Él regresó a casa en una silla de ruedas para poner a prueba a la mujer que decía amarlo. La frialdad de ella lo hirió, pero nada se comparaba con el cruel secreto que aún estaba por venir. Esteban Ruiz tenía todo lo que cualquiera desearía tener: dinero, casas, autos, negocios y viajes. Su empresa de tecnología había crecido tanto en los últimos 10 años que ahora tenía oficinas en tres países. Muchos lo admiraban, otros lo envidiaban, pero él en el fondo se sentía solo.
Desde hacía un año salía con Daniela, una mujer mucho más joven que él, bonita, con estilo y una sonrisa que podría convencer a cualquiera. Ella tenía 28 años, era diseñadora de interiores y siempre hablaba de lo mucho que lo amaba. Pero últimamente a Esteban le daba vueltas una incomodidad en el pecho, algo que no podía sacarse de la cabeza, una espinita clavada que no lo dejaba en paz. Una tarde, mientras esperaba en su camioneta blindada a que Daniela saliera del consultorio de su dermatólogo, algo pasó.
El chóer Ramiro bajó a comprar un café. Esteban, aburrido, revisaba unos correos en su celular. De repente, un pitido lo distrajo. Era el teléfono de Daniela que ella había dejado olvidado en la guantera. Por costumbre o tal vez por instinto. Lo desbloqueó. Ella no le ponía clave. Decía que confiaba en él. Pero justo en ese momento entró un mensaje. Era de alguien guardado como G. lo abrió sin pensarlo. El mensaje decía, “Hoy puedes verte con el inválido o tienes que hacerle cariñitos toda la noche.” Esteban se quedó helado, no respondió, no se movió, no podía creer lo que acababa de leer.
Se quedó mirando la pantalla como si el teléfono le estuviera hablando en otro idioma. Sentía que algo dentro de él se rompía. Cerró el mensaje, respiró hondo y guardó el celular en su lugar, justo cuando vio a Daniela salir del consultorio con su cara perfecta. su bolso carísimo y su sonrisa falsa. Todo el camino de regreso a casa ella hablaba y hablaba de una nueva colección de sillones italianos que quería mostrarle. Pero Esteban solo la veía de reojo.
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Ya no escuchaba sus palabras, solo su voz, una voz que ya no le sonaba dulce, sino hueca. Él le preguntó quién era G, pero lo hizo con un tono ligero, como quien pregunta sin importancia. Ella se rió. Dijo que era una compañera del trabajo que siempre usaba apodos tontos. Él no insistió, solo asintió y guardó silencio. Esa noche Esteban no pudo dormir. Dio vueltas en la cama mientras Daniela dormía profundamente a su lado. Se levantó, bajó a la cocina y se sirvió un whisky.
Pensaba y pensaba. Lo estaba engañando. ¿Desde cuándo? ¿Era solo por dinero? ¿Y si solo estaba siendo paranoico? Se sentó en la sala, apagó las luces y se quedó ahí. Solo en silencio, mientras afuera caía una lluvia suave. Al día siguiente, en la oficina, intentó concentrarse en el trabajo, pero no pudo. Algo se había quebrado dentro de él. Llamó a Ramiro a su oficina. Ramiro era más que su chóer. Llevaba trabajando con él 10 años. Era como su sombra, su guardaespaldas y a veces su confidente.
Cuando entró, Esteban le pidió que cerrara la puerta. Necesito que me ayudes con algo”, le dijo. “Pero esto se queda entre tú y yo.” Ramiro lo miró serio asintiendo. “Lo que usted necesite, patrón.” Esteban le contó lo del mensaje. Le dijo que algo no cuadraba, que Daniela ya no lo tocaba igual, que sus excusas empezaban a ser más flojas, que últimamente salía más de noche, que ya ni le preguntaba cómo le iba, y, sobre todo, que había cambiado la forma en que lo miraba, como si él ya no fuera alguien, sino algo, un cheque en blanco.
