Ganó a una mujer rota en póker… y nadie imaginó cómo cambiaría su vida para siempre.

Ganó a una mujer rota en póker… y nadie imaginó cómo cambiaría su vida para siempre.

Órale, agárrate. Aquí va una historia que te va a jalar como remolino en el desierto, con un arranque que te va a dejar con la boca abierta y un camino lleno de curvas, misterio y puro nervio. Esto no es un cuento cualquiera, es una bronca de vida de esas que te hacen apretar los dientes y querer saber qué chingados pasa después.

En el México profundo, donde la tierra habla y las sombras esconden verdades, comienza esta aventura que no te va a soltar. Estaba descalza, con los pies bien plantados en el lodo, el vestido todo mojado y hecho girones, mientras las nubes negras de la tormenta se abrían como cortinas sobre las llanuras infinitas. El vato en la carreta no soltó ni una palabra.

Nás la miraba con esas manos curtidas y firmes agarrando las riendas como si fueran su última esperanza. Ella no se achicó bajo su mirada. ¿Qué podía perder? Ya no le quedaba nada. Así fue como los vieron juntos por primera vez. El ranchero seco, sin familia, sin risas y la mujer que ganó en una partida de póker que todo el pueblo de Better Hallow todavía recuerda con un nudo en la garganta.

Pero lo que nadie sabía entonces era que esto no iba de suerte, ni de cartas, ni de estar bien Esto era algo más cabrón, más viejo, más oscuro y más humano de lo que cualquiera podía imaginar. Tres días antes, Ilagro entró al celú con los bolsillos llenos de puro polvo y el alma rota de tanto silencio. No había jalado una sonrisa en más de 8 años, desde que su mujer se le fue dando a luz a un morrito que nunca alcanzó a jalar aire.

Desde entonces, su rancho era un cementerio. Sus va andaban sin rumbo y su corazón latía no más porque no sabía hacer otra cosa. Pero esa noche el aire estaba raro, como si el anduviera suelto. Las cartas caían chuecas, como si supieran algo que los hombres en la mesa no.

Los vatos se salían uno por uno, pero Eli seguía ahí con la mirada perdida. Tal vez ya estaba hasta la madre de jugar seguro. Tal vez ya quería que todo se acabara. Entonces Salas Pun, un cabrón astuto, borracho y con más peligro que una crán, dio un chingadazo en la mesa con su mano de cartas y soltó. Última apuesta, compás. Ya no traigo varo, pero traigo algo mejor.

Todos se rieron pensando que iba a sacar una escritura o un caballo, pero Silas volteó hacia la entrada del celú y señaló a la morra que estaba parada ahí con lodo en el vestido, los ojos como vidrios rotos y un silencio más pesado que el whisky más barato. Es tuya, dijo el muy hijo de su madre.

Si le atinas y ni siquiera miró las cartas, le valía madre. No más dijo, “Va y ganó. Con un par de sietes, nadie aplaudió, nadie dijo ni madres y nadie se atrevió a preguntar quién chingados era ella. Se llamaba Clara, no era de muchas palabras. Subió a la carreta de él y miró el camino como si ya lo hubiera recorrido mil veces en su cabeza, como si supiera exactamente a dónde iba, aunque no tuviera ni idea.

El pueblo no paraba de hablar pendejadas. Algunos decían que era la amante de Silas, otros que era una fugitiva o una bruja de las tribus del sur, pero nadie sabía la neta, ni siquiera Eli, todavía no. En el rancho las cosas se movieron rápido. La primera mañana Clara ya estaba echándole comida al ganado.

Al día siguiente arregló la bomba del pozo que llevaba meses jodida. Para el fin de semana, la casa ya no olía a muerte, sino a café recientito y a humo de leña. Eli la miraba desde el porche, siempre de lejitos, sin preguntar nada. Ella era eficiente, tranquila, pero cargaba con algo pesado, como si todo el tiempo estuviera esperando que alguien o algo viniera por ella.

Una noche, con el viento ullando como lobo en las colinas, Clara se paró junto a la ventana con un revólver viejo en la mano. Ellie no lo había visto en años. ¿De dónde lo sacaste?, le preguntó con el seño fruncido. Ella no contestó. En cambio, soltó, “Tienes enemigos, Eli.” El parpadeó desconcertado. Nel, ¿y tú? Ella asintió.

seria un chingo. Esa noche ni él ni ella pegaron el ojo. Pasaron los días, luego semanas y en medio de tanto silencio nació algo. No, amor, todavía no, pero algo más chido, más cabrón. Clara empezó a plantar flores junto a la tumba de la esposa y el hijo de Eli. Él talló su nombre en una silla que puso junto a la suya en el porche, pero el pasado no los iba a dejar en paz.

