Entre luces, cámaras apagadas y un silencio inesperado, Catherine Siachoque confiesa que su corazón pertenece a alguien más y establece un límite tajante: «No vuelvan a mencionar a esa persona», desatando especulaciones imparables
El público estaba preparado para una noche normal de entretenimiento: juegos, risas, anécdotas, algún chisme suave y el carisma habitual de Catherine Siachoque, esa presencia elegante que puede convertir cualquier pregunta incómoda en un momento ligero. Nadie estaba listo para lo que realmente iba a ocurrir.
Las cámaras ya estaban encendidas, el foro iluminado y el conductor repasaba en su mente el guion del programa. Catherine, sentada en el sillón central, parecía tranquila. Tenía ese tipo de calma que confunde: por fuera, todo en orden; por dentro, una tormenta que aún no conoce testigos.
La entrevista empezó como tantas otras. Preguntas sobre sus proyectos, sobre su trayectoria, sobre cómo se mantiene vigente, sobre la evolución de la industria. Catherine respondía con fluidez, jugando con el humor, compartiendo recuerdos, riendo cuando era necesario. El equipo de producción respiraba tranquilo: la cosa iba sobre rieles.
Hasta que llegó esa pregunta. La de siempre. La que parecía inofensiva, pero que llevaba meses, quizá años, pesando en la espalda de la actriz.
—Catherine —dijo el conductor, con sonrisa de confianza—, y en el amor, ¿cómo estás? Ya sabes que el público quiere saberlo todo.
Ella sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos. Miró un instante al público, luego a la cámara, luego a un punto indefinido detrás de los reflectores. Fue un gesto mínimo, casi imperceptible para quien no la conociera. Y sin embargo, algo cambió en el aire.
Respiró hondo. Podría, como tantas veces, responder con una frase hecha: “Estoy tranquila”, “El trabajo es mi gran amor”, “Eso me lo guardo para mí”. Pero esa noche no. Esa noche llevaba una decisión escondida en la garganta.
Se inclinó un poco hacia el micrófono, y con la voz firme, lanzó la frase que nadie tenía en el libreto:
—Sí… tengo un nuevo amor.
Hizo una pausa.
—Y por favor… no lo mencionen más.
El silencio fue tan intenso que se escuchó hasta el roce del micrófono con su vestido.

El segundo exacto en el que todo cambió
No hubo risas nerviosas. No hubo el típico “¡ay, cuéntanos más!” inmediato. El conductor la miró, sorprendido, como si hubiera esperado cualquier cosa menos esa súplica. El público en el foro se quedó quieto; incluso los que ya tenían el teléfono en la mano para grabar, dejaron de moverse por un par de segundos.
“Tengo un nuevo amor” levantó las cejas de todos. “Por favor, no lo mencionen más” descolocó todavía más.
Porque esa petición no sonaba a capricho, ni a juego, ni a estrategia. Sonaba a límite. A alguien que ya no está dispuesta a que un capítulo de su vida dependa del humor de los titulares.
El conductor intentó recomponer:
—¿Cómo que no lo mencionemos más? Pero si acabas de dejarnos con la duda más grande de la noche…
Catherine sonrió apenas. Esa sonrisa que, quienes la han seguido por años, reconocen como la antesala de una verdad que viene sin maquillaje.
—Porque ya estoy cansada —dijo, sin rodeos—. Cansada de que cada entrevista se convierta en una autopsia de mi pasado. Cansada de que un nombre que ya pertenece a otro tiempo siga apareciendo cada vez que hablo. Hoy quiero que quede claro: mi corazón está en otro lado. Y lo que quedó atrás, por favor, ya no lo mencionen más.
El fantasma que la acompañaba a cada entrevista
Detrás de esa frase había una historia que el público no conocía del todo, pero intuía. Durante años, cada presencia suya en un programa terminaba, de una forma u otra, en el mismo tema: esa persona. Un antiguo amor, una relación muy comentada, un capítulo que algunos se empeñaban en mantener vivo a costa de preguntas repetidas.
Las fórmulas se parecían siempre:
“¿Lo volverías a ver?”
“¿Siguen hablando?”
“¿Te dolió mucho esa etapa?”
“¿Lo superaste de verdad?”
Y aunque ella aprendió a responder con clase, con elegancia, con distancia, el desgaste era real. No importaba cuánto hablara de su trabajo, de sus logros, de sus personajes: al final, el centro del morbo siempre era ese nombre que no necesitaba ser pronunciado para estar presente.
Aquella noche, sin embargo, sucedió algo diferente. Por primera vez, Catherine no quiso esquivar el tema ni disfrazarlo. Decidió enfrentarlo de frente… para cerrarlo.