Ramiro lo escuchó todo sin interrumpir. Cuando Esteban terminó, se quedaron en silencio unos segundos. El chóer bajó la mirada y dijo, “Mire, patrón, yo no quiero meterme en su vida, pero sí me he dado cuenta de cosas raras. Esa señorita no es la misma que cuando llegó. Al principio era toda dulzura. Últimamente ni me saluda. No soy quién para decirle qué hacer, pero si quiere probarla, hay formas.” Esteban frunció el seño. Formas. Pues sí puede ponerle una prueba, algo que la obligue a mostrarse como es, algo que la saque de su zona cómoda y ahí Patrón se va a dar cuenta si lo quiere de verdad o solo lo está usando.
Y entonces, en ese momento, se le ocurrió. ¿Qué pasaría si fingiera un accidente? ¿Qué pasaría si de pronto quedara inmovilizado dependiendo de otros para todo? ¿Se quedaría Daniela a su lado? ¿Lo cuidaría? ¿Lo abrazaría? ¿O se alejaría poco a poco hasta desaparecer? La idea fue creciendo en su mente como una semilla Cuanto más la pensaba, más sentido tenía. Tenía que hacer algo radical. Tenía que salir de la duda de una vez por todas. No podía seguir viviendo con esa desconfianza.
No podía seguir acostándose con alguien que tal vez lo estaba traicionando. Pasaron dos días. Esteban no le dijo nada a nadie más. Mandó a detener una gira de negocios que tenía planeada con la excusa de un problema personal. Fingió una llamada con su médico frente a Daniela. donde decía frases como, “Los resultados no salieron bien y me siento muy cansado últimamente.” Ella no preguntó demasiado, solo le dijo que tomara vitaminas y se fue al spa. El lunes siguiente, Esteban se despidió de Daniela por la mañana como si fuera a trabajar, pero en lugar de ir
a la oficina se dirigió a una casa en Cuernavaca que tenía desde hacía años y que casi nadie conocía, solo él, Ramiro, y un jardinero que ya no trabajaba ahí. se instaló ahí con Ramiro durante tres días. No contestó mensajes ni llamadas, solo dejó que creciera el rumor. Le pidió a su abogado que filtrara discretamente la noticia de que había tenido un accidente en carretera y que estaba grave. Todo estaba listo. Al cuarto día regresó a casa en silla de ruedas.
Daniela lo esperaba en la sala, maquillada como si fueran a una cena de gala. Al verlo entrar empujado por Ramiro, con un cuello ortopédico, la cara seria y la mirada apagada, se quedó congelada. No corrió a abrazarlo, no gritó de emoción, no lloró, solo dijo, “¿Qué te pasó?” Esteban no dijo nada, solo la miró y en ese instante supo que estaba por entrar en un juego peligroso, pero ya no había vuelta atrás. La silla de ruedas rechinó un poco cuando Ramiro la empujó hacia la sala principal.
Esteban mantenía el cuerpo rígido, con la cara seria y la vista fija al frente. El cuello ortopédico le apretaba un poco, pero no se quejaba. Todo era parte del papel. Había ensayado los movimientos, el tono de voz y hasta los silencios. Tenía que parecer real. Tenía que lograr que nadie sospechara. Daniela lo miró desde el sofá parada con una expresión tan seca que parecía que le habían contado que se había manchado la alfombra, no que el hombre con el que vivía había quedado supuestamente paralizado.
¿Y qué dicen los doctores? Preguntó sin moverse de su lugar. Ramiro se adelantó a contestar como habían planeado. Fue un golpe muy fuerte en la columna. Estuvo inconsciente dos días. Cuando despertó, ya no sentía las piernas. van a hacerle más estudios, pero los doctores dicen que lo más probable es que quede así para siempre. Daniela cruzó los brazos y se acomodó el cabello. Su cara no mostraba dolor, ni rabia, ni preocupación, solo una especie de molestia suave.