Una mañana llegó un jinete. Traía un abrigo todo polvoso, una silla de montar hecha  y el sombrero bien calado. No dijo ni pío. No más dejó una carta en el porche y se peló antes de que los perros pudieran ladrarle. Clara la abrió, leyó tres palabras y su cara se puso blanca como hueso. Ya me encontraron. Eli no preguntó quiénes eran ellos.

No más fue por el rifle que tenía colgado sobre la chimenea. Esa noche Clara le contó la neta. Alguna vez estuvo casada, vendida, más bien. Era la mujer de un varón de tierras, un tal Thomas Rork, un cabrón cruel del norte de Chihuahua. vivió cosas que nadie debería vivir. Escapó después de matarlo en defensa propia con un cuchillo de cocina. Silas la encontró medio muerta en la frontera y la tuvo como suya, a su manera enferma.

Pero ahora los hermanos de Ror que venían por ella traían lana, armas y cero intención de respetar la ley. Eli se quedó callado un buen rato, luego se levantó, fue al granero y empezó a afilar su cuchillo. ¿Qué haces?, preguntó Clara. Sin mirarla, respondió, asegurarme de que no te vuelvan a jalar. El ataque llegó tres noches después. Tres jinetes, cielo sin luna, armas listas.

No tocaron la puerta. Eli los estaba esperando atrás con la escopeta cargada. El primer vato no llegó ni al porche. El segundo se arrastró hasta el corral y se quedó tieso entre la paja. Pero el tercero alcanzó a Clara antes de que pudiera pararlo. Pelearon en la cocina. Vidrios rotos, gritos y luego silencio.

Eli corrió con el corazón latiendo como tambor. Encontró a Clara en el suelo con sangre en el vestido, pero no era suya. Ella lo miró con los ojos temblando. Creí que no iba a sobrevivir a otras manos encima de mí. Eli se hincó, le tomó la cara con las manos y le dijo, “No vas a volver a pasar por eso.

No, mientras yo jale aire.” Después de enterrar los cuerpos, llegó el sherif. Hizo sus preguntas. Eli no mintió, pero no hubo bronca. La gente de Perer sabía que la justicia en el pueblo no era como la de la ciudad. La noticia corrió como pólvora. Algunos llamaban a Clara Asesina. Otros heroína, pero nadie se atrevía a decírselo en la cara. Pasaron los meses.

Un día, mientras arreglaba la cerca, Eli sintió un dolor cabrón en el pecho y cayó de rodillas. Clara corrió hacia él gritando su nombre. sobrevivió por un pelo. El doctor le dijo que su corazón estaba muy cansado. “Nunca vas a poder tener hijos”, le recordó como si Eli no lo supiera. Tarro Clarás le tomó la mano y le susurró, “Entonces haremos una familia de otro modo.

” Dos años después, el rancho estaba lleno de morrillos huérfanos y gente que no tenía a dónde ir. Eli les enseñaba a montar caballo. Clara les enseñaba a no rajarse. Construyeron algo de la nada. Y aunque la partida de póker ya estaba olvidada, el día que Clara bajó de esa carreta se quedó grabado en la memoria de todos. No por lo que fue, sino por lo que llegó a ser el corazón de un lugar donde las cosas rotas se volvían a armar.

Y Eli, por primera vez en su vida, ya no se sentía solo. ¿Por qué? veces la familia no es la que te toca, es la que estás dispuesto a pelear y a veces hay que apostarlo todo para encontrarla. Ilanro empujó las puertas del celú como cada viernes, con un paso lento pero firme, como si la tierra misma lo estuviera esperando.

Nadie le hablaba, no por miedo, sino por respeto, o tal vez por lástima. Todos sabían quién era, el ranchero que perdió a su mujer y a su morrito en un solo día hace casi 10 años. Desde entonces no reía, no bailaba, no hablaba de más. No más trabajaba la tierra, se echaba sus tragos en silencio y se regresaba a su rancho vacío cuando el sol se ponía.

Pero esa noche algo estaba chueco. Las cartas volaban en la mesa del centro, donde los vatos apostaban más que lana. Algunos ponían tierras, otros ganado y los más borrachos hasta su dignidad. Eli se sentó sin decir ni madres. Los demás se miraron de reojo. Nadie le decía que no a un lugar en la mesa.

