APACHE ENCONTRÓ A UNA EMBARAZADA MORIBUNDA EN LA NIEVE… y prometió criar a su bebé como propio

APACHE ENCONTRÓ A UNA EMBARAZADA MORIBUNDA EN LA NIEVE… y prometió criar a su bebé como propio

Con sus manos manchadas de sangre y nieve, Halcón Rojo sostuvo a la recién nacida mientras su madre exhalaba el último aliento en medio de la tormenta. El guerrero Apache, que había perdido a su propia familia años atrás, hizo una promesa que lo convertiría en el enemigo más temido de un hombre poderoso, dispuesto a matar por un secreto.

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Halcón Rojo caminaba con paso firme, su figura recortándose contra la blancura inmaculada como una sombra solitaria. Sus botas de piel envueltas en tiras de cuero cruzaban la nieve. profunda sin vacilar, dejando tras de sí huellas que el viento pronto borraría. La cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda desde el pómulo hasta la mandíbula, se tensaba por el frío, recordándole batallas pasadas y dolores que el tiempo no había logrado mitigar.

A sus años, su rostro tallado por el sol y el sufrimiento mostraba la dureza de quien ha visto demasiado. Sus ojos, negros como obsidianas, escrutaban el horizonte con la precisión de un cazador experimentado, pero en ellos habitaba una tristeza antigua, un vacío que nada parecía llenar. Cinco inviernos habían pasado desde aquella noche en que la tormenta le arrebató todo.

5 años desde que encontró a Malinali, su esposa, atrapada bajo un árbol caído mientras regresaba de visitar a su hermana. El recuerdo lo asaltaba con la misma intensidad que el primer día, sus manos desesperadas apartando la nieve, sus gritos desgarrando el viento y finalmente el cuerpo inmóvil de Malinali con el vientre hinchado por el hijo que nunca llegaría a conocer.

El clan lo llamaba ahora el solitario, aunque nunca frente a él. Lo respetaban como guerrero, como cazador, pero mantenían distancia. La pérdida lo había transformado en un hombre de pocas palabras y gestos austeros, alguien que prefería la soledad de los bosques a la calidez de las fogatas comunales. Esa mañana había salido a cazar.

El invierno era duro y su pueblo necesitaba carne. Sus hermanos de clan confiaban en sus habilidades, en su conocimiento del bosque, en su capacidad para regresar con algo. Cuando otros volvían con las manos vacías, la nieve comenzó a caer con más fuerza. Halcón Rojo se detuvo alzando la mirada hacia el cielo encapotado. No quedaba mucho tiempo antes de que la tormenta empeorara.

Debía regresar incluso sin presa. Era suficientemente sabio para no desafiar a los elementos. Fue entonces cuando lo escuchó. Un gemido apenas audible bajo el aullido del viento, tan débil que por un momento pensó que era su imaginación. Quizás el eco de sus propios recuerdos.

jugándole una mala pasada, pero volvió a sonar esta vez más claro, un quejido humano. Halcón rojo giró intentando ubicar la dirección. Sus sentidos, afilados por años de caza se tensaron. Apartó unas ramas bajas cargadas de nieve y avanzó hacia un pequeño claro. Al principio no vio nada, solo más nieve y la silueta oscura de unos arbustos.

Luego, un movimiento apenas perceptible captó su atención. Entre la blancura, un bulto oscuro. Se acercó con cautela, la mano instintivamente cerca del cuchillo que llevaba al cinto. La nieve crujía bajo sus pies mientras se aproximaba. Era una mujer yacía semicubierta por la nieve con un vestido rasgado que alguna vez fue elegante y ahora estaba sucio y húmedo.

Su piel, pálida como la luna, contrastaba con el cabello negro que se extendía sobre la nieve como tinta derramada. Pero lo que más impactó a Alcón Rojo fue su vientre, abultado, tenso, señal inequívoca de un embarazo avanzado. Se arrodilló junto a ella, apartando la nieve que comenzaba a cubrirla.

Su rostro era joven, quizás 25 años, con facciones delicadas ahora contraídas por el dolor y el frío. Sus labios, azulados temblaban mientras murmuraba palabras incoherentes. “Tranquila”, susurró él en español, “unoma que había aprendido de joven para comerciar con los poblados mexicanos cercanos. No voy a hacerte daño. Los ojos de la mujer se abrieron débilmente.

Eran de un castaño profundo, como la tierra húmeda después de la lluvia. Lo miró sin reconocimiento, con la mirada desenfocada de quien está más cerca de la muerte que de la vida. “Mi bebé”, murmuró ella, su voz apenas un susurro quebrado. “Por favor, mi bebé.” Sus manos, pálidas y frías como la nieve misma, se aferraron al vientre en un gesto protector.

Halcón rojo sintió que algo se removía en su interior, un eco doloroso de su propia pérdida. Te llevaré a un lugar seguro”, dijo, aunque no estaba seguro de que ella pudiera entenderlo. La tomó en brazos, sorprendido por lo ligera que resultaba a pesar de su estado. Ella gimió cuando la levantó, pero no opuso resistencia. Su cabeza cayó sobre el pecho de halcón rojo y él pudo sentir su respiración superficial cada vez más débil.

La tormenta arreciaba. formando un muro blanco que dificultaba la visión. Alcón Rojo sabía que no llegaría al poblado de su clan antes del anochecer, no con este clima y cargando a la mujer. Tendría que buscar refugio, encender un fuego, intentar mantenerla con vida hasta que el tiempo mejorara. Mientras avanzaba entre la nieve, sintió como ella tomaba su mano con una fuerza sorprendente para alguien en su estado.

La guió hasta su vientre y la mantuvo allí, sus ojos suplicantes, fijos en los de él. “Promételo”, murmuró. “Prométeme que vivirá.” Al con rojo sintió un nudo en la garganta. Bajo su palma percibió un leve movimiento, la vida pulsando dentro del vientre de la moribunda. Una vida inocente, ajena a la crueldad del mundo que la aguardaba.

Lo prometo respondió con voz grave las palabras formando nubes de vapor en el aire helado. Una lágrima se congeló en su mejilla mientras la mujer cerraba los ojos. Exhausta. Halcón Rojo apretó la mandíbula y continuó caminando, adentrándose en la tormenta con una determinación férrea. No permitiría que otra vida se perdiera en la nieve. No si podía evitarlo.

Esta vez desafiaría al invierno mismo si era necesario. La tormenta rugía con furia desatada, como si los espíritus del invierno estuvieran determinados a reclamar dos vidas más para su colección. Halcón rojo luchaba contra el viento cortante, cada paso hundiéndose en la nieve que ya alcanzaba sus rodillas.

La mujer en sus brazos apenas respiraba, su piel cada vez más fría, sus labios tiñiéndose de un azul profundo que él conocía demasiado bien. On resiste, susurraba, tanto para ella como para sí mismo. refugio está cerca. A media legua de distancia entre un grupo de rocas prominentes que los ancianos llamaban los dedos del gigante, Alcón Rojo había construido un pequeño refugio años atrás, un lugar sencillo donde ocasionalmente pasaba la noche durante las cacerías prolongadas, almacenando allí pieles, leña y alimentos secos. Si lograba llegar, tendrían una oportunidad.

La visibilidad era casi nula. Avanzaba guiado más por instinto que por vista, reconociendo formas familiares en el paisaje, a pesar del manto blanco que lo cubría todo. El peso de la mujer parecía aumentar con cada paso, no por su tamaño, sino por la responsabilidad que ahora cargaba. Dos vidas dependían de él.

Por fin, entre la cortina de nieve, distinguió la silueta de las rocas. El alivio le dio nuevas fuerzas mientras se apresuraba hacia la pequeña abertura entre dos peñascos. El refugio, parcialmente excavado en la tierra y reforzado con troncos, parecía la entrada a otro mundo después del infierno helado del exterior.

Inclinándose para pasar, entró en la oscuridad protectora. El viento aullaba afuera, pero aquí dentro el silencio era casi palpable. Con cuidado depositó a la mujer sobre un lecho de pieles que mantenía en el rincón. trabajó rápidamente encendiendo fuego en el pequeño hogar de piedra. Sus manos, entumecidas por el frío, luchaban con el pedernal y el acero, hasta que finalmente una chispa prendió en la yesca seca. La luz del fuego creciente iluminó el rostro de la mujer.

Bajo la pátina de suciedad y agotamiento, Halcón Rojo pudo ver que era hermosa, con facciones delicadas. que hablaban de una vida privilegiada. No era indígena ni mestiza. Sus rasgos y la calidad de su ropa, aunque ahora deteriorada, sugerían que pertenecía a alguna familia española adinerada.

¿Quién eres?, murmuró mientras empapaba un trozo de tela limpia en agua derretida de su cantimplora. ¿Qué hacías sola en la montaña? con delicadeza limpió la tierra y la sangre seca del rostro de la mujer. Ella se estremeció ante el contacto, sus ojos abriéndose por un momento, desenfocados y llenos de temor. No, por favor, balbuceó intentando apartar su mano débilmente.

Tranquila, dijo él con voz suave. [Música] Estás a salvo. La mujer lo miró. Entonces, realmente lo miró por primera vez. Sus ojos castaños enfocándose brevemente en los suyos, un destello de reconocimiento, quizás incluso de esperanza, cruzó su mirada antes de que el dolor la hiciera contraerse nuevamente.

“Me llamo Sofía”, logró decir entre jadeos. Sofía Montero de Hidalgo. Alcón Rojo asintió guardando el nombre en su memoria. “Yo soy Halcón Rojo del clan Nedni. usó el nombre por el que los mexicanos lo conocían, más fácil para ella que su verdadero nombre Apache. Sofía intentó incorporarse, pero un espasmo de dolor la hizo doblarse aferrándose a su vientre.

Un gemido escapó de sus labios, un sonido primitivo que Alcón Rojo reconoció de inmediato. El bebé se estaba adelantando. ¿Cuánto tiempo?, preguntó su voz más tensa de lo que pretendía. No debería faltar un mes, respondió ella entre jadeos. Pero viene ahora. Alcón Rojo sintió que el sudor frío le corría por la espalda a pesar del calor creciente del refugio.

No era curandero ni partero. Había asistido partos de emergencia en su clan. Sí, pero siempre con la guía de las mujeres sabias. Ahora estaba solo con una mujer extraña y un bebé que decidía nacer en medio de la peor tormenta del invierno. Agua pidió Sofía, su voz apenas audible, por favor. Él se apresuró a llevar su cantimplora a los labios de la mujer, sosteniéndole la cabeza mientras ella bebía con avidez.

Al apartarla, Sofía aferró su muñeca con sorprendente fuerza. Si tengo que elegir, susurró sus ojos fijos en los de él. Salva a mi hijo, promételo. La petición golpeó a Alcón Rojo como un puñetazo. Las mismas palabras que Malinali había pronunciado mientras la vida se le escapaba.

la misma súplica desesperada de una madre dispuesta a sacrificarlo todo. No tendrás que elegir, respondió con firmeza, los dos viviréis. Pero incluso mientras lo decía, sabía que era una promesa que podría no ser capaz de cumplir. La mujer estaba débil, probablemente llevaba días expuesta al frío, quizás sin comer. El parto, ya peligroso en las mejores circunstancias, podría ser fatal en su condición.

Sofía pareció leer sus pensamientos. Una sonrisa triste cruzó sus labios. Mi esposo comenzó, pero otro espasmo la interrumpió. Cuando pasó, continuó con voz entrecortada. Fernando Hidalgo, me abandonó aquí. Descubrió que el niño no es suyo. Las palabras cayeron como piedras en el silencio del refugio. Halcón rojo no dijo nada, esperando que continuara.

Me trajo a la montaña, dijo que cazaríamos. Cuando dormía, tomó el caballo, me dejó para morir. Su voz se quebró en un soyo. La rabia encendió la sangre de halcón rojo. Conocía bien la crueldad de los hombres. Pero esto, abandonar a una mujer embarazada en la montaña durante el invierno, era una sentencia de muerte deliberada, cruel incluso para el enemigo más odiado. Ese hombre pagará, dijo con voz grave.