—He pasado demasiados años definiéndome en entrevistas por un capítulo que ya no me representa —explicó—. No quiero seguir construyendo mi presente alrededor de una historia que terminó. Tengo derecho a dejar de ser “la que estuvo con…” y ser simplemente yo. Con mi vida nueva. Con mi amor nuevo.
El nuevo amor del que casi no quiere hablar
Paradójicamente, mientras todos querían saber más sobre el nuevo amor, ella se negaba a entrar en detalles. No por vergüenza, no por duda, sino por un motivo aún más fuerte: protección.
—Cuando digo “tengo un nuevo amor” —aclaró—, no lo digo para alimentar el espectáculo. Lo digo porque no quiero que se siga asociando mi nombre al pasado. Pero ese nuevo amor es mío. Mío y de esa persona. No lo traje aquí para exhibirlo.
El conductor insistió con cuidado:
—¿Es alguien del medio?
—No —respondió ella, sin dudar—. Y aunque lo fuera, no lo diría. Quiero que esa persona tenga el lujo de vivir una relación sin convertirse en tema de reunión, sin que cada gesto se convierta en nota.
Contó, eso sí, lo esencial: que llegó a su vida cuando ya no esperaba sorprenderse; que apareció en un momento en que ella se sentía emocionalmente en pausa; que al principio no se trató de romance, sino de compañía.
—Llegó como amigo —reconoció—. Como alguien que estaba ahí, sin pedir nada, sin esperar nada. Y me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, podía hablar sin estar pensando si eso luego iba a convertirse en un titular.
No hubo detalles de cómo se conocieron, ni de dónde trabaja, ni de cuánto tiempo llevan. Lo único que dejó claro es que esa historia se está escribiendo lejos de los foros, en esa parte de la vida que no aparece en redes.
“No lo mencionen más”: un cierre disfrazado de súplica
Más allá de la curiosidad por el nuevo amor, la frase que quedó vibrando fue la súplica: “por favor, no lo mencionen más”.
—¿A quién te refieres exactamente con “no lo mencionen más”? —se atrevió a preguntar el conductor, midiendo cada palabra.
Catherine no cayó en la trampa de dar nombres. No hacía falta.
—A quien ustedes saben —dijo, con calma—. A ese nombre que llevan años arrastrando conmigo como si fuera parte obligatoria de mi tarjeta de presentación. No tengo nada en contra, no vengo a hablar mal de nadie. Lo único que digo es: ya no quiero que esa historia siga ocupando espacio aquí.
Se llevó la mano al pecho.
—Aquí ya hay algo nuevo —añadió—. Y para que lo nuevo crezca, a veces hay que dejar de regar lo viejo con preguntas.
El foro quedó en silencio una vez más. No era un silencio tenso, sino reflexivo. No se escuchaban respiraciones contenidas por el escándalo, sino una especie de respeto involuntario ante alguien que, por primera vez, no estaba jugando al juego de la evasiva.
Redes sociales en llamas: ¿confesión, indirecta o declaración de guerra?
Mientras la entrevista seguía al aire, los clips empezaron a circular. El momento exacto en que decía “Tengo un nuevo amor” fue recortado, ralentizado, repetido. La segunda parte, “por favor, no lo mencionen más”, se convirtió en frase de impacto, en texto sobre fotos, en titular reciclado en distintos tonos.
En cuestión de minutos, las redes estaban llenas de teorías:
Que la frase iba dirigida a los programas que viven del pasado.
Que era una indirecta elegante a un antiguo amor que no dejaba de aparecer en notas.
Que era una forma de proteger a su pareja actual de comparaciones injustas.
Que, por primera vez, ella estaba marcando un límite tan claro como su propio nombre.
Lo que nadie podía negar era el valor del gesto. En una industria donde muchas personas aceptan repetir la misma historia mil veces con tal de mantenerse en el foco, ella acababa de hacer lo contrario: cerrar una puerta, aunque eso significara renunciar a cierto tipo de titular fácil.
El costo de ser “tema” durante demasiado tiempo
En un momento más íntimo de la conversación, el conductor cambió el tono y dejó a un lado el morbo.
—Mira, Catherine —dijo, mirándola sin el filtro del show—, se nota que esto te pesa. ¿Te ha hecho daño que te sigan asociando tanto con el pasado?
Ella lo pensó un segundo.
—No es que me haya hecho daño todos los días —respondió—. Pero cansa. Cansa sentir que, aunque tú avanzas, la gente quiere meter tu vida en un loop constante. Cansa que, después de hablar cuarenta minutos de tu trabajo, la nota se reduzca a diez segundos de pregunta sentimental.
Respiró hondo antes de seguir.