No a él. Salas Pun, un cabrón con más cicatrices que dientes, se reía como loco mientras echaba su tercer trago de whisky. Era un tipo peligroso, sin alma, sin códigos, pero esa noche estaba más borracho, más inquieto, como si supiera que algo iba a tronar. Última ronda! Gritó Silas. Ya no traigo varo, pero traigo algo más chido.

Todos esperaban que sacara una escritura, una llave, algo. Pero Silas giró la cabeza hacia la puerta del celú y chasqueó los dedos. Y ahí entró ella, empapada por la lluvia, el vestido roto, los pies descalzos, los ojos como si hubieran visto el infierno y ya no les importara. No dijo nada. Noás se quedó parada en la entrada como si su alma se hubiera alargado hace años.

“La pongo a ella en la mesa”, dijo Silas con una sonrisa torcida. “Mi mujer o mi carga, como quieran llamarla. Si ganas es tuya. Eli no la miró. Noás vio las cartas en su mano. Un siete de trébol y un siete de corazones. Par bajo. Nada del otro mundo. ¿Y si pierdo? Preguntó con la voz grave. ¿Sigues con tu soledad? Se burló Silas. Ándale, viejo.

¿Qué más puedes perder? Eli pensó en su casa vacía. en la mecedora junto al fuego. En los años sin una voz que llenara los pasillos. Trato hecho dijo al fin. Silas tiró sus cartas con arrogancia. Dos reinas fuerte. Eli dejó las suyas con calma. Par de sietes. Silencio.  sea. Gritó Silas dando un madrazo en la mesa. Siempre tienes esa  suerte. Pero nadie se rió.

Nadie hizo chistes. Ella caminó despacio hacia él y sin voltear atrás. Silas escupió al suelo y se largó tambaleándose hacia la noche. La puerta del celú se cerró con un golpe seco. Eli no dijo nada. Noás le dio su chaqueta a la morra y salió con ella bajo la lluvia. Nadie volvió a ver a Salas Pun. El camino al rancho fue largo y callado.

Él y guiaba el caballo por los senderos embarrados mientras ella se acurrucaba atrás en la carreta, temblando, pero no de frío, de recuerdos, de cicatrices que no se ven. El viento hullaba como animal herido entre los árboles. Al llegar, Eli la ayudó a bajar sin tocarla más de lo necesario. le señaló una habitación, le dejó ropa seca, pan y una cobija y se fue a dormir al establo, como hacía cuando tenía visitas, aunque no recordaba la última vez que eso pasó.

Al día siguiente, ella se levantó antes que él. Cuando Eli salió al patio, la encontró echándole comida a las gallinas con una camisa vieja suya puesta y la cara manchada de tierra. Pero había algo en sus ojos, algo que no estaba la noche anterior. Voluntad. No hablaron mucho, no más lo necesario. ¿Tienes nombre? Preguntó Eli mientras checaba la cerca.

Clara, respondió ella sin dejar de jalar. Clara Boone. El apellido le dolió como espina en la garganta, pero no dijo nada. lo dejó pasar porque los nombres no hacen a la gente, las acciones sí. Clara trabajaba como si le fuera la vida en ello y tal vez así era. En una semana la casa volvió a tener vida. El fogón jalaba, la ropa estaba limpia y Eli, sin saber cómo ni por qué, empezaba a dormir sin pesadillas. Una noche, mientras se echaban un café en el porche, Clara rompió el silencio.

¿Por qué me aceptaste? Eli no contestó de una. Miró el cielo, luego la taza en sus manos. No sé. Tal vez porque ya no esperaba nada y tú parecías necesitarlo todo. Clara bajó la mirada. Una lágrima le rodó por la mejilla. No de tristeza, de alivio.

Pasaron los días y Clara empezó a plantar flores junto a una cruz de madera detrás del granero. Eli la miraba de lejos con el pecho apretado. ¿Quién está ahí?, preguntó ella sin voltear. Mi mujer y mi morrito. La voz de Eli se quebró apenas. Clara se hincó y acarició la tierra. Entonces voy a cuidar este lugar como si fuera mío, porque también tengo muertos que nadie recuerda.

Esa noche Eli no durmió en el establo. Durmió en su cama con la puerta entreabierta, como si la casa estuviera viva otra vez. Pero todo lo que revive también se lo pueden llevar. Un amanecer, mientras Clara lavaba ropa en el río, un jinete apareció en el horizonte. No traía mercancía. ni buscaba negocio.

