El abuelo y los guantes rojos: la lección de respeto que dio Julio César Chávez en Ciudad Juárez
Eran las 5:43 de la tarde en Ciudad Juárez. Afuera, el sol castigaba sin piedad, pero dentro de la tienda deportiva “Campeones”, el aire acondicionado intentaba imponer calma. Miguel Ángel, joven empleado de 23 años, revisaba la mercancía con desinterés. Todo cambió cuando entró un hombre mayor, de gorra vieja, camisa sencilla y andar sereno. Nadie lo reconoció.
—“Buenas tardes, joven. Busco unos guantes profesionales. Los mejores que tenga” —dijo el anciano con voz pausada pero firme.
La burla fue inmediata. Javier, otro vendedor, rió condescendiente. “¿Para usted? Quizá busca un regalo para su nieto, ¿no?”. Miguel, incapaz de contenerse, agregó: “Tenemos unos Everlast de principiante, están en oferta”.
Pero el anciano no se inmutó. Sólo sonrió y respondió tranquilo: “Busco unos Cleto Reyes de 10 onzas. Rojos, si los tienen”.
Aquella petición provocó carcajadas disimuladas. Hasta que Eduardo Ramírez, gerente de la tienda y fanático del boxeo, salió de la bodega y lo vio. Se quedó paralizado. “Don Julio… ¿Julio César Chávez?” —preguntó, con la voz quebrada por la incredulidad.
Un silencio helado cayó sobre la tienda. Los jóvenes palidecieron.
—“El mismo,” respondió el campeón con humildad. “Entreno a mi nieto, y los guantes que le compré ya no sirven. Tiene la misma pegada que su abuelo.”
Eduardo corrió a atenderlo. Los empleados no sabían dónde meterse. Se habían burlado, sin saber, de una leyenda viva. Porque sí, ese señor de rostro curtido y cicatrices discretas era el hombre que había ganado 107 peleas, que noqueó a Meldrick Taylor a segundos del final, y que se convirtió en símbolo de todo un país.
Lo que no sabían era que, tres horas antes, Don Julio había estado entrenando en el gimnasio “Esperanza y Gloria” con su nieto, Julio César Chávez Junior —14 años, mirada de acero, y guantes rotos.
—“El boxeo no es fuerza, es precisión. Cuando tires el jab, que sea como una serpiente: rápido, directo, letal” —le decía el abuelo mientras corregía su postura con cariño y exigencia.
Cuando los guantes comenzaron a romperse, Julio prometió ir por unos nuevos. No en internet. No con asistentes. Él mismo. Como lo ha hecho siempre: con los pies en la tierra y el corazón en el ring.
De regreso en la tienda, Eduardo lo llevó a la oficina y le mostró cinco pares de guantes Cleto Reyes, como si fueran reliquias sagradas. Julio examinaba uno por uno, recordando batallas, nombres, heridas. “Usé unos como estos cuando noqueé a Taylor en el 90. Sentí que mi vida entera estaba en ese golpe.”
Miguel, arrepentido, entró tímidamente con unas fotos viejas de archivo. “Don Julio… ¿me las firmaría?” Su tono era otro. De respeto. De vergüenza. Julio lo miró, lo escuchó. Y le firmó todas. “No juzgues por la apariencia, hijo. El respeto no se da, se gana. No importa si es un médico, una señora limpiando pisos o un viejo comprando pan. Todos merecen respeto.”
La lección caló hondo.
Antes de irse, Eduardo le ofreció los guantes como regalo. Pero Julio se negó.
—“Siempre he pagado por mis cosas. Porque el respeto también se demuestra así.”
Ya en el carro, su hijo —Julio César Chávez Jr.— lo llamó.
—“¿Te reconocieron?”
—“Al final sí… pero primero se burlaron del abuelo que quería unos guantes profesionales” —respondió con una risa suave. “No los culpo. A veces olvidamos mirar más allá de las apariencias.”
Horas después, en el gimnasio, su nieto abrió los guantes con devoción. El cuero rojo brillaba. Julio lo miró fijo y le dijo:
—“Recuerda esto: antes que boxeador, eres hombre. Después, mexicano. Y luego, sí, peleador. Cada golpe que lances con estos guantes, que lleve nuestro apellido con honor.”
El joven asintió. Se puso los guantes. Subió al ring.
Y en la esquina, sentado donde antes recibía consejos, ahora Julio los daba. El círculo estaba completo.
Porque las leyendas no mueren. Solo cambian la forma en que siguen peleando.