—Yo no reniego de lo que viví. Lo que viví me hizo ser quien soy. Pero también tengo derecho a no caminar con un eco eterno detrás de mí.
Habló sin rencor. No criticó a nadie directamente. Se centró en algo más profundo: su propio derecho a construir una nueva etapa, sin borrar la anterior, pero sin estar condenada a repetirla.
Un amor nuevo, una versión nueva de ella misma
Aunque no quiso dar detalles del nuevo amor, sí fue generosa al hablar de lo que esa relación ha provocado en ella.
—Me encontré con una versión de mí que hacía mucho que no veía —confesó—. Una Catherine que se ríe de cosas pequeñas, que no está revisando el teléfono cada cinco minutos para ver si salió otra nota, que puede estar en silencio con alguien sin sentir que tiene que demostrar nada.
Contó que, en esta nueva etapa, le ha dado más valor a las conversaciones largas que a las fotos perfectas. Que valora más un café sin cámaras que una cena llena de flashes. Que se ha permitido mostrarse en su vida cotidiana sin miedo a no encajar con la imagen que otros construyen.
—No soy la misma de hace veinte años —dijo—. Y qué bueno. Me gusta más esta versión: más tranquila, más selectiva con quién entra a mi vida y más clara con lo que no quiero repetir.
El límite frente a los medios: ni víctima ni villana
La fuerza de su declaración pudo haber derivado en un discurso de confrontación con la prensa, pero ella evitó ese camino.
—No estoy peleada con los medios —aclaró—. Estoy aquí, ¿no? Agradezco cada espacio donde puedo hablar de mi trabajo. Lo único que pido es que, así como respetan mis proyectos, también respeten mis cierres.
No buscó aplausos. No se disfrazó de víctima. Tampoco de villana. Se colocó en un lugar distinto: el de alguien que sabe qué precio ha pagado por cada cosa y, aun así, sigue apostando por el equilibrio.
—Sé que después de esto vendrán más preguntas —admitió—. Pero al menos hoy dejé claro dónde está mi línea. Y quien decida cruzarla, sabrá que no lo hace por ignorancia, sino por elección.
El momento final: una mirada a cámara y un mensaje directo
Hacia el final del programa, el conductor le cedió la última palabra. Era la oportunidad perfecta para suavizar la situación, para restarle importancia, para fingir que todo había sido una especie de momento espontáneo sin mayor peso.
Catherine hizo lo contrario.
Miró directamente a la cámara, con la misma firmeza con la que empezó la conversación, y habló como si se dirigiera a cada persona que, desde su casa, se cree con derecho a opinar sobre su corazón.
—Voy a repetirlo una última vez, pero ahora con calma —dijo—: sí, tengo un nuevo amor. Sí, estoy en una etapa bonita. Y no, no quiero que mi pasado sentimental siga siendo el tema central cada vez que aparezco en un programa.
Hizo una pausa breve.
—Si me van a mencionar, háganlo por lo que hago, por lo que construyo, por lo que viene. No por lo que ya se fue.
El foro se quedó callado. No porque hubiera escándalo, sino porque había verdad. De esa verdad que no necesita gritos ni lágrimas para hacerse escuchar.
Lo que quedó después del “corten”
Cuando se apagaron las cámaras, el murmullo regresó. El equipo se acercó a felicitarla; algunos lo hicieron con abrazos, otros con discretos apretones de mano. El conductor le susurró:
—Sabes que esta noche va a dar mucho de qué hablar, ¿no?
Ella sonrió, pero esta vez la sonrisa sí le llegó a los ojos.
—Que hablen —respondió—. Pero que escuchen bien lo que dije.
En el vestidor, mientras se quitaba el maquillaje de las luces, el eco de sus propias palabras la acompañaba. “Tengo un nuevo amor”. Tres palabras que marcaban un inicio. “No lo mencionen más”. Cinco palabras que cerraban un capítulo que había durado demasiado en boca ajena.
Afuera, el ruido de las redes, los artículos, los debates. Adentro, una certeza simple, pero poderosa: por primera vez en mucho tiempo, había hablado no para congraciarse con nadie, sino para ser fiel a lo que sentía.
Y quizá eso es lo que hizo tan impactante el momento: no la revelación del nuevo amor, sino el valor de poner punto final, en vivo y sin guion, a una historia que ya no quería seguir arrastrando.
El resto —quién es, cómo se conocieron, qué pasará después— quedará, al menos por ahora, lejos del foco. Tal vez esa sea la verdadera noticia: que, en un mundo que exige exposición constante, Catherine Siachoque eligió algo distinto.
Elegió decir:
“Mi vida sigue. Mi corazón también.
Y lo que ya fue… por favor, no lo mencionen más.”