Sofía negó débilmente. Solo salva a mi hijo es lo único que importa. Un nuevo espasmo, más fuerte que los anteriores, la sacudió. Y entonces Halcón Rojo vio el líquido claro empapando las pieles bajo ella. El momento había llegado. No había vuelta atrás. El fuego crepitaba en el pequeño refugio, proyectando sombras danzantes sobre las paredes de roca y tierra.

Afuera, la tormenta había alcanzado su punto álgido, el viento aullando como mil lobos hambrientos, la nieve azotando todo a su paso, pero el verdadero combate se libraba dentro, donde Sofía luchaba por traer una vida al mundo mientras la suya propia pendía de un hilo. Alcón Rojo trabajaba con una concentración feroz.

Había hervido agua en un pequeño cazo de cobre que mantenía en el refugio. Había desgarrado una de sus camisas limpias para hacer paños y había colocado sus mejores pieles bajo Sofía. Sus manos, acostumbradas a despellejar animales y tensionar arcos, ahora se movían con una delicadeza que él mismo desconocía.

Respira”, le indicaba, recordando las palabras que las ancianas de su clan repetían durante los partos. “Respira profundo y empuja cuando sientas que debes hacerlo.” Sofía asintió débilmente, su rostro perlado de sudor, a pesar del frío que se colaba por las rendijas. Sus ojos, antes claros y vivaces, ahora estaban vidriosos por la fiebre.

Halcón Rojo había visto esa mirada antes en guerreros gravemente heridos que sabían que la muerte acechaba cerca. “Cuéntame”, pidió ella entre jadeos, aferrándose a la conciencia. “Háblame de ti, de tu gente.” Halcón Rojo entendió lo que intentaba. Distraerse del dolor, mantenerse alerta. Mientras preparaba más paños limpios, comenzó a hablar con voz grave y pausada.

Mi nombre verdadero es Tabitsin, el que ve lejos. Me llaman Alcón Rojo por la marca de nacimiento que tengo en la espalda con forma de ala extendida. Hizo una pausa humedeciendo los labios resecos. Y mi clan habita las montañas desde antes que los españoles llegaran a estas tierras. Somos cazadores y guerreros, pero también conocemos las hierbas que curan y las estrellas que guían.

Un grito ahogado de Sofía interrumpió su relato. Una contracción más fuerte que las anteriores la sacudió arqueando su espalda. Cuando pasó, jadeando, continuó con voz temblorosa. Mi padre era don Augusto Montero, terrateniente en San Cristóbal. Sus palabras salían entrecortadas, mezcladas con gemidos de dolor. Me enamoré de un peón, Miguel, Miguel Sánchez.

Otra contracción la hizo callar, esta vez mordiéndose el labio hasta hacerlo sangrar. Alcón Rojo le limpió la sangre con delicadeza. “El amor no conoce de fronteras”, dijo con voz suave, sorprendiéndose a sí mismo con esas palabras. “Mi esposa Malinali era mitad mexicana. Su madre era de un pueblo cercano.

Muchos en mi clan no aprobaban nuestra unión. Los ojos de Sofía se fijaron en los suyos, un destello de comprensión atravesando el velo del dolor. ¿Qué le pasó? Alcón Rojo bajó la mirada hacia sus manos. Habían pasado 5 años y aún sentía el peso de su cuerpo inerte cuando la encontró.

Una tormenta como esta respondió finalmente. Estaba embarazada de siete lunas. No pude salvarlos. El silencio que siguió fue roto solo por el crepitar del fuego y el gemido del viento. Luego, con un esfuerzo visible, Sofía extendió su mano y tocó la de él. “Lo siento”, susurró. Halcón rojo sintió un nudo en la garganta.

Había pasado tanto tiempo desde que alguien le había ofrecido compasión genuina, desde que había sentido esa conexión humana más allá de las necesidades básicas de supervivencia. El momento fue interrumpido por una contracción tan violenta que Sofía no pudo contener un grito desgarrador. Alcón Rojo vio que el momento se acercaba.

El niño estaba listo para nacer. Ahora, Sofía dijo con firmeza, posicionándose para recibir al bebé. Empuja con todas tus fuerzas. Lo que siguió fue una batalla entre la vida y la muerte. Sofía empujaba con una fuerza que parecía imposible para su cuerpo debilitado, mientras Alcón Rojo la guiaba con palabras firmes y manos seguras.

El sudor corría por ambos rostros, mezclándose con lágrimas que ninguno admitía derramar. Una vez más, urgió él viendo la cabeza del bebé asomarse. Una vez más, Sofía, puedes hacerlo. Con un último esfuerzo sobrehumano, Sofía empujó. Un grito que parecía contener todo el dolor del mundo escapó de su garganta y entonces, como un milagro en medio del caos, el bebé deslizó completamente a las manos de Halcón Rojo.

Era una niña pequeña, de piel rojiza y cubierta con la sustancia blanquecina del nacimiento, pero perfecta en cada detalle. Por un terrible no hizo sonido alguno y alcón Rojo sintió que su corazón se detenía. Luego, como respondiendo a sus miedos, la pequeña abrió la boca y dejó escapar un llanto vigoroso que llenó el refugio.

Una niña anunció con voz ronca por la emoción, fuerte y hermosa. Limpió a la bebé con rapidez y destreza. cortó el cordón con su cuchillo más afilado y la envolvió en un trozo de manta limpia que había estado calentando cerca del fuego. Con cuidado la colocó sobre el pecho de Sofía. El rostro de la mujer se iluminó con una sonrisa radiante mientras contemplaba a su hija.

Sus dedos, débiles determinados, acariciaron la mejilla diminuta. Esperanza. susurró, “Se llamará esperanza.” Alcón Rojo asintió, el nombre resonando en su interior como una promesa cumplida. Pero su alivio duró poco. Mientras Sofía sostenía a su hija, él notó la sangre que continuaba fluyendo. Demasiada sangre. El color abandonaba el rostro de la mujer con alarmante rapidez.

Sofía dijo con urgencia, intentando detener la hemorragia con paños limpios. Mantente despierta, mírame. Ella levantó la vista hacia él, sus ojos ya distantes, como si contemplara horizontes que él no podía ver. “Cuídala”, murmuró su voz apenas audible. “cíaala libre, fuerte como tu gente.

” “No”, respondió él con firmeza, “tú la criarás. Ambos viviréis. Pero incluso mientras lo decía, sabía que estaba perdiendo la batalla. La vida se escapaba de Sofía como agua entre los dedos, imposible de contener. “Prométemelo”, insistió ella, cada palabra costándole un esfuerzo enorme. “Prométeme que la protegerás, que le dirás que su madre la amaba más que a nada en este mundo.

” Alcón Rojo tomó su mano, apretándola con gentileza. Lo prometo por mi honor y por la memoria de mis ancestros. Cuidaré de esperanza como si fuera mi propia sangre. Una paz infinita pareció descender sobre el rostro de Sofía. Con sus últimas fuerzas, besó la frente de su hija y luego miró a Halcón Rojo una última vez. “Gracias”, susurró.

Y entonces, mientras la tormenta comenzaba a amainar en el exterior, Sofía Montero de Hidalgo cerró los ojos por última vez, su espíritu uniéndose al viento invernal que barría las montañas. El silencio que siguió a la partida de Sofía fue tan profundo que Alcón Rojo podía escuchar los copos de nieve golpeando suavemente contra la entrada del refugio.

[Música] La pequeña esperanza, agotada por el esfuerzo de nacer, dormía ahora apaciblemente ajena a la tragedia que acababa de acontecer. Su rostro diminuto, con mejillas redondeadas y labios perfectamente formados, mantenía aún ese color rojizo característico de los recién nacidos.

Halcón rojo contempló el cuerpo sin vida de Sofía. Con delicadeza cerró los párpados que habían quedado entreabiertos y acomodó sus brazos a los costados. Su belleza permanecía intacta incluso en la muerte, como si el alivio de saber a su hija a salvo hubiera suavizado las líneas de sufrimiento en su rostro. “Descansa en paz, mujer valiente”, murmuró en su lengua materna, colocando una mano sobre la frente fría de Sofía.

Tu espíritu vuela ahora libre como el viento, pero tu corazón vivirá en tu hija. Se permitió un momento de quietud, de respeto ante la presencia de la muerte. Luego, con movimientos deliberados, tomó su mejor manta y cubrió el cuerpo de Sofía. No podía enterrarla, no con la tierra congelada, pero tampoco podía llevarla consigo.

Al menos aquí, en el refugio, estaría protegida de los animales salvajes hasta que pudiera regresar y darle un entierro digno cuando la primavera ablandara la tierra. La bebé se agitó emitiendo un suave quejido que pronto podría convertirse en llanto. Alcón Rojo la tomó en brazos con una delicadeza que contrastaba con su apariencia áspera.

“Sh, pequeña”, susurró meciéndola torpemente, “Todo estará bien.” La realidad de su situación lo golpeó entonces con toda su fuerza. tenía en sus brazos a una recién nacida, sin alimentos adecuados para ella, en medio de una tormenta invernal, a horas de camino de su poblado. Y aunque la tormenta parecía amainar, el frío seguía siendo mortal, especialmente para una criatura tan frágil.

Alcón Rojo sabía que debía actuar rápido. La niña necesitaría leche, calor y cuidados. que él solo no podría proporcionar. En su clan había mujeres que recientemente habían dado a luz. Alguna podría amamantar a la pequeña hasta que encontraran una solución permanente, si es que aceptaban a la niña.

Este pensamiento lo perturbó. Sabía que había miembros del clan que desconfiaban de todo lo que proviniera del mundo exterior, especialmente después de las recientes incursiones de soldados mexicanos en sus territorios. Una niña mestiza, hija de una mujer blanca, podría no ser bien recibida por todos, pero él era Tabitsin, respetado guerrero y cazador.

Su palabra tenía peso entre los suyos y había hecho una promesa que no pensaba romper. Con determinación renovada, preparó lo necesario para el viaje. Improvisó un pequeño cargador con tiras de cuero y tela, asegurando a esperanza contra su pecho, donde podría beneficiarse del calor de su cuerpo.

Cubrió a la niña con varias capas de tela, dejando solo su rostro expuesto, pero protegido por el repliegue de la manta. Antes de partir, miró una última vez el cuerpo cubierto de Sofía. Volveré, prometió. Tu hija conocerá la historia de su madre valiente. El exterior lo recibió con un mundo transformado.

La tormenta había cesado, dejando trás de sí un paisaje de blancura inmaculada bajo un cielo que comenzaba a despejarse. El sol poniente teñía la nieve de tonos dorados y rosáceos, creando un espectáculo de belleza sobrecogedora que contrastaba cruelmente con la tragedia. En el refugio, halcón rojo se orientó rápidamente y comenzó a descender por la ladera, cada paso calculado para no resbalar con su preciosa carga.

La niña dormía arrullada por el movimiento constante y el latido de su corazón. De vez en cuando, halcón rojo se detenía para comprobar que respiraba normalmente y que su carita no estaba expuesta al frío cortante. El descenso fue arduo. La nieve, en algunos puntos, le llegaba hasta las rodillas y la luz menguante dificultaba distinguir las trampas ocultas bajo la superficie blanca.

Pero sus años como cazador le habían enseñado a leer el terreno, incluso en las peores condiciones. A medida que avanzaba, su mente trabajaba incansablemente, anticipando lo que diría a su gente, cómo explicaría la presencia de la niña, cómo defendería su decisión de traerla. Pensó en Naya, la hermana de su difunta esposa, que había dado a luz hace apenas dos lunas. Quizás ella aceptaría a Mamantara Esperanza.

Y estaba el anciano Nagele, el jefe del consejo, cuya sabiduría y compasión podrían inclinar la balanza a favor de la pequeña. La noche había caído por completo cuando finalmente divisó las luces del poblado entre los árboles. Pequeñas fogatas brillaban como estrellas caídas y el humo ascendía en columnas rectas en el aire inmóvil y helado.

Nunca antes la visión de su hogar le había parecido tan reconfortante. Al acercarse al perímetro, los centinelas lo avistaron. Reconoció a Keme, un joven guerrero de rostro afilado y ojos siempre alertas. Suabitsin ha regresado, anunció Keme. Su voz cargada de alivio. Solo, solo. La palabra resonó con amarga ironía, mientras Halcón Rojo sentía el peso ligero de esperanza contra su pecho. No, no estaba solo.