No más dejó una carta en el portón y se peló al galope sin voltear. Clara abrió el sobre, leyó las palabras y su cara se transformó. Eli lo notó de una. ¿Qué pasa? Ella tardó en contestar. Me encontraron. Eli no necesitó más detalles. El silencio que los envolvió fue más cabrón que cualquier explicación.

Esa noche, Clara sacó una pistola vieja que tenía escondida en una caja de madera bajo el piso. ¿De dónde la sacaste?, preguntó I cuando todavía creía que podía defenderme. Eli miró el arma luego a ella y por primera vez sintió miedo, no por su vida, sino por lo que podía perder si no hacía algo. Clara, si alguien viene por ti, van a tener que pasar sobre mí.

Ella no dijo nada, pero su mano tembló y en sus ojos, por primera vez hubo esperanza. La carta se quedó abierta sobre la mesa de la cocina. El viento que se colaba por la rendija de la puerta apenas la movía, como si hasta la brisa le tuviera respeto a esas palabras. Clara no volvió a tocarla. Él y la leyó una vez.

Tres palabras simples, mortales. Ya vamos por ti. Desde ese día, el rancho se puso en modo alerta. Cada crujido de la madera, cada silvido del viento, cada ladrido de los perros hacía que Clara se parara con el revólver en la mano. Eli reforzó la cerca, cambió las herraduras, limpió las armas que no usaba desde hacía años. Pero lo más gacho no fue prepararse para la bronca.

fue ver como Clara cambiaba. Ya no era la morra tranquila que regaba flores y cocinaba pan. Era otra vez la mujer que había corrido por su vida. La que no dormía, la que caminaba con los hombros tensos, como si alguien estuviera a punto de clavarle un cuchillo por la espalda.

Una noche, mientras afilaba su cuchillo bajo la luz de una lámpara de quereroseno, Clara se sentó frente a él. No dijo nada al principio, pero sus ojos hablaban más que nunca. “Necesita saber quién soy de verdad”, susurróli y detuvo la piedra de afilar. “No me importa tu pasado, Clara.” “A mí sí.” Tomó aire lento, doloroso. Fui la mujer de Thomas Rork, un terrateniente bien cabrón del norte de Chihuahua.

compraba tierras, vendía vidas. Me casaron con él a los 16. No me preguntaron, noás me entregaron. Por 3 años fui su prisionera, no su esposa. Eli apretó los dientes. No dijo nada. Una noche después de la cena, lo maté con un cuchillo de cocina. No había lágrimas en su voz. Pura neta.

Me peleé con lo que traía puesto. Crucé el desierto hasta Texas. Ahí me topó Silas. Sabía todo y me usó. Me escondió. Sí. Pero a cambio de silencio, de su misión, me tuvo como suya. Hasta que tú ganaste esa partida. Eli dejó el cuchillo en la mesa. No la tocó. No la consoló. No más dijo, “Aquí nadie te va a encerrar, ni usar ni vender.

Este lugar es tan tuyo como mío.” Clara lo miró como si esas palabras valieran más que todo el oro del condado. Pero la calma duró poco. Tres días después, una bandada de cuervos se levantó de golpe en la colina del este. Eli lo vio mientras recogía leña. Los animales no huyen sin motivo. Clara ya estaba en la casa cargando el revólver. “¿Cuántos crees que sean?”, preguntó I.

“Si es Marcus Rork, el hermano menor de Thomas, mínimo tres, tal vez cinco. Le gusta que las cosas parezcan accidentes, pero también le gusta ver. Así que vendrá el mismo. Eli respiró hondo. Que venga, pues. Esa noche no pegaron el ojo. Apagaron todas las lámparas, guardaron los caballos en el granero y taparon las ventanas con tablones.

Eli limpió cada bala como si fuera la última. A las 3 de la madrugada, los perros empezaron a ladrar. Luego silencio y después cascos. Tres jinetes cruzaron la cerca detenerse. Sus sombras bajo la luna parecían demonios sin cara. Traían sombreros bajos y rifles al hombro. Uno bajó del caballo y caminó hasta el porche. Se paró justo donde la madera crujía más.

Eli lo esperaba adentro con la escopeta lista. “Sal, viejo”, dijo el vato con voz ronca y burlona. Sabemos que estás ahí que tienes algo que no es tuyo. Clara respiraba con trabajo en la esquina de la cocina. Tenía el dedo en el gatillo. Sus ojos brillaban, no de miedo, sino de algo más viejo. Instinto y no contestó. Esperó. El vato en el porche dio un paso más, luego otro.