Se acercó apenas unos pasos, pero no lo tocó. No le tomó la mano, no le preguntó si sentía dolor, solo dijo, “Qué fuerte. ¿Y por qué no me avisaron antes?” Esteban desvió la mirada y fingió un suspiro cansado. Ramiro intervino de nuevo. Él no quería que usted se preocupara. Pensamos que lo mejor era esperar a tenerlo en casa. Ya está en buenas manos. Aquí no le va a faltar nada. Daniela solo asintió. Luego preguntó si había que hacer cambios en la casa, como poner rampas o algo.
Esteban dijo que ya lo habían arreglado todo. Ella se fue directo a su cuarto diciendo que tenía una llamada importante y que necesitaba concentrarse. Esteban aguantó el gesto, no dijo nada, miró a Ramiro, que solo negó con la cabeza, y empujó la silla hacia la habitación que habían adaptado para él en la planta baja. Un cuarto amplio con baño propio, donde antes se quedaban los invitados. Ahora era su espacio. Esteban pidió que lo dejaran solo, cerró los ojos, respiró profundo y se quedó en silencio, escuchando los pasos de Daniela alejarse por el pasillo.
Esa noche no bajó a cenar. Mandó un mensaje diciendo que tenía dolor de cabeza. Esteban comió solo con la ayuda de Ramiro. El ambiente en la casa se sentía raro, como si algo hubiera cambiado, pero nadie quisiera decirlo en voz alta. A eso de las 10 apareció Lupita con una charola. Tocó la puerta, entró despacio y le llevó un té con pan dulce. No dijo mucho, solo lo miró con tristeza. Qué pena, don Esteban, de verdad, esto no se lo merece nadie, pero aquí estamos para lo que necesite.
Él la miró sin saber qué decir, asintió y le agradeció. Lupita salió del cuarto limpiándose las lágrimas con el delantal. En cuanto se fue, Esteban suspiró. No era actriz. No sabía lo del plan y su reacción había sido más humana que la de Daniela. Esa diferencia lo hizo apretar las manos sobre los brazos de la silla. A la mañana siguiente, Ramiro lo ayudó a bañarse, a vestirse y a instalarse en la sala. Daniela ya se había ido.
Había dejado una nota sobre la mesa diciendo que tenía un desayuno con una amiga. Nada más. ni siquiera se acercó a verlo antes de salir. Pasaron tres días en los que ella casi no aparecía por la casa, solo llegaba por las noches, se encerraba en su cuarto, se metía a bañar y luego decía estar muy cansada para hablar. No preguntaba si Esteban necesitaba algo, no lo tocaba, no lo ayudaba a nada, ni siquiera lo acompañaba en el desayuno.
Esteban observaba todo sin decir una palabra, pero por dentro hervía. No solo por la frialdad de ella, sino porque ya estaba claro que no había amor y lo que más dolía era que tal vez nunca lo hubo. En uno de esos días, mientras él descansaba en la sala, Lupita entró con una charola. Le llevó fruta, café y un pan. Se sentó en el sillón de al lado y sin darse cuenta empezó a contarle cosas de su vida, que era de Veracruz, que tenía una hija que vivía con su mamá allá, que había llegado a la ciudad buscando un trabajo fijo y había terminado en esa casa de rebote.
Decía que no se quejaba porque Esteban siempre había sido justo con ella. Mientras hablaba, le servía el café con cuidado. Lo trataba con una dulzura que no parecía forzada. Don Esteban, usted no se preocupe. Yo sé que se va a recuperar. Y si no, igual aquí lo vamos a cuidar entre todos. Bueno, todos no sé, pero yo sí. Él sonríó por dentro. Lupita hablaba con sinceridad, no sabía del plan, no fingía. Esteban comenzó a prestarle más atención, no por interés, sino porque era la única en la casa que actuaba como si él fuera una persona, no un mueble estorboso.
