la puerta y me encontré con un hombre de unos 48 años, complexión normal, con una chamarra de mezclilla y una carpeta bajo el brazo.
Tenía cara de alguien que ha visto muchas cosas en la vida, pero sus ojos eran amables. Doña Guadalupe Morales preguntó con voz tranquila. Sí, soy yo. Usted debe ser el detective Ochoa. Para servirle, señora, ¿puedo pasar? Lo hice sentar en la sala. Le serví café y pan dulce que había comprado en la panadería de la esquina, porque aunque ya no tenía mi negocio, la costumbre de ofrecer pan con el café nunca se me quitó.
El detective sacó una libreta de su carpeta y una pluma. Doña Lupita, el licenciado Fernández me puso al tanto de la situación, pero necesito que usted me cuente todo desde el principio con todos los detalles que recuerde, por más pequeños que le parezcan. Y así lo hice. Le conté de la visita de Daniela el viernes por la noche, los papeles que me dejó, su celular olvidado, los mensajes del número de Roberto, todo.
El detective tomaba notas sin interrumpirme, asintiendo de vez en cuando. “Usted todavía tiene el celular viejo de su esposo”, preguntó cuando terminé. Me levanté, subí a mi recámara y saqué del closet la caja donde guardaba las cosas de Roberto, el reloj que ya no daba la hora.
Su cartera con la foto de nuestra boda todavía adentro y su celular, un aparato viejo de esos con teclado de hace 7 años. Se lo llevé al detective. Ochoa lo examinó con cuidado. Intentó prenderlo, pero estaba completamente muerto, sin batería después de tantos años guardado. ¿Usted canceló la línea después de que él falleció? Sí, como a los tr meses. No tenía sentido seguir pagando. Y tiene el comprobante de cancelación.
debe estar en mis papeles. Déjeme buscarlo. Fui a mi estudio, ese cuartito donde guardo todas mis facturas y documentos en carpetas viejas organizadas por año. Encontré la carpeta del año en que murió Roberto y ahí, entre recibos de hospital y papeles del funeral, estaba el comprobante de la compañía telefónica confirmando la cancelación del número.
“Perfecto”, dijo el detective cuando se lo mostré. Esto es importante porque demuestra que ese número debería estar inactivo. Si alguien lo está usando ahora, significa que lo reactivaron o que están usando algún tipo de aplicación para falsificarlo. ¿Se puede hacer eso?, pregunté sorprendida. Falsificar un número de teléfono? Sí, señora.
Hay aplicaciones y servicios en internet que permiten enviar mensajes desde cualquier número. No es legal usarlos para fraude, pero existen. Lo que necesitamos averiguar es quién lo está haciendo y con qué propósito. Tomó una foto del comprobante con su celular y siguió preguntando. Su hija tiene conocimientos técnicos. ¿Sabe usar computadoras, programas complicados? No, detective.
Daniela es maestra de español. usa su celular para lo básico, mensajes, Facebook, esas cosas. No sabe nada de tecnología avanzada, entonces es probable que alguien la esté ayudando o que alguien más esté detrás de todo esto y la esté usando a ella. Hizo una pausa. Me miró directamente. Doña Lupita, necesito preguntarle algo delicado.
Su hija tiene problemas de dinero. La pregunta me dolió, pero era válida. No lo sé con certeza. Antes no, pero en estos últimos meses la he notado diferente, estresada, se ve cansada. Hace como dos meses me pidió prestados 50,000 pesos. Me dijo que era para arreglar su coche. ¿Y usted se los prestó? Sí, es mi hija.
¿Cómo le iba a decir que no? El detective anotó eso en su libreta. Ella le ha devuelto ese dinero. Negué con la cabeza. Me dijo que me los pagaría en parcialidades, pero hasta ahora no me ha dado nada. ¿Sabe usted si su hija tiene deudas, problemas con bancos, tarjetas de crédito? No, detective. Daniela nunca me habla de eso.
Siempre me dice que todo está bien con ella y con Miguel. Ochoa cerró su libreta y me miró con esos ojos que parecían ver más allá de lo que yo le estaba diciendo. Doña Lupita, voy a ser honesto con usted. Este tipo de casos donde hay familiares involucrados son los más dolorosos, pero también son los que más necesitan resolverse porque el daño que causan es profundo.
Yo voy a investigar, voy a buscar la verdad, pero necesito que usted esté preparada para lo que podamos descubrir. ¿Qué quiere decir? Quiero decir que es posible que su hija esté realmente involucrada en esto, que no sea una víctima, sino la persona que planeó todo. Y si ese es el caso, usted va a tener que tomar decisiones muy difíciles.
Sentí como las lágrimas se me acumulaban en los ojos, pero las contuve. No iba a llorar. No todavía. Detective, yo solo quiero saber la verdad, cueste lo que cueste. Eso es exactamente lo que vamos a hacer. Ahora necesito pedirle un favor. Su hija suele venir a visitarla seguido. Sí, cada dos o tres días pasa por aquí. La próxima vez que venga, necesito que usted intente ver su celular de nuevo.
Si puede tomarle fotos a esas conversaciones, sería perfecto. Pero solo si es seguro hacerlo. No quiero que se ponga en riesgo. Lo intentaré. El detective se levantó, guardó su libreta en la carpeta. Voy a empezar por investigar ese número. Voy a averiguar si está reactivado legalmente o si alguien lo está falsificando.
También voy a investigar la situación financiera de su hija con discreción y voy a revisar si hay alguien más cerca de ella que pueda estar involucrado. Esto va a tomar unos días, tal vez una semana. Lo acompañé hasta la puerta. Antes de salir se volteó hacia mí. Doña Lupita, una cosa más. No le diga nada a nadie sobre esta investigación, ni a su hija, ni a su nieto, ni siquiera a otros familiares.
Solo su amiga Beatriz y el licenciado Fernández deben saber. Entendido, detective. Cuando cerré la puerta, me quedé parada en la entrada de mi casa, sintiendo el peso de todo esto sobre mis hombros. Mi vida tranquila, mi vejez pacífica, se había convertido en una pesadilla llena de mentiras y traiciones. Dos días después, el miércoles por la tarde, Daniela llegó sin avisar.
tocó la puerta y cuando abrí ahí estaba con Miguel, mi nieto, ese muchacho flaco de 16 años que siempre me saludaba con un abrazo. “Hola, abuela”, me dijo Miguel con esa sonrisa que se parecía tanto a la de Roberto cuando era joven. “Hola, mi amor. Qué sorpresa. Pasen, pasen.” Daniela entró detrás de Miguel cargando una bolsa del supermercado. Te traje unas cositas, mamá. Frutas, leche, pan.