Y entonces la puerta se abrió de un chingadazo. El primer disparo sacudió toda la casa. Él y jaló el gatillo sin pensarlo. El cuerpo del vato cayó como trapo. Los caballos relincharon. Los otros dos bajaron de inmediato y empezaron a disparar hacia las ventanas. Una bala rozó el marco, otra rompió una botella en la repisa.

Clara se arrastró hacia el corredor con la pistola en la mano. Sabía que si entraban no saldrían vivos. Eli se movía como sombra, cargando, disparando, cubriéndose. Uno de los atacantes se acercó por el lado. Clara lo vio por la rendija. Esperó a que su silueta se alineara con la ventana rota y disparó. Un grito. Silencio. El tercero corrió al granero. Quería rodearlos.

Eli salió por la puerta trasera bajo la lluvia que caía como navajas y se deslizó por el lodo hasta alcanzarlo. Lo enfrentó de frente. El vato era joven, no más de 20. Temblaba con el revólver en la mano, pero apuntaba directo al pecho de él. No tienes que hacer esto”, dijo Eli con voz baja. “Me pagan por traerte a ella nada más.

¿Y tu alma también te la pagan?” El morro dudó. Bajó el arma un segundo. Suficiente. Eli lo desarmó de un madrazo y lo tiró al suelo. No lo mató. lo dejó ahí noqueado. Cuando volvió a la casa, Clara ya había prendido la lámpara de quereroseno. El suelo estaba manchado de sangre. El cuerpo del primer atacante seguía en el porche con los ojos abiertos.

¿Estás bien?, preguntó Eli. Clara asintió, luego caminó hacia el cuerpo y lo cubrió con una cobija vieja. Aunque viniera a matarme, no merecía morir así. solo. A la mañana siguiente enterraron a los dos muertos en la colina. Al tercero, el joven, lo dejaron atado junto al granero. Cuando despertó Eli y le dio un trago de agua y le habló sin odio. Diles que aquí no hay nada para ellos.

Diles que si vuelven no va a quedar nadie que lo cuente. El morro se peló sin voltear. Por unos días la calma regresó. Pero ni él y ni Clara eran Sabían que esto apenas empezaba. Una noche, Clara encontró a Eli sentado en la cocina mirando una foto vieja de su mujer. “¿La extrañas?” El asintió siempre.

“¿Y a mí me temes?” Él la miró directo a los ojos. “No, pero me caga perderte.” Clara se acercó, se sentó a su lado y le tomó la mano. No necesitaban palabras. El rancho, el pasado, las cicatrices, todo los había preparado para ese momento. Pero lejos, en una hacienda al norte de Texas, Marcus Rork leía un telegrama con la cara fría como piedra.

Fallamos. Regresé solo. Están armados y juntos. Marcus sonrió. Entonces voy yo. La tormenta no había acabado. El sol se levantaba lento entre las colinas, teñido de un rojo espeso, como si la tierra supiera que se venía algo gordo. Clara estaba junto al pozo, con el pelo alborotado por el viento y las manos apretadas en el cinturón.

I la miraba desde el granero terminando de poner trampas en la cerca. Ya no hablaban mucho. Las palabras sobraban cuando el peligro estaba tan cerca. Sabían que Marcus R no iba a mandar más mensajeros. Vendría en persona y cuando llegara no habría chance de negociar. El rancho se había vuelto una fortaleza silenciosa.

Puertas reforzadas, ventanas tapadas, rifles listos. Eli hasta había cabado zanjas en los lados y puesto barriles de aceite cerca del corral. Era un vato cansado, pero no acabado. Clara, por su lado, había convertido el dolor en pólvora. Ya no era una fugitiva. Era una mujer lista para defender su vida, su tierra y a él y con todo lo que tenía.

Tres días después del último ataque, los cuervos volvieron. Clara los vio primero. Volaban bajo dando círculo sobre la loma sur. Luego se escucharon los cascos. Muchos ecos de acero y furia. Cinco jinetes. Al frente Marcus Rork. Vestía de negro. La cara afilada sin emoción. Traía una gabardina larga que ondeaba al viento y un rifle cruzado en la espalda.

A su lado, un pistolero con cicatrices en la cara y dos morros más jóvenes con rifles y miradas vacías. Atrás, un vato más viejo con una caja de madera. Nadie sabía qué traía. Se pararon frente a la entrada del rancho. Ilan Mr. gritó Marcas. ¿Sabes por qué estoy aquí? Entrégamela y nos largamos. Si no, todos en esa casa se mueren hoy.