Esa misma tarde, ya que Daniela regresó, Esteban la llamó a su cuarto, le dijo que necesitaba hablar con ella. Daniela entró con cara de fastidio, preguntó qué pasaba. “Me duele la espalda”, dijo él. “¿Me podrías ayudar a cambiarme de posición?” Ella hizo un gesto de molestia. Dijo que no sabía cómo hacerlo, que no quería lastimarlo, que mejor llamara a Ramiro o a Lupita. Esteban solo la miró. Estaba claro que ella no quería tocarlo, ni por pena, ni por cuidado, ni por nada, y eso le confirmó algo más.
Lo que había entre ellos ya no existía. Después de eso, Esteban y Ramiro empezaron a planear el siguiente paso. Iban a poner cámaras discretas en el cuarto, en la sala y en la entrada, no para espiarla como un celoso, sino para protegerse. Si Daniela ya estaba actuando con frialdad, era probable que diera el siguiente paso. Traición. Había que estar preparados. Ramiro se encargó de todo. Mientras Daniela estaba fuera, un técnico entró por la cochera trasera y colocó los dispositivos sin dejar rastros.
Las cámaras estaban conectadas al celular de Esteban y también al de Ramiro. Podían revisar todo desde cualquier lugar. No tardaron mucho en notar cosas raras. Una noche, Daniela salió con un vestido ajustado y tacones. Dijo que iba con una amiga a cenar. No volvió hasta la madrugada. Entró a la casa sin hacer ruido. Descalza y se metió al cuarto sin pasar por la sala. Esteban fingía dormir, pero todo había quedado grabado. Al día siguiente, Ramiro revisó los videos.
Daniela había subido al coche de alguien más en la esquina. Se había besado con él antes de entrar y luego se fueron juntos. No se veían las placas del coche, pero el tipo era alto, moreno, con traje y sonrisa confiada. No era un amigo. Ramiro se lo mostró a Esteban. Este no dijo nada, solo se quedó viendo el video una y otra vez como si necesitara convencerse. Ya no eran celos, ya no era duda, era una certeza que pesaba más que cualquier otra cosa.
Daniela lo estaba engañando. Y no solo eso, lo trataba como si fuera una carga, una molestia que ya no sabía cómo quitarse de encima. Esteban decidió entonces que no bastaba con verla caer. Tenía que entender hasta dónde era capaz de llegar, hasta dónde llegaba su ambición, hasta dónde llegaba su mentira. El plan estaba en marcha, pero lo que no sabía es que todo iba a salirse de control muy pronto y que alguien más en esa casa también empezaría a mirar con otros ojos.
La noticia del accidente de Esteban Ruiz se esparció como pólvora en redes, grupos de WhatsApp y medios de chismes que siempre andaban detrás de los ricos de la ciudad. Aunque todo era parte del plan, parecía tan real que hasta sus socios del extranjero mandaron mensajes de preocupación. Ramiro se encargó de todo. Le pasó información filtrada a un periodista local, le mandó fotos de una camioneta destrozada en la carretera de Cuernavaca y le pidió que hablara de una volcadura por exceso de velocidad.
La historia era creíble. Tenía todos los detalles que necesitaban para que la gente la creyera. Nadie dudó. Mientras eso pasaba afuera, Esteban se mantenía oculto en una casa que tenía en el bosque, lejos de la ciudad. Era una propiedad que compró hace años para desconectarse, pero que casi nunca usaba. Allí pasaba los días entrenando su actuación con ayuda de Ramiro, que le indicaba cómo debía moverse, cómo debía sentarse, qué músculos debía relajar. Tenía que parecer alguien que de verdad no sentía nada de la cintura para abajo.
Ensayaban cómo moverse en la silla, cómo responder si alguien le hablaba del accidente, cómo simular incomodidad. Al estar sentado muchas horas, Esteban no podía dejar cabos sueltos. Las llamadas empezaron a llegar al segundo día. Su abogado, su contador, incluso uno de sus hermanos que vivía en Tijuana. Nadie sabía nada exacto. Algunos habían visto la noticia en redes, pero Esteban les pidió que no lo buscaran todavía. solo les dijo que necesitaba unos días para organizarse. Usó una voz apagada y lenta por teléfono, como si estuviera realmente afectado.