No tenías que hacerlo, hija. Claro que sí. Eres mi mamá. Me dio un beso en la mejilla y llevó las cosas a la cocina. Miguel se quedó conmigo en la sala platicándome de la escuela, de un examen de matemáticas que había aprobado, de un partido de fútbol que tenía el fin de semana. Yo lo escuchaba, sonreía, pero mi mente estaba en otro lado.
Estaba en esa bolsa que Daniela había dejado sobre la mesa de la cocina, en su celular que seguramente traía en el bolsillo. “Abuela, ¿estás bien?”, preguntó Miguel sacándome de mis pensamientos. “Sí, mi amor, solo estoy un poco cansada.” Daniela salió de la cocina y se sentó con nosotros. “Mamá, ¿ya pensaste en lo de los papeles? Ya pasaron tr días.
” Ahí estaba la presión, la urgencia. Todavía no, hija. Ya te dije que quiero que mi abogado los revise primero. Vi como su mandíbula se tensaba. Mamá, no entiendo por qué complicas las cosas. Son trámites, Daniela. Son propiedades, no son trámites simples. Necesito estar segura de lo que estoy firmando.
Ella suspiró frustrada, se levantó del sofá y fue al baño. Miguel seguía platicando, ajeno a la tensión entre su mamá y yo, yo, con el corazón latiéndome rápido, vi la bolsa de Daniela sobre el sofá donde ella se había sentado. Su celular asomaba por la orilla. Miré hacia el pasillo. Daniela estaba en el baño. Miguel estaba concentrado mostrándome algo en su propio teléfono. Era ahora o nunca.
Con las manos temblando, tomé el celular de Daniela de su bolsa mientras Miguel seguía hablándome sobre su partido de fútbol. Ajá, mi amor, qué bien”, le decía yo sin escucharlo realmente, con todos mis sentidos concentrados en ese aparato que tenía en las manos y en los pasos que podía escuchar desde el baño.
Deslicé el dedo sobre la pantalla y, para mi sorpresa, se abrió sin contraseña. Busqué rápido el icono de WhatsApp, lo abrí y ahí estaba. La conversación con el nombre papá en la parte superior. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que Miguel lo escucharía. Empecé a tomar fotos con mi propio celular rápido tratando de capturar todos los mensajes que podía. Hija, no te rindas.
Tu mamá es terca, pero te va a escuchar. Foto. Esos terrenos son tu futuro. Ya es hora de que los reclames. Foto. Ya firmó. Dime que ya firmó. foto. Había docenas de mensajes, todos del mismo número, todos escritos como si Roberto estuviera vivo, como si mi esposo muerto estuviera del otro lado aconsejando a nuestra hija sobre cómo quitarme mis propiedades.
Subí más arriba en la conversación, las manos sudándome y encontré algo que me heló la sangre. Era un mensaje de Daniela respondiendo, “Ya casi, papá. Ella va a firmar. Solo necesito presionarla un poco más con el dinero de los terrenos. Podré pagar todo y Javier dejará de amenazarme.
Javier, ¿quién demonios era Javier? Le tomé foto a ese mensaje también y justo cuando iba a seguir subiendo en la conversación, escuché el agua del baño cerrarse. Cerré WhatsApp rápido, apagué la pantalla del celular y lo puse de vuelta en la bolsa de Daniela exactamente como estaba. Mi propio teléfono lo guardé en el bolsillo de mi delantal justo cuando Daniela salió del baño.
¿De qué platican? preguntó ella, sentándose de nuevo en el sofá y tomando su bolsa sin sospechar nada. “Miguel me estaba contando de su partido”, respondí, y mi voz sonó sorprendentemente normal, a pesar de que por dentro estaba temblando entera. “Dice que va a meter muchos goles.
Eso espero,”, dijo Miguel riéndose y siguió hablando de su equipo mientras yo trataba de calmar mi respiración. Daniela se quedó como media hora más insistiendo otra vez en los papeles, preguntándome cuándo iba a hablar con mi abogado, presionándome con esa sonrisa falsa que ahora podía ver claramente como lo que era, una máscara. Cuando finalmente se fueron, esperé a que su coche doblara la esquina y entonces saqué mi celular con las manos todavía temblorosas.
Ahí estaban las fotos, la evidencia, las palabras que probaban que alguien estaba usando el número de Roberto para manipular a mi hija o que mi hija estaba involucrada en algo mucho más oscuro de lo que yo había imaginado. Marqué inmediatamente el número del detective Ochoa. Contestó al segundo timbrazo. Doña Lupita, ¿qué pasó, detective? Conseguí las fotos. Tomé fotos de los mensajes en el celular de mi hija. Excelente trabajo.
¿Puede mandármelas por WhatsApp ahorita mismo? Necesito verlas. Con dedos torpes le mandé todas las fotos que había tomado. Esperé en silencio, escuchando su respiración del otro lado, mientras él revisaba las imágenes. Después de unos minutos que se sintieron eternos, habló de nuevo. Doña Lupita, esto es oro puro.
Aquí hay evidencia clara de manipulación. Pero hay algo más importante. Ese nombre que aparece, Javier. Su hija menciona que él la está amenazando y que necesita dinero para pagarle. ¿Usted conoce a algún Javier? No, detective. Nunca he oído ese nombre. Entonces, tenemos que averiguar quién es. podría ser la pieza clave de todo esto.
Voy a investigar a todos los Javiers que estén cerca de su hija, compañeros de trabajo, conocidos, cualquiera. Y también voy a rastrear ese número de teléfono que se hace pasar por su esposo. Esto se está poniendo más complejo de lo que pensé, pero también tenemos más pistas ahora. Detective, ¿qué hago si Daniela vuelve a presionarme por los papeles? Siga dilatando. Dígale que su abogado está revisándolos, que necesita más tiempo. No firme nada bajo ninguna circunstancia.
Y doña Lupita, tenga mucho cuidado. Si hay alguien amenazando a su hija por dinero, esa persona podría ser peligrosa. Cuando colgué, me senté en el sofá de la sala y por primera vez desde que todo esto empezó, lloré. Lloré por mi hija, por lo que sea que la tenía atrapada en esta situación.