Clara se paró junto a él y en la entrada del granero. El aire olía a polvo y a bronca. ¿Quieres a Clara? Gritó Eli. Ven por ella tú solo. Uno contra uno. Marquez soltó una risa fría como si el mundo le valiera madre. Ya no estamos en esos tiempos, viejo. Esto se arregla a plomazos, no con honor.

Entonces, ven por lo que crees que es tuyo, dijo Clara con la voz firme. Marcas bajó del caballo, caminó hacia la puerta sin prisa. Sabía que sus hombres lo cubrían. Sabía que tenía ventaja. Pero Clara también sabía algo. Ese rancho era su hogar. y por primera vez iba a pelear por algo que de verdad le pertenecía. “Prepárate”, le susurró Eli. “No van a parar.

” El primer disparo no vino de Márquez, sino del tejado del granero. Eli había puesto una trampa con una escopeta vieja amarrada a un lazo. Cuando uno de los pistoleros pisó la viga equivocada, el arma tronó. El vato cayó de espaldas con el pecho abierto. Los demás abrieron fuego. El rancho se volvió un campo de guerra.

Clara se movía como sombra, disparando desde las ventanas, cubriéndose entre los barriles. Eli disparaba desde el pajar. Cada bala era un mensaje. Aquí no hay miedo. Uno por uno, los hombres de Marcas fueron cayendo. Carroa también se llevó un plomazo en el costado. Cayó de rodillas, pero siguió disparando. Clara corrió hacia él mientras las balas silvaban. Lo jaló detrás del bebedero. “No te mueras”, le dijo apretando su herida.

No, ahora no lo haré mientras tú estés aquí. Marcus, al ver que sus hombres caían, se encabronó. Entró solo a la casa, rompiendo la puerta con el hombro. Clara lo enfrentó en la cocina con el revólver descargado y un cuchillo escondido en la bota. “Así que sigues viva”, dijo Marcas escupiendo al suelo.

“Más viva de lo que nunca estuve contigo”, respondió ella. Te di casa, comida, todo. Me quitaste el alma. Marcus sacó su pistola, pero Clara fue más rápida. Le aventó el cuchillo al hombro. Marcas gritó, pero no soltó el arma. Disparó, pero falló. Clara corrió hacia él, lo golpeó con una sartén de hierro en la cara y lo tiró al suelo.

Ambos sangraban, ambos jadeaban. Marquez la atrapó por el cuello y la aventó contra la pared. perra, te voy a enterrar junto a ese viejo arruinado. Y justo cuando levantó el arma otra vez, sonó un disparo. Marcus se quedó tieso, miró su pecho. Una mancha roja se extendía lento. Eli estaba en la entrada con la escopeta humeando y la mirada más firme que nunca. Tócala otra vez y no reencarnas.

Marcus cayó sin decir mi madres. Silencio. Clara corrió hacia él y su camisa estaba empapada de sangre. Cayó en sus brazos temblando. No, no me dejes, Eli. No voy a dejarte. No hoy. Pasaron horas hasta que todo se calmó. Enterraron a los muertos atrás del rancho. Nadie del pueblo vino. Nadie preguntó. Veter Hallow ya sabía que cuando Il defendía algo era hasta el final.

Clara cuidó a él y por semanas lo alimentó, lo curó, le leyó libros viejos frente a la chimenea y cada noche dormía a su lado con una mano en su pecho, sintiendo los latidos de un corazón que había decidido seguir jalando. Meses después, cuando el rancho volvió a florecer, llegaron los primeros morrillos.

Un par de hermanos huérfanos escapando de un burdel. Luego una morrita con la espalda marcada. Clara no preguntaba mucho, no más les daba agua, pan y una cama. Y Eli les enseñaba a montar caballo y sembrar maíz. El rancho se volvió refugio. Hogar. Y cada vez que alguien nuevo llegaba y preguntaba quiénes eran, Eli respondía con una sonrisa. Somos lo que queda cuando todo falla. Clara nunca volvió a mirar atrás.

Eli nunca volvió a estar solo. Y aunque la partida de póker fue una farsa, el destino, con todas sus cicatrices, les dio algo que ni el tiempo ni la muerte podían quitarles. Una familia nacida del dolor, pero alimentada por el amor. Porque a veces hay que apostarlo todo. Y otras veces el premio no es lo que ganaste, sino lo que te atreviste a recuperar. hasta el último jale.