El ídolo que acabó vendiendo su alma: Tommy Hearns, el verdugo de Durán que terminó arruinado, humillado y perseguido por sus propios fantasmas

Tommy Hearns: El dios del ring que terminó peleando contra sus propios demonios

¿Qué pasa cuando un ídolo del boxeo, un guerrero invencible en el cuadrilátero, termina vendiendo sus cinturones para no perder su casa? ¿Cómo se explica que alguien que noqueó a leyendas como Roberto Durán y estremeció el mundo con sus puños explosivos, acabe siendo más recordado por sus escándalos fuera del ring que por sus hazañas dentro de él?

Esta es la historia cruda y profundamente humana de Tommy Hearns, también conocido como “The Hitman”, una leyenda del boxeo cuya vida parece una montaña rusa de gloria, caídas, redención fallida y, sobre todo, una advertencia para las nuevas generaciones.

Nacido en la miseria de Detroit, Tommy creció entre el ruido de peleas callejeras, el hambre y la desesperación. Su madre, sola, criaba a nueve hijos en condiciones que rozaban lo inhumano. Fue en ese contexto que el destino lo cruzó con Emanuel Steward y el legendario gimnasio Kronk. Steward no vio a un niño flaco y desgarbado. Vio a un asesino con guantes. Y no se equivocó.

Hearns acumuló 155 victorias como amateur. A los 19 años ya era un monstruo profesional, con 17 nocauts consecutivos. Destruyó al campeón mexicano José “Pipino” Cuevas en dos rounds y se convirtió en una estrella internacional. Pero como en toda tragedia griega, su mayor enemigo no estaba frente a él. Estaba dentro.

Su primera gran derrota ante Sugar Ray Leonard fue una puñalada directa al alma. Tenía la pelea ganada, pero lo dejó escapar. Y Leonard, como buen depredador, no perdona. Esa noche, Hearns perdió algo más que el cinturón: perdió su aura de invencibilidad.

Pero el Hitman no se rinde. Volvió con más furia que nunca y pulverizó a Roberto Durán en menos de seis minutos, en una de las derrotas más humillantes de la carrera del panameño. Era el campeón en dos divisiones, sembraba miedo, y su nombre estaba en boca de todos. Hasta que llegó Marvin Hagler.

Aquella guerra contra Hagler, considerada por muchos como la mejor pelea de todos los tiempos, duró apenas tres rounds, pero cada segundo fue fuego. Hearns cayó, literalmente. Una mala decisión la noche anterior —un masaje en las piernas— le costó movilidad, y Hagler no tuvo piedad. Lo desfiguró. Fue una lección brutal: el boxeo no perdona errores.

Aun así, Hearns siguió acumulando títulos. Llegó a ser campeón en cinco divisiones. Pero en silencio, algo se había roto. Cuando Irán Barkley, un rival sin gran cartel, lo noqueó con un derechazo limpio, quedó claro que la máquina comenzaba a oxidarse. Y fuera del ring, las malas decisiones empezaron a pesar más que los cinturones.

Coches, mansiones, joyas… Hearns lo compró todo, menos la estabilidad. En 2010 debía medio millón de dólares en impuestos. ¿La solución? Subastar su historia. Vendió guantes, túnicas, trofeos, todo. El Hitman en piezas, como si sus memorias fueran baratijas.

Y como si no fuera suficiente, una serie de escándalos personales terminaron por manchar aún más su legado. Desde declaraciones polémicas sobre la muerte de Marvin Hagler —que desataron la furia de la familia del difunto— hasta un arresto por violencia doméstica contra su hijo de 13 años. Hearns, el ídolo, se convertía en una sombra incómoda de sí mismo.

Pero incluso entre las ruinas hay algo que nadie le puede quitar: lo que hizo dentro del ring. Fue el primer boxeador en la historia en ganar títulos en cinco categorías diferentes. Su legado pugilístico está escrito en letras de oro. Sus peleas aún se estudian. Su nombre, a pesar de todo, sigue generando respeto.

Claro, muchos en Detroit aún lo critican por “olvidar sus raíces”. Otros, en cambio, lo defienden con pasión: “cayó peleando hasta el final, incluso contra sí mismo”. Y tal vez ambas posturas tienen razón, porque Hearns fue eso: contradicción pura. Un caballero que se transformaba en bestia. Un campeón que nunca aprendió a ser hombre fuera del ring.

Hoy, camina lejos de los reflectores. Su salud ya no es la de antes. Su cuenta bancaria tampoco. Pero cuando aparece en algún evento de boxeo, la gente lo mira con ese respeto reservado solo a quienes sobrevivieron a las guerras más brutales.

Porque al final, más allá de los errores, de las frases desafortunadas y los escándalos, Tommy Hearns sigue siendo un espejo de lo que somos: humanos. Capaces de lo mejor y de lo peor. Y aunque haya perdido peleas, amigos, dinero y reputación… nunca perdió la voluntad de pelear.

Y eso, aunque no pague las cuentas, vale más que cualquier cinturón.