Ya nunca volvería a estarlo. Los habitantes comenzaron a salir de sus hogares formando un semicírculo a su alrededor. Rostros familiares lo observaban con curiosidad y respeto, pero sus expresiones cambiaron a desconcierto cuando notaron el bulto que cargaba contra su pecho. Nagele, el anciano jefe, se adelantó.

A pesar de su edad avanzada, su espalda permanecía recta y su mirada era penetrante como la de un águila. La luz de las antorchas iluminaba las profundas arrugas de su rostro, marcas de una vida de sabiduría y desafíos. Choabidin saludó con voz grave. Temíamos que la tormenta te hubiera reclamado. Casi lo hace, respetado anciano, respondió Alc Rojo, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto.

[Música] Upero, los espíritus tenían otros planes para mí. Con cuidado apartó la manta que cubría parcialmente el rostro de esperanza. Un murmullo sordo recorrió la multitud cuando vieron a la recién nacida. ¿Qué es esto? preguntó Nagele, sus cejas espesas, elevándose con sorpresa. ¿De dónde has sacado esta criatura? Halcón Rojo respiró profundamente. Este era el momento que había anticipado durante todo el camino de regreso.

Di, encontré a su madre muriendo en la nieve, explicó con voz clara para que todos pudieran oír. Una mujer llamada Sofía, abandonada por su esposo para morir en las montañas. La llevé a mi refugio, pero era demasiado tarde para salvarla. Solo pude ayudarla a traer a esta niña al mundo. Los murmullos aumentaron.

Algunas mujeres se acercaron más, intentando ver mejor a la pequeña. Y has traído a una mestiza a nuestro poblado? La voz cortante de Cayani, uno de los guerreros más tradicionales, se elevó sobre los demás. Después de lo que nos han hecho los blancos, he traído a una niña inocente que morirá. sin nuestra ayuda. Respondió Alc Rojo con firmeza. Hice una promesa a su madre moribunda.

Una pache no rompe sus promesas. Deberías haberla dejado donde la encontraste, insistió Cayani, sus ojos brillando con resentimiento. No es nuestra sangre. Un silencio tenso siguió a estas palabras. Alcón Rojo sintió que la ira ascendía por su garganta, pero antes de que pudiera responder, otra voz se alzó.

Y desde cuando los Nedni rechazan a los inocentes, era Naya, hermana de Malinali, con su propio bebé envuelto en mantas contra su pecho. Sus ojos, tan parecidos a los de su difunta hermana, brillaban con determinación. Mi hermana era mitad mexicana. La rechazaste por eso, Cayani. El guerrero retrocedió ante la mención de Malinali, respetada por todos incluso después de su muerte.

Nael le alzó una mano pidiendo silencio. Se acercó y miró a la bebé con ojos entornados, esperanza, como si sintiera la importancia del momento. Abrió los ojos. unos ojos oscuros que parecían contener toda la sabiduría del mundo en su mirada recién estrenada. El anciano la observó durante un largo momento y luego, para sorpresa de todos, sonríó.

“Esta niña tiene espíritu fuerte”, declaró. “Satán, los dioses la han traído a nosotros por alguna razón.” se volvió hacia la multitud, su voz adquiriendo la autoridad que había guiado al clan durante décadas. La aceptaremos entre nosotros. Su destino está ahora entrelazado con el nuestro.

La Luna había completado su ciclo desde la llegada de esperanza al poblado Nedni. Las primeras semanas habían sido de ajuste y adaptación, no solo para la pequeña, sino para todo el clan y especialmente para Alcón Rojo, quien descubría a día los desafíos de criar a una recién nacida. El típide halcón rojo, antes y funcional, se había transformado. Ahora una pequeña cuna de madera y cuero ocupaba un lugar de honor junto a su lecho.

Hierbas aromáticas colgaban del techo para purificar el aire y pequeños amuletos de protección, regalos de las mujeres del clan pendían sobre la cuna, meciéndose suavemente con las corrientes de aire. Esta mañana, como cada amanecer desde su llegada, Alcón Rojo llevaba a esperanza al tipi de Naya. La hermana de Malinali había asumido el papel de ama de leche sin vacilación, amamantando a la pequeña junto a su propio hijo, Aote.

Aunque al principio había sido por necesidad, ahora era evidente que un vínculo profundo se había formado entre Naya y la niña. “Llegas temprano hoy”, saludó Naya mientras apartaba la solapa de la entrada para recibirlos. Su rostro, enmarcado por dos largas trenzas adornadas con cuentas, mostraba la serenidad de quien ha encontrado propósito en el cuidado de otros.

“No ha dormido bien”, respondió al con rojo, entregándole a la pequeña con una delicadeza que aún le resultaba extraña en sus manos curtidas. Se agita y llora cada poco tiempo. Naya recibió a Esperanza con naturalidad. meciéndola contra su pecho mientras la examinaba con ojos expertos. “Tiene cólicos”, diagnosticó después de palpar suavemente el vientre de la niña.

“Prepararé una infusión de manzanilla y anís estrellado. ¿Debería aliviarla?” Alcón Rojo asintió, agradecido una vez más por la sabiduría de Naya. Sin ella, sin las otras mujeres del clan que habían compartido sus conocimientos sobre el cuidado de los bebés, se habría sentido completamente perdido.

“Siéntate”, invitó Naya señalando una estera junto al fuego central. Pareces cansado. Era cierto. Las noches interrumpidas por el llanto de esperanza, sumadas a sus responsabilidades como cazador y guerrero, habían dejado surcos de fatiga en su rostro, pero no se quejaba. Cada vez que miraba a la pequeña, sentía que cumplía no solo la promesa hecha a Sofía, sino también un propósito más grande que apenas comenzaba a entender.

Mientras Naya amamantaba a Esperanza, Alcón Rojo observaba la escena con una mezcla de gratitud y melancolía. A veces, en momentos como este, el fantasma de lo que pudo haber sido con Malinali y su hijo Nonato lo asaltaba con tal fuerza que le costaba respirar. “¿Has pensado en el ritual de nombramiento?”, preguntó Naya interrumpiendo sus pensamientos.

El ritual de nombramiento era una ceremonia importante para los Netny. Normalmente se realizaba cuando un bebé cumplía su primera luna y era entonces cuando recibía su nombre verdadero, el que lo acompañaría toda su vida. He estado consultando con Nagele”, respondió Alcón Rojo. “Dado que Esperanza ya tiene un nombre, uno que su madre le dio en su último aliento, he pensado que podríamos adaptarlo.

” Mantener Esperanza como su nombre para el mundo exterior, pero darle también un nombre Nedni, uno que honre tanto su origen como su nuevo camino entre nosotros. Naya asintió comprendiendo la sabiduría de su enfoque. ¿Y qué nombre has pensado? Nalin, respondió él después de una pausa. Significa amanecer en nuestra lengua. Porque ella llegó con la primera luz después de la tormenta.

Nalin, repitió Naya, mirando a la niña que ahora dormía plácidamente después de haber sido alimentada. Es un buen nombre. fuerte y hermoso como ella. Un grito desde el exterior interrumpió la conversación. Ambos se tensaron reconociendo el tono de alarma. Halcón rojo se levantó de un salto y salió del tipi, seguido por Naya, que sostenía protectoramente a ambos bebés.

Quem, el joven centinela, corría hacia el centro del poblado. Jinetes anunció con voz agitada. Jinetes mexicanos acercándose desde el sur. La noticia provocó una oleada de actividad. Los guerreros tomaron sus armas, las mujeres comenzaron a reunir a los niños y los ancianos se congregaron rápidamente para decidir cómo proceder.

Al con rojo se unió a Naele y otros guerreros veteranos que ya discutían la situación. Son seis, informó Keme recuperando el aliento. Vienen lentamente, como si buscaran algo. Uno de ellos lleva ropas finas, no de soldado. Alcón Rojo sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

¿Podría ser coincidencia? ¿O acaso a qué distancia están? preguntó Nahele, su voz calmada a pesar de la tensión. A media hora de camino, respetado anciano. Los observé desde la colina del águila. Naele miró a halcón rojo, una comunicación silenciosa pasando entre ellos. Ambos pensaban lo mismo. Estos hombres podrían estar relacionados con Sofía, quizás buscándola o buscando a su hija.

Prepárense para recibir visitantes, ordenó finalmente Nagele, sin hostilidad, pero vigilantes. Que los niños y las mujeres se mantengan en la parte trasera del poblado. Mientras los demás se dispersaban para cumplir las órdenes, Naeluvo a Halcón Rojo. “Ve con Naya”, le dijo en voz baja. “Lleva a la niña a la cueva de los antepasados. Quédate allí hasta que enviemos a alguien a buscarte.

” Alcón Rojo asintió comprendiendo la precaución del anciano. La cueva de los antepasados, un lugar sagrado oculto en la ladera de la montaña, era conocida solo por los miembros del clan. Si estos extraños venían por esperanza, no la encontrarían fácilmente. Regresó rápidamente al tipi de Naya, quien ya había reunido lo esencial para ambos bebés. Son ellos.

preguntó ella la preocupación evidente en su voz. ¿Vienen por esperanza? No lo sabemos, respondió Alcón Rojo mientras tomaba a la niña en brazos. Pero no correremos riesgos. Naele quiere que nos ocultemos en la cueva de los antepasados. Naya asintió envolviendo a su hijo en una manta y colocándolo en un cargador a su espalda.

Sin más palabras, salieron por la parte trasera del tipi, moviéndose discretamente entre las viviendas hasta alcanzar el sendero que conducía a la montaña. Mientras ascendían por el camino oculto, Halcón Rojo no podía evitar mirar constantemente hacia atrás, hacia el poblado que se empequeñecía en la distancia.

Un mal presentimiento se había instalado en su pecho, pesado como una piedra. Esperanza, como sintiendo su inquietud, comenzó a agitarse en sus brazos. Alcón Rojo la meció suavemente, susurrándole palabras tranquilizadoras en Apache. “Todo estará bien, pequeña Nalin”, murmuró contra su cabello suave como plumón. Te protegeré con mi vida si es necesario.

La cueva de los antepasados estaba bien oculta tras una cortina de enredaderas y arbustos espinosos. El estrecho pasaje de entrada se ensanchaba en el interior, revelando una caverna amplia y sorprendentemente cálida. Generaciones de Netni habían dejado su marca allí, pinturas rupestres, narrando grandes cacerías y batallas.

Ofrendas de turquesa y conchas marinas, pequeñas esculturas talladas en madera de antepasados venerados. Naya se acomodó en un rincón, preparando un espacio confortable para los bebés. Halcón rojo. Mientras tanto, se posicionó cerca de la entrada donde podía vigilar el sendero sin ser visto. El tiempo pasaba con lentitud agobiante.

Los bebés, ajenos a la tensión, dormían pacíficamente uno junto al otro. Naya cantaba suavemente una antigua canción de cuna que hablaba de cómo los espíritus protectores velaban por los niños mientras dormían. Fue entonces cuando Halcón Rojo lo vio, un jinete ascendiendo por el sendero que llevaba a la cueva. Era Keme, moviéndose con la urgencia de quien trae noticias importantes.

“Quédate aquí”, ordenó Anaya, quien asintió en silencio, acercando instintivamente a los bebés hacia sí. Halcón rojo salió al encuentro del joven guerrero, quien desmontó de un salto al verlo. “¿Qué ocurre? preguntó la tensión evidente en su voz. El hombre de ropas finas, respondió Keme, respirando agitadamente. Es Fernando Hidalgo.

Está buscando a su esposa Sofía. dice que se separaron durante la tormenta y teme que haya muerto. Alcón Rojo sintió que la ira ascendía por su garganta como fuego líquido. El hombre que había abandonado a Sofía para morir tenía la osadía de presentarse como un esposo preocupado. “¿Qué les ha dicho Naele?”, preguntó controlando su voz. “Nada aún. Quería consultarte primero.