Todos le creyeron. Nadie sospechó nada. Pero lo que más llamó su atención fue que Daniela no lo llamó, no escribió, no preguntó, no hizo ni una sola publicación en sus redes, eso lo dejó helado. El tercer día, Ramiro entró a la sala con el celular en la mano. Patrón, mire esto. Abrió una historia de Instagram. Era Daniela. Se le veía en un restaurante elegante riéndose con una copa en la mano. La música de fondo era una canción de reggaetón y en la descripción decía: “Hay que vivir como si no hubiera mañana.” Estebán se quedó mirándola.
Su cara era la misma de siempre, hermosa, coqueta, como si nada hubiera pasado. No había rastro de tristeza, de preocupación, de amor. Solo estaba disfrutando. En ese momento supo que ya no había nada que rescatar. Pasaron otros dos días y Esteban decidió que era momento de regresar a la casa. Ya no podía alargar más la ausencia. Si esperaba demasiado, ella empezaría a sospechar. Además, ya tenía listo todo el montaje. La silla de ruedas, las recetas falsas del doctor, la supuesta rehabilitación fallida, hasta tenía pastillas placebo para que pareciera que estaba bajo tratamiento.
Habían movido su habitación a la planta baja, adaptado el baño, instalado una barra para sujetarse, todo lo necesario para que pareciera real. Ramiro manejó la camioneta lentamente por la colonia. Mientras Esteban iba sentado atrás en silencio, vestía un pans gris con la cara seria, el cuello ortopédico puesto y las manos sobre las piernas, inmóviles. Cuando llegaron, Lupita ya los esperaba en la entrada. Ella no sabía nada del plan. Esteban había decidido que así fuera. Quería ver una reacción verdadera en alguien, aunque fuera una sola.
Cuando lo vio, Lupita se llevó la mano a la boca. Se le humedecieron los ojos. Al instante no lo saludó con palabras, solo se acercó, le tomó la mano y se la apretó con fuerza. Don Esteban, no sé qué decirle. Qué pena tan grande, Dios mío. Él apenas asintió con la cabeza. Gracias, Lupita. Ya estoy en casa. Eso es lo importante. La entrada a la casa se sintió más fría que nunca. Daniela estaba en el sofá viendo una serie en la pantalla.
bajó el volumen al verlo entrar, pero no se levantó de inmediato. Esteban se detuvo frente a ella en la silla. Daniela, hola. Ella sonrió apenas. ¿Cómo te sientes? Preguntó como si le estuviera hablando a alguien con gripe. Él respondió con voz débil, adolorido, pero bien. Es un milagro que esté vivo. Daniela se levantó por fin y caminó hacia él. le dio un beso rápido en la frente, casi como si le diera asco tocarlo. No preguntó más, solo dijo, “Qué bueno que ya estás aquí.
Voy a preparar algo de cenar.” Y se fue directo a la cocina. Esteban se quedó mirándola a alejarse. Ramiro lo empujó lentamente hacia su cuarto sin decir nada. Ya estaba claro que Daniela no pensaba cuidarlo. No pensaba quedarse a su lado. No sentía nada. Estaba ahí por obligación o tal vez por otra razón. Las primeras noches fueron una tortura. Daniela apenas le hablaba, se encerraba en su cuarto con el teléfono, ponía música, hablaba en voz baja con alguien y salía solo para decir que se iba a dormir.
No le preguntaba si necesitaba algo. No se ofrecía ayudarle a bañarse, ni a moverlo, ni a darle sus pastillas. Todo lo hacía Lupita, que se quedaba hasta tarde limpiando, calentando comida, acomodando cosas en el cuarto nuevo de Esteban. Cada vez que entraba le preguntaba si estaba cómodo, si quería más almohadas. si tenía frío. A veces le contaba anécdotas para hacerlo reír. A veces solo se sentaba a acompañarlo en silencio. Esteban empezó a sentir algo raro en el pecho cuando ella estaba cerca, una especie de calma.