Lloré por Roberto, que no estaba aquí para ayudarme a entender qué había salido mal con nuestra Daniela. Lloré por mí por tener que enfrentar sola todo esto a mis 68 años, cuando lo único que quería era vivir en paz el tiempo que me quedaba. Pero después de llorar me limpié las lágrimas, me levanté y me preparé un té de tila para calmar los nervios. No iba a derrumbarme.
Roberto no me había criado para ser débil y yo no iba a empezar a hacerlo ahora. Al día siguiente por la mañana, el detective Ochoa me llamó temprano. Doña Lupita, tengo información. ¿Puedo pasar a su casa en una hora? Sí, detective, aquí lo espero. Llegó exactamente una hora después con su carpeta y esa cara seria que ya empezaba a conocer. Lo senté en la sala y le serví café.
Él sacó varios papeles de su carpeta y los puso sobre la mesa de centro. “Encontré algo importante”, dijo sin rodeos. El número de teléfono de su esposo fue reactivado hace tres meses. Alguien lo compró de nuevo, lo registró y lo está usando. Y adivine a nombre de quién está registrado ahora. Mi estómago se apretó. ¿De quién? De un tal Javier Núñez Cortés, 38 años.
Y aquí viene lo interesante. Javier Núñez trabaja en la misma escuela que su hija. Es el maestro de informática. Sentí como todo empezaba a tener sentido, como las piezas de un rompecabezas horrible encajando en su lugar. Un maestro de informática tendría los conocimientos para hacer esto, para falsificar mensajes, para manipular tecnología.
¿Y qué relación tiene con mi hija? El detective me miró con esos ojos que habían visto demasiadas historias tristes. Eso es exactamente lo que necesitamos averiguar, doña Lupita. Pero según lo que investigué, Javier Núñez tiene un historial. Hace dos años tuvo problemas legales por fraude con tarjetas de crédito. Lo demandaron, pero llegó a un arreglo extrajudicial.
Este hombre es un estafador profesional, entonces él está usando a mi hija”, dije queriendo creer eso con todas mis fuerzas. Él la tiene amenazada, por eso ella está haciendo esto. Es posible. O también es posible que estén trabajando juntos.
No lo sabremos hasta que tengamos más información, pero ahora al menos sabemos con quién estamos tratando. El detective sacó una foto de su carpeta y me la mostró. Era la foto de un hombre joven de pelo negro, barba corta, ojos oscuros y una sonrisa que no me gustó nada. Este es Javier Núñez, ¿lo reconoce? Miré la foto con atención tratando de recordar si alguna vez lo había visto, pero negué con la cabeza.
No, nunca lo he visto. Está bien, ahora viene la parte delicada, doña Lupita. Necesitamos confrontar a su hija. Necesitamos que ella nos diga qué está pasando realmente y cuál es su relación con este hombre. Y ahí estaba el momento que yo había estado temiendo desde que todo esto comenzó.
El momento de enfrentar a mi propia hija y preguntarle por qué me estaba traicionando. No, detective, le dije con firmeza, sorprendiéndome a mí misma con el tono de mi propia voz. Si confrontamos a Daniela ahora, ella va a negar todo o va a avisarle a ese Javier y van a desaparecer las evidencias. Necesitamos algo más sólido primero.
El detective Ochoa me miró con una expresión que mezclaba sorpresa y respeto, como si no esperara que una señora de 68 años pensara de esa manera. ¿Qué propone usted entonces, doña Lupita? Propongo que le extendamos una trampa respondí. Y mientras las palabras salían de mi boca, una idea empezaba a formarse en mi cabeza. Si Javier quiere que yo firme esos papeles para quedarse con mis terrenos, vamos a hacerle creer que estoy a punto de hacerlo.
Vamos a hacer que se confíe, que piense que ya ganó y cuando salga de su escondite, ahí lo agarramos. El detective se recargó en el respaldo del sofá, estudiándome con esos ojos de investigador. Explíqueme más. ¿Qué tiene en mente exactamente? Voy a decirle a Daniela que mi abogado ya revisó los papeles y que estoy lista para firmar.
Voy a pedirle que venga mañana con un notario para hacer todo oficial. Si ella está trabajando con ese Javier, va a avisarle inmediatamente. Y si él es tan codicioso como creo, va a querer estar presente para asegurarse de que todo salga bien. Ahí es cuando usted lo agarra, detective, con las manos en la masa.
Ochoa se quedó pensando unos segundos, tamborileando los dedos sobre su carpeta. Es arriesgado. Tendríamos que coordinar con el licenciado Fernández para que él esté presente también junto con un notario de verdad que esté al tanto de lo que está pasando. Y yo necesitaría tener todo grabar la conversación, tener testigos. ¿Pero funcionaría? Pregunté sintiendo cómo la adrenalina empezaba a correr por mis venas viejas.
Por primera vez en días no me sentía como una víctima, me sentía como alguien que estaba tomando control de la situación. “Podría funcionar”, admitió el detective. “Pero necesito que entienda algo, doña Lupita. Si hacemos esto y su hija está realmente involucrada, ¿va a quedar expuesta? ¿Va a haber consecuencias legales? ¿Está preparada para eso?” La pregunta me golpeó como agua fría.
¿Estaba preparada para que mi propia hija enfrentara cargos legales? para verla posiblemente ir a la cárcel. Pero entonces pensé en Roberto, en todo lo que él había trabajado para dejarme segura. Pensé en esos mensajes horribles usando su nombre, su número, su memoria y pensé en que si yo no hacía algo, me iba a quedar en la calle sin nada en mi vejez. Estoy preparada, respondí.
La verdad tiene que salir, cueste lo que cueste. Muy bien, entonces manos a la obra. Llame a su hija ahora mismo. Dígale que ya está lista para firmar y que quiere hacer todo mañana por la tarde aquí en su casa. Yo, mientras tanto, voy a coordinar con el licenciado Fernández y voy a conseguir el equipo necesario para documentar todo. Saqué mi celular con las manos ligeramente temblorosas y marqué el número de Daniela.
Contestó al tercer timbrazo. Mamá, ¿pasó algo? Hija, ya hablé con mi abogado. Revisó los papeles y dice que todo está en orden. Estoy lista para firmar. Hubo un silencio del otro lado. Un silencio que duró demasiado. Mamá, ¿en serio? Sí, hija, tienes razón. Estaba complicando las cosas.