El hombre ofrece una recompensa generosa por cualquier información. Alcón Rojo apretó los puños. La codicia podía ser un enemigo más peligroso que cualquier arma. Dile a Nagele que voy de camino. Decidió finalmente. Naya y los niños se quedarán aquí.

Mientras Keme montaba nuevamente y descendía a toda velocidad, Alcón Rojo regresó a la cueva para explicarle la situación a Naya. “¿Vas a decirles la verdad?”, preguntó ella, sus ojos brillantes de preocupación. Alcón Rojo miró a Esperanza, dormida e inocente, ajena al peligro que representaba su propio padre. Les diré una verdad, respondió con voz grave, pero no toda la verdad.

El sol alcanzaba su cenit cuando halcón rojo descendió de la montaña. Cada paso medido, cada músculo tenso como la cuerda de un arco. Su mente trabajaba calculando posibilidades, anticipando preguntas, construyendo respuestas que protegieran a esperanza sin comprometer completamente la verdad. La mentira directa no era el camino de un Nedni. La omisión estratégica, sin embargo, podía ser necesaria para proteger a los inocentes.

Al aproximarse al poblado, vio que los visitantes habían sido conducidos al círculo central, donde los asuntos importantes se discutían. Cinco hombres a caballo formaban un semicírculo detrás de un sexto, cuya postura erguida y ropas finas proclamaban su posición social. Fernando Hidalgo.

Incluso a distancia, Alcón Rojo pudo apreciar los rasgos afilados, el bigote pulcramente recortado y los ojos oscuros que escrutaban todo con fría arrogancia. Vestía un traje negro de corte impecable, botas de cuero lustrado y un sombrero de ala ancha que apenas ocultaba la expresión calculadora de su rostro. Sus hombres, en contraste, eran obviamente mercenarios, rostros curtidos por el sol y la vida dura, manos acostumbradas a las armas, miradas alertas que evaluaban constantemente el entorno.

Naele, sentado en un tronco tallado que servía como asiento ceremonial, mantenía la serenidad digna de su posición. A su lado, Cayani y otros guerreros formaban una barrera protectora, sus rostros impasibles, ocultando la tensión que Alcón Rojo sabía que sentían. Ah, otro de sus guerreros”, comentó Fernando al verlo aproximarse, “Su español teñido por el acento aristocrático de quien ha sido educado en las mejores escuelas de Ciudad de México.

Quizás él pueda hacernos de más ayuda.” Alcón Rojo se detuvo a pocos pasos, manteniéndose de pie. No ofreció saludo ni reconocimiento, simplemente fijó su mirada en Fernando con intensidad estudiada. “Este esabitzin,” presentó Naele en español. Su acento marcado, pero su dignidad intacta. Nuestro mejor cazador y conocedor de las montañas.

Si alguien ha visto algo, será él. Fernando pareció animarse enderezándose en su silla. Halcón rojo notó que no había desmontado un pequeño pero significativo desaire hacia sus anfitriones. Excelente, dijo Fernando dirigiéndose directamente a Halcón Rojo. Estoy buscando a mi esposa Sofía Montero de Hidalgo. Nos separamos durante la tormenta hace aproximadamente una luna. Ella estaba en estado interesante.

Su voz vaciló artificialmente en esta última frase, una actuación que no engañó a Halcón Rojo. Temo que pueda haberse perdido en las montañas. Cualquier información será generosamente recompensada. Al decir esto, palmeó una bolsa de cuero que colgaba de su cinturón, el tintineo de las monedas claramente audible en el silencio expectante que siguió. Halcón Rojo midió sus palabras con cuidado.

He visto a tu esposa, respondió finalmente, su voz grave cortando el aire como un cuchillo. La reacción fue inmediata. Fernando se inclinó hacia adelante, una mezcla de sorpresa y algo más. Ansiedad. Codicia cruzando su rostro antes de recuperar la compostura.

¿Dónde está viva? Las preguntas salieron atropelladamente, pero Alcón Rojo notó que no había verdadero afecto en ellas, solo urgencia. “La encontré durante la tormenta”, continuó Al conrojo, manteniendo su voz uniforme. Estaba gravemente herida, casi congelada. “¿Y el bebé?” interrumpió Fernando, sus ojos brillando con una intensidad que puso a halcón rojo en alerta máxima.

¿Qué pasó con el bebé? La pregunta, demasiado directa, demasiado ansiosa, confirmó las sospechas de Halcón Rojo. No era Sofía quien interesaba a este hombre. Era el niño, o más precisamente, como Sofía había confesado en su lecho de muerte, eliminar al niño que no era suyo. Tu esposa murió en mis brazos, respondió al con rojo, introduciendo la verdad crucial que desviaría la atención.

El frío y las heridas eran demasiado graves. La enterré según nuestras costumbres con respeto y honor. El rostro de Fernando se transformó. la máscara de preocupación deslizándose para revelar primero desconcierto y luego una aceptación demasiado rápida. “Ya veo”, dijo, recuperándose con sorprendente velocidad. “Es una tragedia terrible.

Mi pobre Sofía” se llevó una mano al pecho en un gesto de pesar que no alcanzó sus ojos. Y el bebé, mi hijo o hija, también murió. La mentira estaba ahí. clara como el agua de Manantial. Sofía había dicho la verdad. El niño no era de Fernando y él lo sabía perfectamente. Su interés no era paternidad, sino eliminar la evidencia de la infidelidad de su esposa. Un bastardo que mancharía el nombre de los Hidalgo.

El niño murió antes de nacer, respondió Alcón Rojo. La falsedad amarga en su lengua, pero necesaria para proteger a Esperanza. Enterré a ambos en la ladera este, donde el sol da primero al amanecer. Un destello de alivio, casi imperceptible, pero innegable, cruzó el rostro de Fernando. Luego, como recordando su papel, adoptó una expresión de profundo dolor.

Es un golpe devastador, declaró con voz afectada. y perder a mi amada esposa y a mi heredero en un solo día trágico. Uno de sus hombres, un individuo de rostro adusto y cicatriz en la mejilla, se inclinó y susurró algo al oído de Fernando. Este asintió levemente. Me gustaría visitar la tumba, anunció Fernando mirando directamente a Alcón Rojo para despedirme adecuadamente y llevar algunas pertenencias suyas de vuelta a su familia.

Era una prueba, una forma de verificar si Alcón Rojo decía la verdad. El guerrero Apache lo había anticipado. “La ladera está inaccesible ahora”, respondió con calma. Las lluvias recientes han provocado deslizamientos. Cuando el terreno se estabilice, podría guiarte. Fernando entrecerró los ojos evaluando la respuesta. Finalmente pareció aceptarla.

Comprendo, dijo, “En ese caso podrías entregarme los efectos personales de mi esposa, joyas, papeles, cualquier cosa que llevara consigo. Su familia estará ansiosa por tener algo que recordar.” La tormenta no dejó nada. Intervino Nagele, su voz anciana, pero firme. El frío y la nieve se llevaron todo, excepto su cuerpo.

Fernando miró al anciano con apenas disimulada impaciencia. Luego volvió a centrarse en halcón rojo. Al menos dime sus últimas palabras, presionó. Habló de mí, de nuestra familia. Alcón Rojo sostuvo su mirada, permitiendo que un destello de su conocimiento, de su desprecio, se reflejara en sus ojos. “Habló de paz,”, respondió finalmente, “de encontrar descanso después de mucho sufrimiento.

” Las palabras cayeron como piedras en un estanque, enviando ondas de tensión a través del círculo. Fernando apretó las riendas hasta que sus nudillos se blanquearon. su máscara, deslizándose momentáneamente para revelar una furia apenas contenida. Había entendido el mensaje implícito.

Bien, dijo finalmente, su voz tensa como una cuerda a punto de romperse. Agradezco vuestra hospitalidad. Nos marcharemos ahora. Sin esperar respuesta, giró su caballo. Sus hombres lo imitaron, pero mientras se alejaban, el individuo de la cicatriz miró hacia atrás, sus ojos calculadores recorriendo el poblado con atención especial en los tipis donde las mujeres y los niños se habían refugiado.

El grupo se alejó a paso firme, levantando polvo que el viento dispersaba en volutas doradas bajo el sol de la tarde. Halcón rojo permaneció inmóvil, observándolos hasta que desaparecieron tras la primera colina. “No se ha ido”, dijo entonces, sin apartar la mirada del horizonte.

No, realmente Naele se acercó a su lado, su mano arrugada posándose en el hombro de halcón rojo. ¿Has visto lo mismo que yo? Asintió el anciano. Ese hombre no buscaba a su esposa por amor y no ha creído completamente tu historia. Volverá, afirmó Alcón Rojo. Y quizás no hoy ni mañana, pero volverá y estaremos preparados, respondió Naele, su voz adquiriendo la dureza del silex.

Mientras tanto, debemos considerar qué hacer con la pequeña Nalin. Ya no es seguro que permanezca aquí, donde cualquiera pueda verla. Al con Rojo asintió gravemente. Había pensado en ello. Tengo un plan, pero necesitaré tu consejo, respetado anciano. Mientras discutían en voz baja, Cayani se acercó a ellos, su rostro tenso. “Deberíamos haberlos matado”, murmuró con rabia apenas contenida.

Esa serpiente mintió sobre su esposa y miente sobre sus intenciones ahora. y confirmar así sus sospechas, respondió Naele con calma. No, joven guerrero, hay momentos para la lanza y momentos para la paciencia. Este es uno de los últimos. Cayani no parecía convencido, pero inclinó la cabeza en señal de respeto y se retiró a regañadientes.

Cuando el sol comenzó a descender hacia las montañas occidentales, Halcón Rojo subió nuevamente el sendero hacia la cueva de los antepasados. Su corazón estaba pesado con la certeza de que la seguridad momentánea que habían conseguido para esperanza era frágil como el hielo primaveral. Al entrar en la cueva, encontró a Anaya cantando suavemente mientras mecía a ambos bebés.

Al verlo, sus ojos se iluminaron con esperanza que pronto se desvaneció al observar su expresión. “No ha terminado, ¿verdad?”, preguntó en voz baja. No confirmó al con rojo, arrodillándose junto a ella para mirar a Esperanza, quien dormía con la inocente tranquilidad de quien se siente completamente seguro. Apenas ha comenzado.

Tres lunas habían transcurrido desde la visita de Fernando Hidalgo. La primavera avanzaba sobre las montañas, vistiendo los valles con flores silvestres y despertando a las criaturas del bosque de su letargo invernal. El decielo había comenzado y los arroyos antes silenciosos bajo capas de hielo, ahora cantaban jubilosos mientras descendían por las laderas rocosas.

Pero para Halcón Rojo, esta primavera no traía la habitual sensación de renovación. Desde el encuentro con Hidalgo, un velo de inquietud se había instalado sobre el clan. Los centinelas habían sido duplicados. Las patrullas se extendían más allá de sus territorios habituales y los niños ya no jugaban libremente en los claros cercanos al poblado.

La pequeña esperanza o nalin, como la llamaban dentro del clan, había crecido notablemente en estos meses. Sus mejillas, antes delgadas ahora mostraban la redondez saludable de un bebé bien alimentado. Sus ojos, oscuros y brillantes, seguían los movimientos a su alrededor con una curiosidad que parecía ir más allá de su tierna edad, y su sonrisa, esa sonrisa que aparecía cada vez que alcón Rojo entraba en su campo de visión, había derretido incluso los corazones más reacios del clan.

Esta mañana, como cada amanecer desde la visita de Hidalgo, Alcón Rojo se encontraba en lo alto de la colina del águila, escrutando el horizonte con la paciencia infinita del cazador experimentado. La decisión que había tomado junto con Nahele tras la partida de los extraños pesaba sobre él, pero sabía que era necesaria.

Esperanza no podía permanecer en el poblado principal. era demasiado visible, demasiado vulnerable. Por ello, Alcón Rojo había reconstruido y ampliado una antigua cabaña de casa en un valle oculto a 3 horas de camino del asentamiento principal. Allí, protegida por acantilados naturales y visibles solo para aquellos que conocían el sendero secreto, esperanza crecería hasta que el peligro pasara. si es que alguna vez pasaba.

