A los 60 años, Rocío Dúrcal nombró a los cinco cantantes que más odiaba.
Durante décadas, su imagen pública fue la de una mujer elegante, reservada, alejada de los escándalos y consagrada por completo a su arte.
Su voz, una de las más queridas de la música en español, acompañó a generaciones en momentos de amor, desamor, nostalgia y celebración.
Desde sus inicios como niña prodigio en el cine español hasta su consagración como reina de la ranchera en México, Rocío Dúrcal fue vista como un alma noble, incapaz de albergar resentimiento.
Sin embargo, detrás de esa figura inquebrantable, existía una mujer marcada por decepciones, heridas y silencios que eligió callar durante gran parte de su vida.
Fue en los últimos meses, cuando la enfermedad comenzaba a ganar terreno en su cuerpo, que decidió dejar constancia de aquellas personas que la lastimaron profundamente.
En un documento íntimo, escrito a mano y conservado con discreción por su círculo más cercano, Rocío nombró a cinco figuras del panorama musical que jamás logró perdonar.
Lo hizo no por revancha, sino por justicia, como una forma de liberar un peso acumulado durante años.
El primero de esos nombres fue el de Juan Gabriel, el hombre con quien protagonizó una de las alianzas más memorables de la música latinoamericana.
Juntos crearon obras que quedaron grabadas en el corazón de millones, pero fuera del escenario la relación fue mucho más compleja.
Juan Gabriel, conocido por su genialidad pero también por su carácter volátil, fue para Rocío tanto una musa como una herida abierta.
Los desacuerdos por regalías, decisiones artísticas y egos enfrentados desembocaron en una ruptura que, aunque públicamente maquillada, dejó marcas que nunca terminaron de cicatrizar.
Rocío lo resumió con una frase escrita en ese testimonio: “Me usó como su instrumento y luego quiso afinarme a su antojo.”
El segundo nombre en esa lista fue Vicente Fernández, el ídolo indiscutible del mariachi.
Aunque el público los adoraba a ambos, y sus caminos se cruzaron en numerosas ocasiones, entre ellos siempre existió una rivalidad sorda.
Fernández nunca ocultó su incomodidad con la idea de que una española reinara en el género más mexicano de todos.
Sus comentarios, disfrazados de chistes, calaban hondo.
Rocío, que había entregado su alma a la música de México, se sintió menospreciada.
Las burlas sobre su acento, hechas en privado pero conocidas por muchos, le dolieron más que cualquier crítica pública.
Ella jamás respondió, pero tomó nota en el silencio.
Lola Flores fue el tercer nombre escrito con tinta firme.
Ambas eran referentes indiscutibles del folklore español, ambas eran mujeres fuertes y de gran temperamento, pero jamás fueron amigas.
La tensión entre ellas era conocida en los pasillos de la industria, aunque nunca se manifestó abiertamente.
Rocío, más discreta, encontraba en Lola una presencia que a veces rayaba en lo invasivo.
En una gala de beneficencia, Lola interrumpió una actuación suya, lo que detonó una ruptura definitiva.
Desde entonces, se evitaban con diplomacia, pero el hielo entre ellas era palpable.
Rocío escribió: “Lola me enseñó sin querer que a veces el éxito de otra mujer puede ser más insoportable que el fracaso propio.”
Alejandro Fernández, el hijo de Vicente, fue otra decepción para Rocío.
Admiraba su talento, su voz, su potencial como heredero natural de la ranchera moderna.
Intentó tenderle la mano, proponerle una colaboración que uniera generaciones.
Él, sin embargo, respondió con indiferencia, casi con desprecio.
“No estoy para duetos con leyendas”, habría dicho según testigos.
Rocío no esperaba gratitud, pero sí respeto. La herida no fue profesional, fue personal.
En sus apuntes íntimos escribió: “El talento sin humildad es solo un espejo roto.”
El último nombre de la lista fue quizá el más inesperado: Manuel Mijares.
Compartieron escenario, grabaciones y una amistad que parecía sincera.
Sin embargo, en los últimos años de su carrera, él rompió un contrato de gira conjunta a último momento.
La dejó sola en una serie de conciertos en Argentina, sin explicación ni disculpas.
Rocío enfrentó auditorios llenos con el alma rota. Lo esperó, lo llamó, le escribió. Nunca obtuvo respuesta.
“La traición no fue profesional. Fue emocional. No dolió perder al artista. Dolió perder al amigo”, confesó a un asistente.
A pesar de todo, en sus últimos días, Rocío eligió el perdón.
No para todos, pero sí para quien más amó y más la hirió: Juan Gabriel. En el invierno de 2005, organizó una cena íntima en su casa.
Lo que nadie esperaba era que él apareciera. Llegó con flores, se arrodilló frente a ella y no dijo palabra.
Ella lo miró, respiró profundo y le sonrió. No fue un cierre perfecto, pero fue un cierre humano. Se abrazaron.
Y ese gesto bastó para que el silencio dejara de ser una barrera y se convirtiera en puente. De los otros cuatro, ninguno volvió. Pero ya no le dolía.
En sus últimos días, Rocío se dedicó a grabar mensajes para sus hijos, a escuchar sus canciones con los ojos cerrados, y a repetir una frase que quedó grabada en la memoria de quienes la acompañaron hasta el final: “Después de todo, lo único que permanece es el amor. Lo demás se queda en los escenarios vacíos.”
Así partió Rocío Dúrcal, sin escándalos, sin rencor público, pero con la verdad escrita en tinta serena.
Porque incluso las reinas tienen cicatrices, y a veces el acto más valiente no es cantar ante miles, sino atreverse a contar lo que dolió en silencio.