Si son solo trámites, como tú dices, pues adelante, vamos a hacerlo ya. Ay, mamá, qué bueno que entiendes. ¿Cuándo quieres que vayamos con el notario? Mañana por la tarde a las 4 aquí en mi casa. Trae al notario y los papeles finales. Quiero terminar con esto de una vez. Perfecto, mamá. Mañana a las 4. Te quiero mucho.
Su voz sonaba aliviada, casi feliz y eso me partió el corazón porque significaba que todo esto era real, que mi hija realmente me estaba traicionando. “Yo también te quiero, hija”, respondí y colgué antes de que mi voz se quebrara. El detective Ochoa ya estaba de pie guardando sus cosas. Muy bien hecho, doña Lupita. Ahora tengo que moverme rápido. Voy a regresar mañana a las 2 de la tarde para preparar todo.
Vamos a poner micrófonos, vamos a tener cámaras escondidas y yo voy a estar en otra habitación escuchando todo. El licenciado Fernández va a estar aquí también como su asesor legal presente y he contactado a un notario de confianza que va a venir para validar que todo el procedimiento sea legal.
¿Y qué pasa si ese Javier no aparece? ¿Y si solo viene Daniela? Entonces, al menos vamos a tener evidencia de que ella intentó hacer que usted firmara esos papeles sabiendo que la estaban manipulando. Pero mi instinto me dice que Javier va a querer estar aquí. Los estafadores como él son controladores. No confían en nadie, ni siquiera en sus cómplices. Va a querer ver con sus propios ojos que usted firma. Esa noche no pude dormir.
Me quedé acostada en mi cama mirando el techo, pensando en todo lo que podía salir mal al día siguiente. Pensaba en Daniela, en la niña que había sido, en la adolescente rebelde pero cariñosa, en la mujer que se había convertido en madre de Miguel.
¿En qué momento se había torcido todo? ¿En qué momento mi hija había decidido que el dinero valía más que su propia madre? A las 6 de la mañana me levanté, me bañé y me arreglé como si fuera un día normal. Desayuné pan con café, regué mis plantas del patio, limpié la casa. A las 2 de la tarde, tal como había prometido, llegó el detective Ochoa con dos hombres más.
Uno era técnico en sonido y el otro era camarógrafo. Sin decir mucho, empezaron a instalar equipos por toda mi sala. Pusieron micrófonos pequeñísimos debajo de la mesa, cámaras diminutas escondidas entre los adornos de mi repisa, grabadoras en lugares estratégicos.
Era como estar en una película, pero esto era mi vida real. A las 3 llegó el licenciado Fernández con un notario, un señor mayor de aspecto respetable que me saludó con cortesía. Doña Guadalupe, estoy aquí para apoyarla. Lo que está haciendo es muy valiente o muy tonta”, respondí con una sonrisa amarga. “Todavía no sé cuál de las dos.” A las 3:30 todo estaba listo.
El detective Ochoa y sus dos ayudantes se metieron en mi estudio con la puerta entreabierta para poder escuchar. El licenciado Fernández y el notario se sentaron en la sala conmigo esperando y yo, con las manos sudando y el corazón latiendo como tambor, miraba el reloj en la pared contando los minutos.
A las 4:10 mi celular sonó. Era un mensaje de Daniela. Ya vamos llegando, mamá. Vengo con el notario. Notario. Le pregunté al licenciado Fernández. Ella dice que trae a un notario. Probablemente sea alguien falso, parte de la estafa. Por eso yo traje a uno real. Vamos a ver qué pasa.
A las 4 en punto exactas escuché un coche estacionarse frente a mi casa. Pasos en el porche. El timbre sonando. Me levanté, alicé mi vestido con las manos temblorosas y caminé hacia la puerta. Respiré profundo una vez, dos veces y abrí. Ahí estaba Daniela con una sonrisa enorme en la cara y una carpeta en las manos. Y detrás de ella, con traje negro y esa sonrisa que había visto en la foto, estaba Javier Núñez.
Mamá, te presento al licenciado Vargas. Él es notario y va a certificar la firma de los documentos”, dijo Daniela señalando a Javier con una naturalidad que me revolvió el estómago. Así que ese era el juego. Javier se estaba haciendo pasar por notario para estar presente en el momento de la estafa.
El hombre extendió su mano hacia mí con esa sonrisa falsa de vendedor. Mucho gusto, señora Morales. Su hija me ha hablado mucho de usted. Estreché su mano brevemente, sintiendo como mi piel se erizaba con el contacto. Pasen, por favor. Los guié hacia la sala donde el licenciado Fernández y el notario real ya estaban sentados esperando. Vi como la sonrisa de Daniela se congelaba cuando los vio.
Javier también se detuvo en seco, su cara cambiando de color. Mamá, ¿quiénes son ellos?”, preguntó Daniela con voz tensa. Él es el licenciado Fernández, mi abogado, y él es el licenciado Moreno, notario certificado. Si vamos a hacer esto, vamos a hacerlo bien con todas las formalidades legales. Vi como Javier y Daniela intercambiaban una mirada rápida, una mirada cargada de pánico.
“Daniela, yo pensé que habíamos quedado en que esto era solo entre nosotras”, dijo ella intentando mantener la calma en su voz. Hija, estamos hablando de propiedades que valen millones de pesos. Por supuesto que necesito tener todo en orden con abogados y notarios reales presentes.
Pronuncié la palabra reales, mirando directamente a Javier y vi como su mandíbula se tensaba. El licenciado Fernández se puso de pie. “Señorita Daniela, ¿usted es notario certificado?”, le preguntó a Javier con tono profesional. Yo sí, por supuesto, tartamudió Javier, pero su voz no sonaba nada convincente.
Entonces no tendrá problema en mostrarnos su cédula profesional y su sello oficial, continuó Fernández, implacable. Javier metió la mano a su saco como buscando algo, pero sus movimientos eran torpes, desesperados. La dejé en el coche. Voy por ella. No se preocupe, podemos esperarlo aquí”, dijo el licenciado Fernández con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. De hecho, insisto en que se quede. Tenemos mucho de qué hablar.