Naya, decidida a no separar a los pequeños que habían crecido juntos como hermanos, había insistido en trasladarse también con su hijo Aotte. Su esposo Tacoda, aunque inicialmente reticente, había aceptado finalmente dividiendo su tiempo entre el poblado principal, donde cumplía con sus deberes como guerrero y el refugio secreto donde su familia ahora residía. La transición no había sido fácil.

[Música] Adaptar la cabaña para resistir los últimos embates del invierno. Asegurar provisiones suficientes, establecer un sistema de señales para comunicarse con el poblado principal. Todo había requerido planificación meticulosa y trabajo incansable.

Pero ahora, mientras Halcón Rojo observaba el valle que se extendía bajo la colina, sentía que el esfuerzo había valido la pena. Un movimiento en la distancia captó su atención. Una figura solitaria ascendía por el sendero hacia su posición. Reconoció inmediatamente la forma de moverse de Keme.

El joven guerrero que se había convertido en su más confiable mensajero, Choitin, saludó Keme al llegar. Su respiración apenas alterada a pesar de la empinada subida. Naele solicita tu presencia en el consejo. Han llegado noticias. Alcón Rojo asintió gravemente. ¿A qué clase de noticias? Un comerciante mestizo que nos visita regularmente dice que hay extraños en San Cristóbal haciendo preguntas sobre los Nedni y sobre un guerrero que podría haber encontrado a una mujer durante la gran tormenta.

La inquietud se intensificó en el pecho de Halcón Rojo. San Cristóbal era el pueblo más cercano a dos días de camino. Si Hidalgo había llegado hasta allí con sus preguntas, era solo cuestión de tiempo antes de que regresara. Iré de inmediato, respondió recogiendo su arco y carcaj. Pero primero debo visitar el refugio. Queme asintió en comprensión.

Te esperaré en el roble partido para escoltarte de regreso. Halcón Rojo descendió rápidamente por la ladera opuesta, tomando un sendero apenas visible que serpenteaba entre arbustos espinosos y rocas gigantes. Solo los ojos más experimentados podrían haber seguido su rastro y esa era precisamente la intención. El valle secreto se revelaba gradualmente.

Primero el arroyo cristalino que lo atravesaba, luego los pinos que ofrecían sombra y camuflaje y finalmente casi invisible, a menos que se supiera exactamente dónde mirar, la cabaña de troncos. Al aproximarse, escuchó la risa infantil de esperanza, un sonido que invariablemente le provocaba una sonrisa.

encontró a la niña sentada sobre una manta frente a la cabaña, jugando con pequeñas figuras talladas en madera que él mismo había creado para ella. Naya, a pocos pasos molía hierbas en un mortero de piedra mientras vigilaba a ambos bebés. “Has regresado temprano”, observó Naya al verlo, su expresión tornándose seria al notar la tensión en su rostro.

¿Qué ocurre? Noticias de San Cristóbal, respondió simplemente agachándose para saludar a Esperanza, quien al verlo extendió sus brazos regordetes hacia él, balbuceando alegremente. La tomó en brazos, sintiendo como la pequeña se acomodaba confiadamente contra su pecho. Era asombroso cómo este pequeño ser se había convertido en el centro de su existencia.

como su bienestar ahora significaba más para él que su propia vida. Hidalgo está haciendo preguntas. Continuó bajando la voz, aunque los niños no pudieran entender. Nael le ha convocado al consejo. Naya dejó el mortero, su rostro ensombreciéndose. ¿Crees que nos ha encontrado? No, pero está cerca”, respondió meciéndose suavemente mientras Esperanza jugaba con los avalorios que adornaban su chaleco.

[Música] “No debemos ser más cautelosos que nunca.” La mujer asintió, su mirada desviándose hacia su propio hijo, que dormía plácidamente en una pequeña cuna de mimbre. “¿Qué haremos si viene por ella?”, preguntó la preocupación evidente en su voz. Alcón Rojo no respondió de inmediato.

Su mano casi involuntariamente se posó protectoramente sobre la cabeza de esperanza. “Lo que sea necesario”, dijo finalmente su voz tan suave que Naya apenas pudo escucharla, pero con una determinación que hizo innecesarias más palabras. Pasó la siguiente hora con ellos, ayudando a Naya con pequeñas tareas, jugando con esperanza, verificando que las defensas del refugio seguían intactas.

Cuando finalmente se preparó para marcharse, la niña se aferró a él con sorprendente fuerza, como si presintiera que algo andaba mal. Volveré pronto, pequeña Nalín”, prometió besando su frente. “Los espíritus te protegerán hasta entonces.” La dejó en brazos de Naya, quien le aseguró que mantendría una vigilancia constante. Tacoda llegaría al anochecer para relevarla y entre ambos el refugio nunca quedaría desprotegido. El consejo ya estaba reunido cuando Alcón Rojo llegó al poblado principal.

Los rostros graves de los ancianos y guerreros reflejaban la seriedad de la situación. En el centro del círculo, un hombre de mediana edad con rasgos mezclados de indígena y español aguardaba nerviosamente. Era Manuel Ortiz, un comerciante que durante años había mantenido una relación de respeto mutuo con los Netni, intercambiando pieles y hierbas medicinales por herramientas de metal y otros bienes imposibles de obtener en las montañas. Nahele hizo un gesto a halcón rojo para que se acercara.

“Manuel nos trae noticias preocupantes”, dijo sin preámbulos. “cuéntale lo que nos has dicho.” El comerciante se enderezó, evidentemente incómodo, bajo la intensa mirada de Halcón Rojo. “Don Fernando Hidalgo ha regresado a San Cristóbal.” comenzó pasándose una mano por el cabello canoso. Esta vez no viene solo de paso.

Ha alquilado la antigua hacienda de los Valverde y ha traído consigo a una docena de hombres armados. ¿Qué pretexto da para su presencia?, preguntó Al con rojo, aunque ya sospechaba la respuesta. Oficialmente dice que está explorando oportunidades de minería en la región, respondió Manuel.

Pero en las cantinas sus hombres hacen otras preguntas. [Música] Preguntan por los Netni, por rutas hacia sus territorios, por un guerrero que podría haber encontrado a una mujer durante la tormenta grande. Un murmullo preocupado recorrió el círculo. Nagele levantó una mano pidiendo silencio. “Ofrece recompensas”, inquirió el anciano. Manuel asintió gravemente.

generosas, lo suficiente para tentar a los desesperados o a los codiciosos. Y hay muchos de ambos en San Cristóbal estos días con la sequía del año pasado y la epidemia de fiebre. ¿Has escuchado algo sobre un bebé? La pregunta de Halcón Rojo fue directa. Su mirada fija en Manuel. El comerciante pareció sorprendido.

No específicamente hablan de la mujer perdida, de posibles testigos, pero no de ningún niño. Hizo una pausa mirando alternativamente a Naele y a Alcón Rojo. [Música] Oído algo sobre un bebé, ¿no?, respondió Nagele rápidamente. Solo queremos entender completamente qué busca este hombre. Manuel no pareció completamente convencido, pero no presionó más. Hay algo más, añadió después de un momento.

Uno de los hombres de Hidalgo, el de la cicatriz en la Mejilla, ha estado reuniéndose con algunos de los cazadores locales. Los que mejor conocen estas montañas. Esta información cayó como piedra pesada en el estómago de halcón rojo. Si Hidalgo contrataba guías locales, las posibilidades de mantener oculto el poblado y especialmente el refugio secreto disminuían considerablemente.

“Gracias, amigo”, dijo Nagele, colocando una mano en el hombro de Manuel. “Tu advertencia podría salvar muchas vidas.” El comerciante asintió solemnemente. Los Nedni siempre han sido justos conmigo. No podía guardar silencio. Cuando Manuel se retiró, escoltado por Keme hacia las afueras del poblado donde había dejado su carreta, el consejo estalló en discusiones acaloradas.

Algunos guerreros, liderados por Cayani, abogaban por un ataque preventivo contra Hidalgo y sus hombres en San Cristóbal. Otros sugerían desplazar todo el clan más profundamente en las montañas, al menos temporalmente. [Música] Halcón Rojo permanecía en silencio, sopesando cada opción con cuidado. Finalmente, cuando el debate alcanzaba su punto más intenso, se puso de pie. El círculo se silenció instantáneamente.

Hidalgo no busca guerra con los Nedni. Dijo con voz clara y firme. Me busca a mí y busca lo que cree que ocultó. ¿Y qué es eso, Tsoabitsin? Preguntó Cayani, su tono desafiante. Halcón Rojo sostuvo su mirada. Evidencia de su crimen.

Prueba de que abandonó a su esposa para morir, ¿por qué le importaría ahora? Ya le dijiste que está muerta”, intervino otro guerrero. “Porque no me creyó completamente”, respondió Alcón Rojo. Y porque teme que Sofía haya revelado la verdad antes de morir, que el hijo que esperaba no era suyo y que él lo sabía. Esta revelación provocó murmullos sorprendidos.

Para los Nedni, el acto de abandonar a una esposa embarazada para morir era incomprensible, una crueldad que iba más allá incluso de lo que se esperaría de un enemigo. “Si lo que dices es cierto”, dijo Nagele después de un momento, “entonces no se detendrá hasta encontrar respuestas o hasta convencerse de que no hay pruebas que puedan amenazarlo.

” Alcón Rojo asintió gravemente. Por eso, respetado anciano, debo enfrentarlo directamente. Un jadeo colectivo recorrió el círculo. Naele entrecerró los ojos evaluando la propuesta. ¿Qué sugieres exactamente? Iré a San Cristóbal”, explicó Alcón Rojo. “Me presentaré ante Hidalgo. Le diré que he reconsiderado su oferta de recompensa y que estoy dispuesto a llevarlo a la tumba de su esposa.

Es una locura,”, exclamó Cayani. “Te matará apenas te vea.” “No en público,”, replicó Alcón Rojo. “No un hombre de su posición. Además, primero querrá lo que cree que puedo darle.” ¿Y qué será eso?”, preguntó Naele, aunque su mirada indicaba que ya sospechaba la respuesta. “La verdad”, respondió al con rojo.

Una verdad cuidadosamente construida que lo convenza de que ya no tiene nada que temer y nada que buscar en nuestras montañas. El pueblo de San Cristóbal dormitaba bajo el sol abrasador del mediodía. Las calles de tierra, bordeadas por edificios encalados y marchitos por el calor, permanecían prácticamente desiertas.

Solo algunos perros flacos buscaban la escasa sombra y un anciano dormitaba en el portal de la cantina, su sombrero de paja inclinado sobre el rostro. Halcón Rojo avanzaba lentamente por la calle principal, consciente de las miradas que lo seguían desde ventanas entreabiertas y puertas entornadas.

No era común ver a un Pache caminando libremente por San Cristóbal y menos a un uno que portaba con tal dignidad el atuendo tradicional de su pueblo. Había decidido presentarse no como el hombre que se adaptaba a dos mundos, sino como quien realmente era, un guerrero Nedni, orgulloso de su herencia. Llevaba el cabello recogido en dos trenzas adornadas con cuentas de turquesa, el torso cubierto por un chaleco de cuero decorado con símbolos de su clan y el rostro pintado con líneas rojas que marcaban su estatus de guerrero probado. Solo una concesión había hecho al mundo exterior, un par de pantalones de lona y

botas de cuero, más prácticos para moverse entre los blancos que los tradicionales mocaines. La hacienda Valverde se alzaba en el extremo norte del pueblo, una estructura imponente de dos pisos con muros gruesos y un portón de madera tallada. Dos hombres armados custodiaban la entrada, sus posturas tensándose visiblemente cuando avistaron a Alcón Rojo aproximándose.

“Alto ahí, indio”, ordenó uno de ellos, llevando la mano al revólver que colgaba de su cinturón. “¿Qué buscas aquí?” Halcón Rojo se detuvo a una distancia prudente, sus manos abiertas y visibles a los costados. Vengo a ver a Fernando Hidalgo, respondió en un español claro y firme. Tengo información sobre su esposa. Los guardias intercambiaron miradas de sorpresa.