Una noche, mientras cenaban en la sala, Lupita dejó caer una charola. Se agachó de inmediato a recoger los cubiertos, pero sin querer empujó la silla de Esteban con la cadera. Él fingió un leve movimiento de dolor y ella se asustó. Perdóneme, don Esteban, le hice daño. Él le dijo que no se preocupara, que ya se estaba acostumbrando. Y ahí, en ese momento, Lupita se agachó y le dijo algo que lo desarmó por dentro. Usted es fuerte, más fuerte que cualquiera que yo haya conocido.
No todos sobreviven a algo así y todavía se levantan con la cara en alto. Usted sí, Esteban tragó saliva. Nadie le había dicho algo así en semanas. ni su novia, ni sus socios, ni su familia, nadie, solo Lupita, una mujer sencilla, sin maquillaje, con uniforme de trabajo, que no buscaba nada a cambio. Mientras tanto, Daniela seguía haciendo su vida. Iba y venía, se ponía perfume caro, ropa ajustada, se reía sola mientras revisaba el celular. Esteban la observaba de lejos.
Ya no necesitaba pruebas, pero todavía no era momento de revelar nada. tenía que dejar que se confiara, que pensara que tenía el control. En esos días, una cosa llamó la atención de Esteban. Empezaron a llegar paquetes a la casa. Daniela decía que eran cosas del trabajo, pero él notó que no lo sabría. Los guardaba en su closet o los dejaba en la cajuela de su coche. Ramiro empezó a sospechar. Le pidió permiso a Esteban para seguirla discretamente.
Él aceptó. La noche siguiente, Daniela salió a eso de las 8. Llevaba una maleta mediana. dijo que se quedaría con una amiga. Ramiro esperó unos minutos y luego tomó otro auto para seguirla. Esteban se quedó en casa mirando el reloj. Sentía una mezcla de ansiedad y rabia. Quería creer que tal vez era otra cosa, pero en el fondo ya lo sabía. Dos horas después, Ramiro le mandó un mensaje con una foto. Daniela entrando a un hotel de lujo.
No iba sola. Esteban se quedó mirando la imagen por largos minutos, luego apagó el celular, se recostó en la cama y cerró los ojos. El accidente era falso, pero el dolor eso ya era otra cosa. La casa ya no era la misma desde que Esteban volvió. Aunque las paredes seguían iguales, los muebles en su lugar y el mismo aroma a madera fina flotaba en el aire, todo se sentía distinto, como si alguien hubiera apagado algo adentro. El silencio se hacía más largo.
Daniela no encendía la música como antes, no llenaba los pasillos con su risa, ni se metía a su estudio a enseñarle cosas nuevas de sus diseños. Ahora todo era rápido, cortante, como si cada minuto con él fuera una obligación incómoda. La silla de ruedas se volvió parte del paisaje. Esteban pasaba la mayor parte del día en la sala frente al ventanal, fingiendo leer o ver noticias. A veces ni prendía la televisión, solo se quedaba ahí observando, viendo como Daniela salía y entraba de la casa sin decirle a dónde iba, cómo hablaba bajito por teléfono, encerrada en su cuarto, cómo sonreía cuando creía que nadie la veía.
Era como si el accidente no le hubiera afectado en lo más mínimo. Ni un gesto de ternura, ni un abrazo, ni un maldito. ¿Cómo te sientes hoy? Nada. La única que parecía vivir el dolor con él era Lupita. Cada mañana se levantaba temprano, preparaba su desayuno con cuidado, lo ayudaba a tomar sus pastillas y le acomodaba la manta sobre las piernas. Cuando él se mostraba más serio de lo normal, le hablaba de su hija, de cómo extrañaba Veracruz, de las veces que lloró en silencio cuando creía que no servía para nada.