El ambiente en la sala se había vuelto pesado, tenso. Daniela estaba pálida, mirando a Javier con ojos suplicantes. Javier parecía un animal acorralado buscando una salida y yo estaba ahí parada, sintiendo como mi corazón se rompía en mil pedazos porque todo lo que el detective había dicho era cierto. Mi hija me estaba traicionando.
Mi propia hija. Mamá, creo que hay un malentendido”, empezó a decir Daniela con voz temblorosa. “Nosotros solo veníamos a a robarme”, terminé yo la frase y mi voz sonó más dura de lo que esperaba. “A hacerme firmar papeles falsos con un notario falso para quedarse con los terrenos que tu padre trabajó toda su vida para dejarnos.
No, mamá, no es así. Yo te puedo explicar. Entonces, explícame esto. Saqué mi celular y le mostré las fotos que había tomado de su WhatsApp. Explícame estos mensajes del número de tu papá muerto. Explícame quién es este Javier y por qué está usando el teléfono de Roberto para manipularte o para que tú me manipules a mí. Explícame todo, Daniela, porque ya estoy cansada de las mentiras.
Vi como las lágrimas empezaban a caer por las mejillas de mi hija. Javier, en cambio, dio un paso hacia la puerta. Yo me voy. Esto fue un error, señora, yo no sé de qué está hablando. Yo creo que sí sabe. Dijo una voz desde el pasillo. El detective Ochoa apareció con sus dos ayudantes bloqueando la salida.
Javier Núñez Cortés, 38 años, maestro de informática con antecedentes por fraude. ¿Le suena familiar? Javier se quedó paralizado. Daniela se dejó caer en el sofá, llorando con las manos cubriéndose la cara. Y yo, parada en medio de mi sala sentía como todo mi mundo se desmoronaba. Daniela, dije con voz quebrada, mírame.
Ella levantó la cara, sus ojos rojos, su rímel corrido. Necesito que me digas la verdad. ¿Qué está pasando? ¿Por qué hiciste esto? Mamá, yo yo tengo deudas, deudas terribles. Hace un año conocí a Javier en la escuela y empezamos a salir. Él era amable, cariñoso, me hacía sentir especial, pero después empezó a pedirme dinero prestado. Primero eran cantidades pequeñas, luego más y más.
Yo le presté todo lo que tenía, incluso saqué préstamos, usé mis tarjetas de crédito y cuando ya no pude darle más, él me dijo que conocía una forma de conseguir dinero rápido. Los terrenos, dije yo, sintiendo náuseas. Sí. Él dijo que si podíamos transferirlos a mi nombre, podríamos venderlos rápido y dividir el dinero, que tú no te ibas a quedar sin nada porque yo te iba a cuidar siempre.
Pero mamá, te juro que yo no sabía que él había reactivado el número de papá. Te juro que cuando empezaron a llegarme esos mensajes, yo pensé que, no sé qué pensé, que era una señal del cielo, que papá me estaba ayudando desde allá arriba. Yo no sabía que era Javier enviándolos.
Me estás diciendo que eres tan tonta que creíste que tu padre muerto te estaba mandando mensajes por WhatsApp. Mi voz salió más dura de lo que quería, pero ya no podía controlar mi dolor, mi rabia. Yo estaba desesperada, mamá. Javier me amenazaba con contarle todo a Miguel, con arruinar mi reputación en la escuela, con con lastimarte si yo no conseguía el dinero.
Eso es mentira, interrumpió Javier con veneno en la voz. Ella sabía perfectamente lo que estábamos haciendo. Ella fue quien me dio la idea de usar el número de su padre. Ella es tan culpable como yo. Mentiroso! Gritó Daniela poniéndose de pie. Tú me obligaste. Tú me manipulaste.
Suficiente, dijo el detective Ochoa con voz autoritaria. Los dos tienen mucho que explicar, pero no aquí. Señor Núñez, queda usted detenido por intento de fraude, su plantación de identidad y extorsión. Señorita Morales, usted también va a tener que venir con nosotros a declarar. Vi como dos policías que habían estado esperando afuera entraban y esposaban a Javier.
Daniela me miraba con ojos suplicantes, sus manos extendidas hacia mí. Mamá, por favor, perdóname. Yo nunca quise hacerte daño. Por favor, mamá, ayúdame. Y en ese momento, con mi hija llorando frente a mí, con el hombre que había intentado robarme siendo arrestado, con mi sala llena de abogados y policías y equipos de grabación, sentí algo que nunca pensé que sentiría hacia mi propia hija.
Sentí decepción, sentí traición, pero sobre todo sentí que la niña que yo había criado ya no existía. En su lugar había una mujer desesperada que había estado dispuesta a dejarme en la calle para salvar su propio pellejo. Detective, dije con voz calmada que me sorprendió a mí misma. Haga lo que tenga que hacer.
Se llevaron a Javier esposado mientras él gritaba que todo era mentira, que Daniela lo había engañado a él, que él era la víctima en todo esto. Sus palabras se perdieron en la calle cuando los policías lo metieron en la patrulla. Daniela se quedó sentada en mi sofá temblando con el licenciado Fernández explicándole que tendría que ir a declarar al Ministerio Público, pero que por ahora no estaba arrestada.
Sin embargo, señorita Morales, su situación legal es muy delicada. Intentó cometer fraude contra su propia madre. Eso tiene consecuencias graves”, le decía él mientras ella solo lloraba y asentía. Yo estaba parada junto a la ventana mirando cómo se llevaban a Javier, sintiendo un vacío enorme en el pecho. El detective Ochoa se acercó a mí.
Doña Lupita, necesito que venga a la estación mañana a hacer su declaración formal. Con las grabaciones que tenemos y las fotos de los mensajes, el caso contra Javier Núñez es sólido. Va a enfrentar varios años de cárcel. ¿Y mi hija? Pregunté sin mirarla, sin poder mirarla. Eso depende de usted. Si usted presenta cargos contra ella, podría enfrentar prisión también.
Si decide no hacerlo, todavía habrá consecuencias, pero serían menores. Es su decisión, señora. Me volteé entonces y miré a Daniela. Ella me miraba con esos ojos que conocía desde que era bebé. Esos ojos que me habían mirado con amor durante 42 años. Necesito que te vayas de mi casa le dije con voz calmada. Ahora mismo. Mamá, por favor, déjame explicarte. Ya no quiero más explicaciones, Daniela. Ya no quiero más mentiras.