El de la izquierda, un hombre fornido con barba espesa, asintió brevemente al otro. “Espera aquí”, ordenó y desapareció tras el portón. El segundo guardia mantuvo su mano cerca del revólver. sus ojos nunca abandonando la figura inmóvil de halcón rojo. El apache permaneció impasible, como si la amenaza implícita no significara nada para él.

Minutos después, el portón se abrió nuevamente. El guardia barbudo reapareció acompañado por una figura familiar, el hombre de la cicatriz que había estado con Hidalgo durante su visita al poblado Nedni. Vaya, vaya, dijo el hombre de la cicatriz, una sonrisa torcida deformando aún más su rostro marcado. Miren quién ha venido a visitarnos. El orgulloso guerrero Apache.

Alcón Rojo permaneció en silencio, su mirada fija y sin parpadear. Desármalo! Ordenó el hombre a los guardias. Revísalo bien. Estos salvajes suelen llevar cuchillos ocultos. Con evidente nerviosismo, los guardias se acercaron a Halcón Rojo. Él permitió que le quitaran el cuchillo que llevaba al cinto y un pequeño puñal oculto en su bota, su rostro, sin revelar emoción alguna durante el proceso.

“Sígueme”, indicó el hombre de la cicatriz, una vez satisfecho. “Don Fernando estará muy interesado en hablar contigo.” Cruzaron un patio interior con una fuente de piedra en el centro. rodeado por corredores sombreados donde más hombres armados observaban con curiosidad hostil. Alcón Rojo memorizaba cada detalle, cada posición, cada salida potencial.

Si su plan fracasaba, esta información podría significar la diferencia entre la vida y la muerte. Finalmente llegaron a una habitación amplia y fresca, con gruesas paredes que mantenían a raya el calor exterior. Muebles tallados de maderas preciosas, alfombras importadas y pinturas en marcos dorados proclamaban la riqueza y posición de su ocupante.

Fernando Hidalgo estaba sentado tras un escritorio masivo revisando documentos con aparente concentración. No levantó la mirada inmediatamente cuando entraron. Un pequeño teatro de poder que Alcón Rojo reconoció al instante. “El indio está aquí, don Fernando”, anunció el hombre de la cicatriz.

Dice tener información sobre su esposa. Hidalgo alzó finalmente los ojos, su mirada encontrándose con la de Halcón Rojo en un silencioso duelo de voluntades. “Déjanos solos, Vargas.” ordenó su voz controlada, pero con un matiz de anticipación que no pudo ocultar completamente.

“Pero, Señor, he dicho que nos dejes solos”, repitió Hidalgo con firmeza. “Espera fuera de la puerta si quieres, pero esto es un asunto privado.” Vargas, ahora halcón rojo, conocía su nombre, asintió con renuencia y salió cerrando la puerta tras. El sonido de sus botas al otro lado indicaba que permanecía vigilante en el pasillo.

“¡Siéntate”, invitó Hidalgo señalando una silla frente a su escritorio. Halcón rojo permaneció de pie. “Prefiero así.” Una leve sonrisa cruzó el rostro de Hidalgo. “Como quieras”, se reclinó en su sillón, estudiando a la pache con intensidad calculadora. Me sorprende verte aquí después de nuestro último encuentro.

¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? No he cambiado de opinión, respondió Alcón Rojo. He venido a aclarar malentendidos. Malentendidos. Hidalgo arqueó una ceja. ¿Te refieres a la historia que me contaste sobre mi esposa y mi hijo? Me refiero a lo que estás haciendo en estas montañas, precisó Alcón Rojo. Tus hombres hacen preguntas, ofrecen recompensas, inquietan a la gente, todo por algo que ya sabes.

¿Y qué es exactamente lo que ya sé según tú? La voz de Hidalgo era suave, casi amistosa, pero sus ojos permanecían fríos como obsidiana. que tu esposa está muerta, que la abandonaste durante la tormenta. Y algo se tensó, la máscara de cordialidad resbalando por un instante antes de recuperar el control. “Esa es una acusación muy seria”, dijo, su voz adquiriendo un filo peligroso y completamente falsa. “Me separé de mi amada Sofía durante la tormenta.

La busqué durante días. Mientes, respondió Alcón Rojo simplemente. Ella me lo dijo antes de morir. Me dijo, “¿Por qué la abandonaste? El silencio que siguió fue tan denso que casi podía palparse.” Hidalgo se inclinó hacia delante, sus dedos entrelazándose sobre el escritorio. “¿Y qué supuestamente te dijo mi esposa?”, preguntó finalmente, que descubriste que el hijo que esperaba no era tuyo, que la llevaste a las montañas con la excusa de una cacería y cuando dormía tomaste el caballo y la dejaste para que muriera se levantó abruptamente, su silla

raspando el suelo de piedra. Por un momento, pareció que iba a negar todo, a llamar a sus hombres, pero entonces algo cambió en su expresión. Una calma calculadora descendió sobre sus facciones. “Y supongamos”, dijo, volviendo a sentarse con movimientos deliberados, “que algo de verdad en lo que dices.

¿Por qué vendría un orgulloso guerrero Apache a contarme esto ahora? ¿Qué esperas ganar?” Paz”, respondió Alcón Rojo. “Para mi gente, para mi clan, tus hombres son una amenaza. Quiero que te vayas.” Hidalgo dejó escapar una risa breve y sin humor. “¿Y crees que simplemente me iré porque tú lo pides?” Si lo que dices fuera cierto, tendrías pruebas contra mí, pruebas que podrían ser problemáticas.

Las tengo, confirmó Alcón Rojo, manteniendo su voz uniforme. Una carta que Sofía escribió antes de morir, donde detalla lo sucedido. La he mantenido oculta como protección para mi clan. Era una mentira, por supuesto, pero una calculada precisamente para tocar el punto débil de Hidalgo, su reputación. Un hombre de su posición social vivía y moría por las apariencias.

La mera idea de que existiera un documento que pudiera mancharlo como asesino de su propia esposa sería insoportable. Hidalgo palideció visiblemente y alcón Rojo supo que había acertado. ¿Qué quieres?, preguntó finalmente, su voz apenas audible. dinero. Quiero que te vayas, repitió Alcón Rojo.

Hoy mismo, que regreses a Ciudad de México y nunca vuelvas a estas montañas. A cambio, te entregaré la carta. Cómo sé que no hay copias. No somos como ustedes, respondió Alcón Rojo con ligero desdén. No actuamos con doblez. Mi palabra es mi vínculo. Hidalgo lo estudió por un largo momento, evaluando la sinceridad de su oferta. Finalmente se levantó y caminó hacia una ventana que daba al patio.

Muy bien, dijo sin volverse. Acepto tu trato. Me iré hoy mismo con mis hombres. Pero primero quiero la carta. La he ocultado”, respondió Alcón Rojo, “en un lugar seguro, cerca de donde enterré a tu esposa, te llevaré allí.” Hidalgo se volvió bruscamente. “¿Me tomas por idiota? ¿Crees que te seguiré solo a las montañas donde tu gente podría emboscarme? Iremos solos,”, propuso Alcón Rojo.

“Tú, yo y quizás tu hombre Vargas, si no confías en ir sin protección. Antes del anochecer estarás de regreso con la carta y mañana podrás partir. El ofrecimiento era calculado, suficientemente razonable para ser creíble, pero manteniendo a Hidalgo alejado de cualquier posibilidad de encontrar el refugio donde se ocultaba esperanza. Hidalgo consideró la propuesta su mente claramente evaluando posibilidades, buscando trampas.

¿Y qué hay del bebé?”, preguntó abruptamente, sus ojos clavados en halcón rojo con intensidad renovada. La pregunta, aunque esperada, envió una descarga de alerta por la espina de la pache. Mantuvo su expresión impasible. “Como te dije antes, murió antes de nacer. Lo enterré con su madre.” Curioso”, comentó Hidalgo regresando a su escritorio con paso lento.

“Porque uno de mis cazadores jura haber visto a una mujer apache con un bebé de piel más clara que la suya en un valle al norte de vuestro poblado. Un bebé que no parece ser de sangre completamente indígena.” El corazón de halcón rojo dio un vuelco, pero su rostro permaneció impenetrable. Era imposible.

El refugio estaba demasiado bien escondido, los senderos demasiado secretos, a menos que alguien del clan hubiera traicionado su confianza. “Hay muchos niños mestizos entre nuestro pueblo”, respondió con calma. El resultado de uniones con mexicanos y otros colonos a lo largo de generaciones. No debería sorprenderte. Tal vez”, concedió Hidalgo abriendo un cajón de su escritorio.

“Pero este bebé en particular parece ser una niña de unos cuatro o 5 meses de edad.” Justo el tiempo que habría tenido el hijo de Sofía, ¿no te parece?”, extrajo un pequeño objeto del cajón y lo deslizó sobre el escritorio hacia rojo. Era una pequeña cruz de plata en una cadena delicada. El apache la reconoció al instante.

La había visto en el cuello de Sofía cuando la encontró y la había guardado para entregársela a su hija cuando fuera mayor. Pero la cruz había estado oculta en su tipi, en un pequeño zurrón de cuero, junto con otros recuerdos de Sofía que había conservado para esperanza. Alguien había entrado en su tipi, alguien había robado la cruz. Esto pertenecía a mi esposa, continuó Hidalgo, su voz ahora cargada de triunfo. Un regalo de su padre en su 16º cumpleaños nunca se separaba de ella.

Hizo una pausa deliberada, curioso que apareciera en tu tienda, ¿no crees? Especialmente sí, como afirmas, la enterraste con el collar puesto. Alcón Rojo comprendió que su plan había fracasado. Hidalgo sabía o al menos sospechaba fuertemente que Esperanza estaba viva y bajo su protección.

Así que ahora, continuó Hidalgo, su voz adquiriendo un tono amenazador. Modificaremos ligeramente nuestro acuerdo. Me llevarás a la tumba de mi esposa. Sí. y me entregarás la carta si existe. Pero también me dirás exactamente dónde está ese bebé mestizo que tanto interés tienes en proteger. Y si me niego, la voz de Halcón Rojo era fría como el viento invernal. Hidalgo sonríó, una expresión que no alcanzó sus ojos.

Entonces mi estimado amigo respondió con suavidad letal, “me temo que mis hombres tendrán que visitar cada rincón de vuestras montañas, cada valle, cada cueva, hasta encontrar lo que busco, y no serán delicados en sus métodos como para enfatizar sus palabras.

La puerta se abrió y Vargas entró, seguido por cuatro hombres armados con rifles. “Nuestro invitado se quedará con nosotros esta noche”, anunció Hidalgo levantándose. Asegúrense de que esté cómodo en el sótano mientras preparo la expedición para mañana. Los hombres avanzaron hacia Alcón Rojo, quien evaluó rápidamente sus opciones. [Música] Estaba desarmado, superado en número y en territorio enemigo.

Luchar ahora solo garantizaría su muerte y con ella cualquier esperanza de proteger a esperanza. Mañana partiremos al amanecer”, continuó Hidalgo guardando la cruz de plata en su bolsillo. Y para asegurarme de tu cooperación, he enviado a algunos de mis mejores hombres a vigilar los alrededores de tu poblado. Cualquier intento de advertir a tu gente resultará desafortunado.

Mientras los hombres de Hidalgo lo rodeaban, Halcón Rojo mantuvo su dignidad intacta, su mirada fija en el hombre que representaba la mayor amenaza para esperanza. No dijo nada, pero en su mente una promesa se formaba con la claridad del cristal. Pasara lo que pasara, Hidalgo nunca pondría sus manos sobre la hija de Sofía, incluso si eso significaba sacrificar su propia vida.

La oscuridad del sótano era casi completa, apenas interrumpida por la débil luz de una lámpara de aceite que colgaba del techo bajo. El aire, denso y húmedo, olía a tierra mojada y a vino añejo, pues el espacio había servido como bodega antes de convertirse en improvisada prisión. Halcón rojo permanecía sentado en el suelo de tierra apisonada, la espalda apoyada contra la pared de piedra, los ojos cerrados, pero todos sus sentidos alerta.