Necesito tiempo para pensar, para decidir qué voy a hacer. Pero ahora mismo no puedo ni verte sin sentir que me traicionaste de la peor manera posible. Daniela se levantó del sofá, tomó su bolsa con manos temblorosas, caminó hacia la puerta y antes de salir se volteó una última vez. Mamá, yo sé que no merezco tu perdón, pero necesito que sepas algo.
Javier me amenazó con lastimarte si yo no hacía lo que él quería. Por eso seguí adelante con esto. Tenía miedo de que te hiciera daño y quitarme todo lo que tu padre me dejó no era hacerme daño. Le respondí, dejarme sin nada en mi vejez no era lastimarme. Daniela, si de verdad te importaba mi bienestar, hubieras venido a pedirme ayuda desde el principio. Hubieras confiado en mí.
Pero elegiste mentirme, manipularme, usar la memoria de tu padre muerto para robarme. Eso no tiene perdón. Ella abrió la boca para decir algo más, pero luego la cerró. Bajó la cabeza y salió de mi casa. Escuché sus pasos en el porche, el sonido de su coche arrancando y luego silencio. Un silencio tan profundo que dolía.
El licenciado Fernández, el notario y el detective con sus ayudantes también se fueron después de recoger todo el equipo y asegurarme que estarían en contacto. “Fue muy valiente lo que hizo hoy, doña Lupita,”, me dijo Fernández antes de irse. “No muchas personas tendrían el coraje de enfrentar a un familiar así.” “No me siento valiente, licenciado. Me siento destruida.
” Cuando finalmente me quedé sola en mi casa, me senté en el sofá donde todo había pasado y dejé que las lágrimas salieran. Lloré por todo lo que había perdido. No los terrenos, esos estaban a salvo. Lloré por mi hija, por la relación que habíamos tenido y que ahora estaba rota quién sabe si para siempre.
Lloré por Roberto, deseando que estuviera aquí para decirme qué hacer, cómo arreglar este desastre. Lloré hasta que ya no me quedaron lágrimas. Esa noche no pude dormir. Me quedé sentada en la cocina con una taza de té que se enfrió sin que yo le diera un sorbo, pensando en todo. En algún momento de la madrugada sonó el timbre. Me asusté porque eran las 3 de la mañana. Miré por la ventana y vi la camioneta de Miguel estacionada afuera.
Mi nieto. Abrí la puerta y ahí estaba él con los ojos rojos y la cara descompuesta. Abuela, es cierto, mi mamá acaba de contarme todo. Es cierto que ella intentó robarte tus terrenos. Lo dejé pasar y nos sentamos en la sala. Le conté todo, sin adornos, sin suavizar la verdad. Miguel lloraba mientras escuchaba negando con la cabeza. No puedo creerlo.
Mi mamá, ¿cómo pudo hacerte eso, hijo? Tu mamá cometió un error terrible. se dejó manipular por un hombre malo y tomó decisiones horribles. Pero sigue siendo tu mamá. Tú no tienes que elegir bandos en esto. Pero yo sí elijo, abuela. Elijo tu lado. Lo que ella hizo está mal, muy mal.
Miguel se quedó conmigo esa noche durmiendo en el cuarto que siempre fue suyo cuando venía a quedarse, y su presencia me dio un poco de consuelo en medio de toda esta pesadilla. Al día siguiente fui a la estación de policía como me había pedido el detective. Hice mi declaración formal, firmé documentos, vi las grabaciones de video que habían capturado todo lo que pasó en mi sala.
Ver a mi hija en esa pantalla, su cara cuando se dio cuenta de que la habíamos atrapado, fue como recibir una puñalada en el corazón otra vez. “Doña Lupita, necesito que tome una decisión”, me dijo el detective cuando terminamos. “¿Va a presentar cargos contra su hija o solo contra Javier Núñez?” Miré las fotos que estaban sobre el escritorio.
Fotos de Daniela, de Javier, de los mensajes falsos. Solo contra Javier”, respondí finalmente, “Mi hija va a tener que vivir con lo que hizo. Va a tener que enfrentar las consecuencias sociales y emocionales de traicionar a su madre, pero no voy a ser yo quien la meta a la cárcel.” Ya le quité suficiente. El detective asintió.
Es una decisión muy generosa de su parte, señora, pero quiero que sepa que aunque usted no presente cargos, el Ministerio Público podría decidir proceder de todas formas, porque hay evidencia de intento de fraude. Eso ya no está en mis manos, entonces, dije levantándome. Yo hice lo que pude. El resto se lo dejo a la justicia y adiós.
Salí de la estación sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros, pero también sintiendo algo más, algo que no esperaba. Sentía alivio. Alivio de que la verdad finalmente había salido a la luz. Alivio de que mis terrenos estaban seguros. Alivio de que ese Javier no iba a poder lastimar a nadie más. Pero el alivio venía mezclado con un dolor profundo que sabía que me iba a acompañar por mucho tiempo.
Pasaron dos semanas sin que Daniela me llamara ni me buscara. Dos semanas en las que mi casa se sentía más vacía que nunca. A pesar de que Miguel venía a visitarme casi todos los días después de la escuela. Mi nieto se había mudado temporalmente conmigo porque, según me contó, la situación en casa de Daniela era insoportable.
Ella había perdido su trabajo en la escuela cuando todo el escándalo salió a la luz y ahora pasaba los días encerrada en su casa sin hablar con nadie. “Abuela, mi mamá solo llora”, me decía Miguel mientras cenábamos juntos. “Dice que lo perdió todo, su trabajo, su reputación. A ti. No sé qué hacer para ayudarla, hijo. A veces las personas tienen que tocar fondo antes de poder levantarse. Tu mamá tiene que enfrentar las consecuencias de lo que hizo.
Pero por las noches, cuando Miguel ya estaba dormido, yo también lloraba pensando en mi hija. Por más que me hubiera traicionado, seguía siendo mi niña, la que yo había mecido cuando lloraba de bebé, la que había curado cuando se enfermaba, la que había visto crecer y convertirse en madre. El detective Ochoa me llamó un martes por la tarde con noticias.
Doña Lupita Javier Núñez se declaró culpable de todos los cargos. Va a enfrentar 5 años de prisión por fraude, suplantación de identidad y extorsión. También confesó que había estafado a otras tres personas usando métodos similares. Su hija tuvo suerte de que usted no presentara cargos porque él la estaba culpando de todo.