Lo habían atado con cuerdas de cáñamo, sus muñecas aseguradas tras su espalda, con nudos firmes que se clavaban en su carne cada vez que intentaba moverlas. Sus tobillos también estaban sujetos, aunque con suficiente holgar si fuera necesario. Un guardia somnoliento vigilaba desde un taburete junto a la puerta, su revólver descansando sobre su regazo mientras cabeceaba, luchando contra el sueño.

Pero Halcón Rojo no dormía. Su mente trabajaba incansablemente, analizando cada detalle de su situación. buscando una salida. La traición dentro del clan era un golpe que no había anticipado. ¿Quién podría haber robado la cruz de plata de su tipi? ¿Quién tenía motivos para entregar a Esperanza a Hidalgo? El rostro de Cayani apareció en sus pensamientos.

El joven guerrero siempre había mostrado resentimiento hacia la presencia de la niña, considerándola una amenaza para la seguridad del clan, pero de ahí a traicionarlos activamente. Alcón Rojo se resistía a creerlo sin pruebas concluyentes. Un ruido leve interrumpió sus reflexiones.

Pasos sigilosos descendían por la escalera de madera que conducía al sótano. Falcón rojo mantuvo los ojos cerrados, su respiración controlada, fingiendo dormir. “Despierta”, susurró una voz familiar. “Sé que no duermes, indio.” Halcón Rojo abrió los ojos. Frente a él estaba Manuel Ortiz, el comerciante mestizo que había llevado la advertencia al poblado. Sus ojos, normalmente amables, mostraban ahora una mezcla de vergüenza y determinación. Tú, la sorpresa fue imposible de ocultar. Tú eres el traidor.

Manuel hizo un gesto apresurado pidiendo silencio, señalando hacia el guardia dormido. No es lo que piensas, susurró agachándose junto a Halcón Rojo. No he traicionado a nadie y Hidalgo tenía la cruz cuando llegué a San Cristóbal buscándote. Buscándome. Naele me envió, explicó Manuel mientras sacaba un pequeño cuchillo de su bota.

Cuando no regresaste al atardecer, temió lo peor. Me pidió que averiguara qué había sucedido. Con movimientos precisos, comenzó a cortar las cuerdas que ataban las muñecas de halcón rojo. Obeidgo me contrató como guía para la expedición de mañana, continuó en voz baja.

No sabe que mantengo lealtad a los Nedni. Cree que solo me importa el oro. Halcón rojo sintió que las cuerdas cedían, liberando sus manos entumecidas. flexionó los dedos sintiendo el doloroso hormigueo del riego sanguíneo restaurándose. El guardia murmuró inclinando la cabeza hacia el hombre dormido.

Somnífero en su tequila respondió Manuel con una sonrisa tensa. No despertará hasta el amanecer para cuando espero que estemos lejos de aquí. Mientras Manuel cortaba las ataduras de sus tobillos, Alcón Rojo procesaba esta nueva información. ¿Cómo obtuvo Hidalgo la cruz? Escuché a sus hombres hablar, respondió Manuel, ayudándolo a ponerse de pie.

Un cazador mestizo llamado Joaquín Vega frecuenta los alrededores de vuestro territorio, comerciando con algunas mujeres del clan a espaldas de los guerreros. Parece que una de ellas le vendió la cruz por comida y telas. El alivio de saber que no había un traidor intencional entre los suyos se mezcló con la urgencia de la situación, una venta inconsciente, no una traición deliberada.

Pero el resultado era el mismo. Hidalgo sabía de esperanza. Debemos darnos prisa, urgió Manuel dirigiéndose hacia una pequeña ventana enrejada en la parte alta de la pared. He aflojado los barrotes. Es estrecho, pero deberías poder pasar. Con esfuerzo, Manuel levantó una mesa de madera y la colocó bajo la ventana.

Ambos hombres trabajaron en silencio para arrancar completamente los barrotes ya flojos. Cuando la abertura estuvo libre, Halcón Rojo miró a su inesperado aliado. ¿Por qué me ayudas? Te arriesgas mucho. Los ojos de Manuel, oscuros y sinceros, se fijaron en los suyos. Mi abuela era apache. Me criaron para respetar ambos mundos, pero nunca olvidé de dónde venía parte de mi sangre.

Hizo una pausa, su voz bajando aún más. Además, he visto cómo trata Hidalgo a sus peones. Ningún hombre que esclaviza a otros merece respeto. Alcón Rojo asintió, extendiendo su mano en un gesto poco común para él. Manuel la estrechó con firmeza. [Música] “Vete ahora”, dijo el comerciante. “He dejado un caballo atado detrás de la vieja iglesia al final de la calle. Nadie lo vigilará. Y tú, diré que me golpeaste y escapaste.

Con esta cara mestiza nadie se sorprenderá de que simpatice con un salvaje. Sonrío con ironía. Además, necesito mantener mi fachada. Podría ser útil en el futuro. Con un último asentimiento de gratitud, Halcón Rojo se impulsó a través de la estrecha ventana, su cuerpo musculoso apenas pasando por la abertura.

cayó al exterior con un golpe amortiguado en un callejón oscuro entre la hacienda y un edificio abandonado. La noche era clara, la luna casi llena, iluminando las calles desiertas con un resplandor plateado. Moviéndose con la agilidad silenciosa que lo había convertido en un cazador legendario, Halcón Rojo se deslizó entre las sombras, evitando las pocas lámparas encendidas y los ocasionales guardias que patrullaban.

Tal como Manuel había prometido, un caballo zaino estaba atado detrás de la vieja iglesia en ruinas. El animal relinchó suavemente cuando alcón rojo se acercó, pero se calmó al sentir su mano firme sobre el ocico. “Tranquilo, hermano”, susurró en Apache. “Tenemos un largo camino por delante.” Montó de un salto y dirigió al caballo hacia las afueras del pueblo, manteniéndolo al paso para no llamar la atención.

Solo cuando las últimas casas quedaron atrás y la oscuridad del campo abierto los envolvió. espoleó al animal a un galope tendido. El viento azotaba su rostro mientras cabalgaba, la urgencia ardiendo en su pecho como fuego líquido. Hidalgo partiría al amanecer, probablemente con un contingente numeroso. Si había enviado hombres a vigilar el poblado principal, era solo cuestión de tiempo antes de que alguno de ellos descubriera el sendero hacia el refugio secreto.

Esperanza estaba en peligro. y era su culpa. Había subestimado a Hidalgo, había expuesto a la niña con su plan imprudente. Ahora solo quedaba una opción: llegar antes que ellos y poner a esperanza a salvo, incluso si eso significaba alejarse para siempre de las montañas que llamaba hogar. El camino hacia el poblado Nedni normalmente tomaba casi un día completo a caballo, pero Halcón Rojo conocía a Tajos.

senderos apenas visibles que serpenteaban entre cañones estrechos y laderas escarpadas. Rutas peligrosas, especialmente de noche, pero que podían acortar el tiempo a la mitad. Cabalgó sin descanso, empujando al caballo hasta el límite de su resistencia, deteniéndose solo para permitir que el animal bebiera brevemente en los arroyos que cruzaban su camino. Las horas pasaron.

La luna descendió hacia el horizonte occidental y las primeras luces del alba comenzaron a teñir el cielo cuando finalmente divisó las cumbres familiares que señalaban la proximidad del territorio Nedni. Fue entonces cuando escuchó los cascos [Música] distantes pero inconfundibles, el sonido rítmico de varios caballos aproximándose desde el sur. Hidalgo había partido antes del amanecer, quizás alertado por su fuga.

Con renovada urgencia, Halcón Rojo espoleó a su montura agotada. El pobre animal respondió con un último esfuerzo, ascendiendo por la ladera rocosa que conducía a la entrada oculta del territorio Apache. El poblado principal apareció ante él, las tipis familiares recortándose contra el cielo que clareaba.

Varios guerreros corrieron a su encuentro alarmados por la llegada precipitada. “¡Choabitsin!”, exclamó Keme, el primero en reconocerlo. Gracias a los espíritus que has regresado. Alcón Rojo desmontó de un salto, sus piernas casi cediendo tras las horas de cabalgata ininterrumpida. “Hidalgo viene en camino,” anunció sin preámbulos. Con hombres armados saben de esperanza. Un murmullo alarmado recorrió el grupo.

Naele emergió de su tipi, su rostro anciano marcado por la preocupación. “¿Cómo es posible?”, preguntó. “No hay tiempo para explicaciones, respondió Alc Rojo. Debemos evacuar el poblado, llevar a todos a la cueva de los antepasados hasta que pase el peligro. Y esperanza.” La voz de Naele revelaba su comprensión de la gravedad de la situación.

[Música] Iré por ella ahora mismo, respondió Alcón Rojo. Necesito un caballo fresco. Mientras los guerreros se movilizaban preparando la evacuación con la eficiencia de quienes han vivido generaciones de peligro, Tacoda se acercó con expresión sombría. “Regresé del refugio anoche”, informó Naya. “Y los niños están bien.

Pero, pero, ¿qué? La tensión en la voz de Halcón Rojo era palpable. Un cazador mestizo estuvo merodeando cerca. Naya lo vio a distancia observando el valle. No creo que descubriera el refugio, pero pasó demasiado cerca. Joaquín Vega tenía que ser él, el hombre que había obtenido la cruz y probablemente había informado a Hidalgo sobre el bebé de piel clara.

¿Cuánto tiempo tenemos?”, preguntó Tacoda. “No mucho”, respondió Alcón Rojo, aceptando las riendas de un caballo descansado que Keme le ofrecía. “Idalgo viene detrás de mí.” Horas, tal vez menos. Montó nuevamente, ignorando el dolor en sus músculos agotados. “Evacuad el poblado, llevad a todos a la cueva grande. Yo traeré a Naya y los niños.

” Mientras se alejaba a galope, escuchó a Anagele gritando órdenes, organizando la retirada. El anciano jefe era sabio. Sabía que enfrentar directamente a hombres armados con rifles modernos solo resultaría en una masacre. El sendero hacia el refugio secreto era difícil, incluso a la luz del día. Con las primeras luces del alba, apenas iluminando el camino, resultaba traicionero.

Pero Alcón Rojo lo conocía como la palma de su mano. Cada curva, cada pendiente, cada piedra suelta que podría hacer tropezar al caballo. El valle se abrió ante él como un cuenco verde entre las montañas escarpadas. Desde esta altura podía ver la cabaña de troncos con su pequeña columna de humo elevándose desde el hogar matutino.

Una figura, Naya, se movía en el exterior, aparentemente recogiendo agua del arroyo cercano. Descendió la pendiente a toda velocidad, el corazón martilleándole en el pecho. Cuando llegó al claro frente a la cabaña, Naya lo miró con sorpresa que rápidamente se transformó en alarma al ver su expresión.

“¿Qué ocurre?”, preguntó dejando caer el cubo de agua. “Hidalgo viene en camino, respondió sin desmontar. Sabe de esperanza. Debemos irnos ahora mismo.” La sangre abandonó el rostro de Naya. Sin perder un segundo, corrió hacia la cabaña. “Prepararé a los niños.” Halcón rojo desmontó y la siguió al interior.

Esperanza estaba despierta en su pequeña cuna de mimbre, balbuceando alegremente al verlo. Aote dormía aún envuelto en mantas. ¿Cómo nos encontraron?, preguntó Naya mientras envolvía rápidamente a los bebés en mantas de viaje. Joaquín Vega respondió al con rojo, ayudándola a asegurar las provisiones esenciales en un zurrón.

El cazador mestizo vendió información a Hidalgo. El rostro de Naya se endureció. Lo he visto merodeando. Debía haberlo reportado antes. No hay tiempo para lamentaciones. Dijo Alcón Rojo tomando a esperanza en brazos. La niña se aferró a él, sus pequeñas manos agarrando su chaleco con confianza absoluta. Debemos llegar a la cueva de los antepasados.

El resto del clan se dirige allí. Ahora salieron apresuradamente. Halcón rojo montó primero, sosteniendo a Esperanza contra su pecho con un brazo mientras tomaba las riendas con la mano libre. Naya subió detrás con Aote, aferrándose a la cintura de halcón rojo. Apenas habían avanzado unos metros cuando un disparo resonó en el valle, el eco rebotando entre las paredes rocosas.