¿Y qué va a pasar con Daniela? Pregunté, aunque no estaba segura de querer saber la respuesta. El Ministerio Público decidió no proceder con cargos criminales contra ella debido a la evidencia de que fue coaccionada por Núñez. Sin embargo, tendrá que pagar una multa administrativa y hacer servicio comunitario. También quedará un registro de que estuvo involucrada en un intento de fraude, lo cual podría afectar su búsqueda de empleo en el futuro.
Colgué el teléfono sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza. Mi hija no iría a prisión, pero su vida estaba arruinada de todas formas y yo no sabía si algún día podría perdonarla completamente. Una tarde, mientras regaba mis plantas en el patio, escuché que alguien tocaba la puerta. Era Beatriz, mi comadre, cargando una canasta con comida.
Vine a ver cómo estás, Lupita, y no me digas que estás bien, porque sé que no es cierto. Nos sentamos en la cocina, como habíamos hecho mil veces antes, tomando café y comiendo el pan que ella había traído. Le conté todo lo que había pasado desde la última vez que nos vimos. Beatriz me escuchó en silencio, moviendo la cabeza de vez en cuando.
“Comadre, necesito decirte algo que tal vez no quieras escuchar”, me dijo finalmente, “Pero creo que es importante.” Daniel cometió algo terrible. “Sí, pero tú también tienes que preguntarte cómo llegó a ese punto. ¿Cuándo fue la última vez que ella te pidió ayuda de verdad y tú estuviste ahí para ella?” Sus palabras me dolieron porque tocaban algo que yo había estado evitando pensar. ¿Me estás diciendo que esto es mi culpa? No, Lupita.
Estoy diciendo que las familias son complicadas. Daniela tomó decisiones horribles, pero tal vez lo hizo porque se sentía tan desesperada que no vio otra salida. Y tal vez si ustedes hubieran tenido mejor comunicación, ella hubiera venido a ti antes de caer en las garras de ese desgraciado.
Me quedé callada porque en el fondo sabía que Beatriz tenía razón. Daniela me había pedido prestados pesos hace meses y yo se los había dado sin preguntar mucho. No le pregunté por qué los necesitaba realmente, no le pregunté si estaba bien, si tenía problemas, solo asumí que era para su coche y ya. Tal vez si hubiera sido más atenta, más presente, todo esto se hubiera podido evitar.
Esa noche, después de que Beatriz se fue, me senté con Miguel en la sala. Hijo, necesito preguntarte algo. ¿Tu mamá tiene más deudas aparte de las que hizo con Javier? Miguel bajó la mirada incómodo. Sí, abuela. Muchas. Tiene tarjetas de crédito al máximo, préstamos bancarios, incluso le debe dinero a algunos maestros de la escuela. No sé exactamente cuánto, pero debe ser mucho.
¿Y por qué nunca me lo dijeron? ¿Por qué tu mamá nunca vino a pedirme ayuda? De verdad, porque tenía vergüenza, abuela. porque no quería que pensaras que era una fracasada y porque Javier le decía que robar tus terrenos era más fácil que admitir que había arruinado su vida financiera. Me levanté y fui a mi recámara.
Saqué de mi closet una caja donde guardaba todos mis documentos importantes. Adentro había estados de cuenta de las rentas que cobraba de mis terrenos, papeles del banco, todo. Me senté en la cama y empecé a hacer cuentas. Los terrenos me generaban suficiente dinero para vivir cómodamente. Si vendía uno de los tres terrenos, podría pagarle todas las deudas a Daniela y todavía me quedarían dos propiedades que me darían sustento para el resto de mi vida. La pregunta era si yo quería hacer eso después de todo lo que había pasado. Pasé toda la
noche despierta pensando en eso, pensando en Roberto y en qué hubiera hecho él en mi lugar. Roberto siempre decía que la familia era lo más importante, que los errores se perdonaban, que el amor de padres no tenía condiciones, pero Roberto tampoco había tenido que enfrentar una traición como esta.
Al día siguiente, temprano en la mañana, tomé mi teléfono y marqué el número de Daniela. Contestó al tercer timbrazo con voz ronca, como si hubiera estado llorando. Mamá, Daniela, necesito que vengas a mi casa. Tenemos que hablar, mamá. Yo no sé si no es una petición, hija, es una orden.
Ven a las 11 sola, sin Miguel, sin nadie más, solo tú y yo. Colgé que pudiera responder. A las 11 en punto, Daniela tocó la puerta. Cuando abrí, me impactó verla. Había bajado de peso. Tenía ojeras profundas. Su pelo estaba descuidado. Se veía 10 años más vieja que la última vez que la había visto. La hice pasar y nos sentamos en la sala. una frente a la otra con un silencio pesado entre nosotras.
Finalmente, ella habló primero. Mamá, yo sé que no hay palabras que puedan arreglar lo que hice. Sé que te fallé de la peor manera posible, pero necesito que sepas que todos los días me arrepiento. Todos los días desearía poder regresar el tiempo y hacer las cosas diferentes. La miré a los ojos, esos ojos que eran tan parecidos a los míos.
Daniela, ¿cuánto debes en total? Quiero la verdad, todo. Ella se quedó callada un momento, sorprendida por mi pregunta. Luego sacó su celular, buscó algo y me mostró una lista. Eran números y más números. Tarjetas de crédito, préstamos, pagarés 320,000 pes, dijo con voz quebrada. Debo 320,000 y tengo forma de pagarlos porque perdí mi trabajo y nadie me va a contratar con el récord que ahora tengo. 320,000 pes.
Era una fortuna, pero era menos de lo que valía uno de mis terrenos. La miré en silencio por un momento largo, viendo cómo esperaba mi respuesta con cara de terror, esperando que la corriera, que le gritara, que le dijera que nunca más quería verla. Pero en lugar de eso le dije algo que ni yo misma esperaba decir. Voy a vender uno de los terrenos, le dije con voz firme.
Y vi como sus ojos se abrían enormes, incrédulos. Voy a pagar todas tus deudas. Cada peso que debes, yo lo voy a cubrir. Daniela empezó a llorar tapándose la boca con las manos. Mamá, no. Yo no merezco. Tienes razón. No lo mereces. La interrumpí. Y mi voz sonó más dura de lo que pretendía.
Después de lo que me hiciste, después de cómo me traicionaste usando la memoria de tu padre, no mereces nada de mí, pero voy a hacer esto de todas formas. ¿Y sabes por qué? Porque a diferencia de ti, yo sí sé lo que significa ser madre. Ser madre significa proteger a tus hijos incluso cuando ellos no te protegen a ti. Significa hacer sacrificios aunque no los merezcan. Significa amar incluso cuando ese amor te parte el corazón.
Las lágrimas corrían por mi cara ahora y ya no trataba de detenerlas. Pero Daniela, escúchame bien porque esto solo lo voy a decir una vez. Voy a pagar tus deudas para que puedas empezar de nuevo, para que Miguel no tenga que cargar con la vergüenza de ver a su madre destruida.
Pero después de esto, tú vas a trabajar para devolverme cada peso. No me importa si tienes que limpiar casas, vender comida en la calle o trabajar de lo que sea. Vas a pagarme todo a poco hasta el último centavo. Y mientras tanto, vas a ir a terapia, vas a aprender a manejar tu dinero y vas a reconstruir tu vida desde cero.
¿Entendiste? Daniela asentía entre soyosos, incapaz de hablar. Me levanté del sofá y fui a mi recámara. Regresé con los papeles de sesión de propiedad que ella me había traído hace semanas. Esos papeles que casi firmo sin saber que me estaba regalando todo. Los rompí en pedazos frente a ella lentamente, dejando que cada trozo cayera al suelo como confeti de una celebración amarga. Estos papeles ya no existen.
Los terrenos siguen siendo míos y van a seguir siéndolo hasta el día que yo muera. Después, si decides que los mereces, tal vez te los deje en herencia. Pero eso ya no está garantizado, hija. Tú rompiste mi confianza y ahora tienes que ganártela de nuevo. Me senté frente a ella otra vez, tomé sus manos entre las mías y la miré directo a los ojos.
Daniela, yo te perdono porque soy tu madre y porque sé que estuviste bajo la influencia de un hombre malo que te manipuló. Pero perdonar no significa olvidar. Las cicatrices de esta traición van a quedarse conmigo hasta que me muera. Y nuestra relación nunca va a ser la misma. Eso es algo que tú vas a tener que aceptar y con lo que vas a tener que vivir. Lo sé, mamá, lo sé y lo acepto, dijo ella con voz rota.
Solo dame una oportunidad de demostrarte que puedo cambiar, que puedo ser mejor, por favor. Nos abrazamos entonces y fue un abrazo lleno de dolor, de arrepentimiento, de amor roto, pero todavía ahí resistiendo. Sentí su cuerpo temblar contra el mío mientras lloraba. Y yo también lloré.
Lloré por todo lo que habíamos perdido y por todo lo que tal vez con tiempo y esfuerzo podríamos recuperar. Las semanas que siguieron fueron difíciles, pero llenas de cambios. Vendí el terreno más pequeño de los tres que tenía. el que estaba más alejado del centro.
Con ese dinero pagué todas las deudas de Daniela, cada tarjeta, cada préstamo, cada pagaré. Vi su cara de alivio cuando quedó libre de esas cadenas financieras que la habían estado ahogando durante años. Daniela consiguió trabajo en una tienda departamental mientras buscaba algo mejor. No era la carrera de maestra que había tenido, pero era honesto y le permitía pagar sus cuentas.
Cada quincena sin falta me depositaba 1000 pesos en mi cuenta. Era poco comparado con lo que yo había pagado por ella, pero era el esfuerzo lo que contaba. Era verla llegar cansada de trabajar todo el día y aún así pasar a visitarme, traerme frutas del mercado, preguntarme cómo estaba. Miguel se quedó viviendo conmigo porque su escuela quedaba más cerca de mi casa y porque, según me confesó una noche, se sentía más tranquilo aquí.
Abuela, gracias por darle otra oportunidad a mi mamá. Sé que no fue fácil, hijo. La vida nunca es fácil, pero es nuestra responsabilidad decidir qué tipo de personas queremos ser cuando enfrentamos lo difícil. Yo elegí ser madre, incluso cuando dolía hacerlo. Javier Núñez fue sentenciado a 5 años de prisión y durante el juicio salieron a la luz todos sus otros fraudes.
Había estafado a varias mujeres usando los mismos métodos. aprovechándose de su soledad o desesperación. Ver su cara en el periódico, esposado y derrotado, me dio un sentimiento de justicia que necesitaba. Ese hombre no iba a poder lastimar a nadie más por un buen tiempo. Han pasado ya 6 meses desde que todo esto comenzó.
Seis meses desde aquella noche en que el celular de Daniela sonó mostrando el número de Roberto. A veces todavía me despierto en la madrugada pensando en todo lo que pasó, en lo cerca que estuve de perderlo todo. Pero entonces miro por la ventana de mi recámara y veo las luces de Puebla brillando en la noche.
Y me recuerdo a mí misma que soy más fuerte de lo que pensaba, que sobreviví a la muerte de Roberto, que sobreviví a la traición de mi hija y que voy a sobrevivir a lo que sea que venga después. Mi relación con Daniela no es lo que era antes, tal vez nunca lo será, pero estamos construyendo algo nuevo, algo basado en honestidad y en el entendimiento de que el amor de familia no es perfecto, pero puede ser resiliente.
Ella viene a comer los domingos con Miguel, me ayuda con las compras, me platica de su nuevo trabajo y yo poco a poco estoy aprendiendo a confiar en ella otra vez. Hay quienes me dicen que fui demasiado blanda, que debí dejar que Daniela enfrentara sola las consecuencias de sus acciones. Pero yo les digo que la justicia verdadera no siempre es castigar.
A veces la justicia es dar segundas oportunidades, es ayudar a levantar al caído, es elegir el amor por encima del rencor. Eso no significa que olvidé lo que pasó o que fue fácil perdonar. Significa que decidí no dejar que la traición de mi hija me convirtiera en alguien amargada y llena de odio.
Roberto siempre decía que los terrenos y el dinero no valían nada si no tenías familia con quien compartirlos. Ahora entiendo mejor que nunca lo que quería decir. Sí, protegí mi patrimonio. Sí, hice justicia. Pero también elegí proteger a mi familia, porque al final del día, cuando se apagan las luces y te quedas sola con tus pensamientos, lo único que importa es saber que hiciste lo correcto, incluso cuando lo correcto era lo más difícil.

 
                     
                    