La bala impactó en un árbol cercano astillando la corteza. “Ahí están!”, gritó una voz a lo lejos. “Lo veo con la niña.” Halcón rojo giró la cabeza. En la cresta de la colina, por donde él mismo había descendido minutos antes, se recortaban varias siluetas a caballo. La más adelantada era inconfundible.

Vargas, el hombre de la cicatriz, sostenía un rifle humeante. A su lado, Fernando Hidalgo observaba la escena con expresión impasible. “Agárrate”, ordenó alcón rojo, espoleando al caballo hacia el extremo opuesto del valle. Más disparos resonaron tras ellos, pero la distancia y el movimiento los hacían imprecisos.

El caballo galopaba a toda velocidad, impulsado por el terror de los estruendos, mientras Alcón Rojo se inclinaba sobre el cuello del animal, protegiendo a Esperanza con su cuerpo. Naya, aferrada a su espalda, rezaba en voz baja mientras las balas silvaban a su alrededor. Aote, despertado por los disparos, lloraba aterrorizado.

alcanzaron el bosque al otro extremo del valle, la densa vegetación ofreciéndoles cierta protección contra los disparos. Pero Alcón Rojo sabía que solo habían ganado minutos. Hidalgo y sus hombres lo seguirían, y el camino hacia la cueva de los antepasados era largo y expuesto en varios tramos.

Fue entonces cuando tomó una decisión que cambiaría el curso de todo. “Hay otro sendero”, dijo por encima del hombro mientras el caballo ascendía por la ladera boscosa. “Uno que solo yo conozco. Nos separará del clan, pero nos llevará a un lugar donde Hidalgo jamás podrá encontrarnos. ¿De qué hablas?” La voz de Naya reflejaba confusión y miedo.

Más allá de las montañas del norte, respondió Alón Rojo, donde las nieves nunca se derriten por completo. Hay un paso secreto que conduce a un valle protegido. Los antiguos lo conocían, pero se ha olvidado con el tiempo. ¿Por qué nunca hablaste de esto? Porque juré no revelarlo. Su voz se tornó grave.

Fue allí donde encontré a Malinali después de la tormenta, [Música] donde la enterré junto a nuestro hijo Nonato. Naya guardó silencio, comprendiendo el peso de lo que Alcón Rojo estaba ofreciendo. No solo un refugio, sino un lugar sagrado, un santuario personal que hasta ahora había mantenido como su secreto más íntimo. nuestra única esperanza”, concluyó él, sintiendo como esperanza se acurrucaba contra su pecho, ajena al peligro que los perseguía.

La única forma de mantener nuestra promesa. Detrás de ellos, los gritos de los perseguidores se acercaban, mezclados con el sonido de cascos y ramas quebrándose. Hidalgo estaba decidido a no dejarlos escapar. Y alcón rojo estaba igualmente determinado a que nunca jamás pusiera sus manos sobre la hija de Sofía.

El bosque se espesaba a medida que ascendían por la ladera norte, los pinos creciendo más juntos, sus ramas entrelazándose como dedos protectores sobre sus cabezas. El sendero que seguían era apenas perceptible, una línea tenue entre la maleza que solo ojos experimentados podían distinguir.

[Música] Alcón Rojo guiaba al caballo con destreza, evitando raíces traicioneras y rocas sueltas, mientras los sonidos de la persecución se desvanecían gradualmente a sus espaldas. Los hemos desorientado, murmuró Naya desde atrás, su voz tensa pero controlada. Han tomado el camino equivocado. Halcón Rojo asintió sin hablar. El truco había funcionado.

Al cruzar el arroyo varias veces y luego conducir al caballo sobre un lecho de roca sólida durante un trecho, habían eliminado su rastro. Hidalgo y sus hombres, aunque persistentes, carecían de la habilidad para rastrear en estas montañas, probablemente se dirigían ahora hacia el poblado principal, donde encontrarían tipis vacíos y fuegos abandonados. Esperanza se agitó contra su pecho, sus pequeñas manos aferrándose a las cuentas de su chaleco.

El sol, ya completamente sobre el horizonte, iluminaba su rostro con una luz dorada que destacaba sus rasgos. Los ojos oscuros de Sofía, la misma determinación en la curva de su boca. Halcón rojo sintió una oleada de protección tan intensa que le cortó la respiración. ¿Cuánto falta?, preguntó Naya mientras subían por una pendiente particularmente empinada. Aote se había calmado, acunado por el ritmo constante del caballo.

“Llegaremos al paso antes del anochecer”, respondió Alcón Rojo. “Si mantenemos este ritmo.” El caballo resoplaba por el esfuerzo, pero continuaba valientemente. Era un buen animal, fuerte y resistente, acostumbrado a los caminos difíciles de la montaña. Aún así, no podrían mantener este paso indefinidamente. En algún momento tendrían que detenerse a descansar, a permitir que el animal bebiera y pastara brevemente.

La oportunidad llegó al mediodía cuando alcanzaron un pequeño claro junto a un manantial cristalino. Halcón rojo ayudó a Naya a desmontar. Luego descendió él mismo con esperanza aún en brazos. La niña, cansada por el viaje se había dormido. Su respiración suave y regular contra su cuello. Descansaremos aquí brevemente, indicó depositando a Esperanza sobre una manta extendida a la sombra de un pino centenario.

El agua de este manantial es buena. Mientras Naya atendía a los niños, Halcón Rojo condujo al caballo hasta el agua y lo dejó beber. Luego trepó ágilmente a una roca elevada para observar el camino que habían recorrido. La vista se extendía por kilómetros, ofreciendo una panorámica perfecta del valle que acababan de abandonar.

A lo lejos, puntos diminutos se movían entre los árboles, Hidalgo y sus hombres, todavía buscando, divididos ahora en grupos más pequeños que rastreaban en diferentes direcciones. Habían perdido su pista, pero no habían renunciado. Alcón Rojo sabía que no lo harían hasta agotar todas las posibilidades. descendió de la roca con un salto silencioso y se reunió con Naya, quien ofrecía agua a los niños desde una pequeña cantimplora de cuero.

“¿Nos siguen?”, preguntó ella, sus ojos revelando la preocupación que intentaba ocultar de su voz. “Sí, pero están desorientados. Hemos ganado tiempo. Se permitieron solo media hora de descanso, lo suficiente para que el caballo recuperara algo de fuerza y para que pudieran comer un poco de pemicán, una mezcla de carne seca, grasa y vallas silvestres que proporcionaba energía duradera.

Luego reanudaron su ascenso, el sendero volviéndose cada vez más empinado, el aire más fino con cada metro que ganaban en altitud. A media tarde el paisaje comenzó a cambiar. Los pinos se dieron lugar a abetos más pequeños y retorcidos, adaptados a la mayor altud.

El suelo se volvió rocoso con parches de nieve persistente en las zonas sombreadas. Alcón Rojo recordaba este camino con dolorosa claridad. Lo había recorrido en sentido inverso hace 5 años, cargando el cuerpo de Malinali, buscando un lugar sagrado para su descanso eterno. ¿Cómo descubriste este valle? Preguntó Naya, quizás percibiendo la melancolía en su silencio.

Fue durante mi vigilia de visión, cuando era joven respondió Alcón Rojo, su voz casi arrastrada por el viento que soplaba más fuerte a esta altitud. B, pasé 4 días sin comer ni beber, buscando una señal de los espíritus. Delirando de hambre, seguía un halcón rojo hasta este valle. Encontré agua, comida, refugio. Los espíritus me mostraron este lugar para que lo recordara cuando fuera necesario. “Y ahora lo es”, murmuró Naya.

Halcón Rojo asintió. [Música] Ahora lo es. El sol comenzaba a descender cuando finalmente alcanzaron el paso. Una brecha estrecha entre dos picos rocosos, tan discreta que podría pasarse de largo si no se sabía exactamente dónde mirar. Halcón Rojo desmontó guiando al caballo a pie por el pasaje angosto.

Naya lo siguió cargando a Aote llevaba a Esperanza. Y entonces, como si un velo se levantara, el valle secreto se reveló ante ellos. Era un lugar de belleza sobrecogedora, un pequeño valle en forma de cuenco, protegido por altos acantilados en tres de sus lados. Un lago de aguas turquesas ocupaba el centro alimentado por un arroyo que descendía en cascada desde las nieves perpetuas de la montaña más alta.

Árboles robustos crecían en las zonas más bajas, ofreciendo madera y refugio. Praderas de hierba alta ondulaban con la brisa, salpicadas de flores silvestres que parecían imposibles a esta altitud. Es hermoso, suspiró Naya, sus ojos recorriendo maravillados el paisaje. Y seguro, añadió Alcón Rojo, solo hay una entrada conocida, la que acabamos de cruzar, y desde aquí podemos vigilar cualquier aproximación.

Descendieron por un sendero serpente hacia el fondo del valle. A medida que bajaban, el aire se volvía sorprendentemente más cálido, protegido de los vientos helados por las paredes naturales que rodeaban el lugar. Halcón Rojo condujo a su pequeño grupo hacia una formación rocosa que sobresalía en la base de la ladera oriental, una cueva natural, su entrada parcialmente oculta por arbustos de vallas silvestres. Aquí pasaremos la noche, indicó.

Mañana construiremos un refugio más adecuado. La cueva resultó ser más amplia de lo que parecía desde el exterior, con un techo lo suficientemente alto para que Halcón Rojo pudiera permanecer de pie sin agacharse. El suelo estaba sorprendentemente seco y nivelado, como si alguien lo hubiera preparado intencionalmente.

En un rincón, halcón rojo encontró lo que buscaba, un pequeño montículo de piedras cuidadosamente apiladas, marcando el lugar donde había enterrado a Malinali y a su hijo Non atrás. se arrodilló ante el montículo tocándolo suavemente con la palma de su mano. He vuelto amada, susurró en su lengua nativa.

Ech he traído conmigo una nueva vida para proteger. Naya, comprendiendo la solemnidad del momento, se mantuvo en silencio, ocupándose de preparar un lecho para los niños con las mantas que habían traído. Fuera el sol se ponía tiñiendo el valle con tonos dorados y rojizos que lentamente cedían a la penumbra.

Esa noche, mientras Naya y los niños dormían, Alcón Rojo montó guardia en la entrada de la cueva. Las estrellas brillaban con intensidad inusual, tan cercanas que casi parecían al alcance de la mano. En el silencio profundo de la montaña podía escuchar la respiración suave de esperanza. El ocasional murmullo de Aote en sueños, el suave crepitar de las brazas del pequeño fuego que había encendido, estaban a salvo, al menos por ahora, pero sabía que Hidalgo no se rendiría fácilmente.

[Música] Un hombre dispuesto a abandonar a su esposa embarazada para morir, un hombre obsesionado con eliminar la evidencia de su deshonra, no desistiría por un simple contratiempo. seguiría buscando tal vez durante semanas, meses, quizás años. Y por eso este valle sería su hogar ahora. Aquí, lejos de cualquier asentamiento humano, criaría a esperanza como había prometido a Sofía.

Le enseñaría a cazar, a rastrear, a leer los signos de la naturaleza. le contaría sobre su valiente madre, sobre cómo luchó hasta su último aliento para traerla al mundo, y con el tiempo quizás le enseñaría también sobre el mundo más allá de las montañas, un mundo al que algún día podría elegir regresar cuando fuera lo suficientemente fuerte para enfrentarlo. Sus pensamientos fueron interrumpidos por un sonido distante, casi imperceptible.

se tensó agudizando sus sentidos. [Música] Allí estaba de nuevo el crujido inconfundible de ramas quebrándose bajo un peso considerable, tal vez a un kilómetro de distancia en el sendero que conducía al paso. Alguien se acercaba. Con movimientos silenciosos. Halcón Rojo tomó su arco recuperado de sus pertenencias en el refugio antes de huir y un carcaj con flechas despertó a Anaya con un leve toque en el hombro. “Quédate con los niños”, susurró.

“No salgas hasta que regrese.” Los ojos de Naya se abrieron con alarma, pero asintió sin hacer preguntas. Comprendía la gravedad de la situación. Halcón rojo salió de la cueva y se movió como una sombra entre las rocas, ascendiendo por un sendero lateral que le permitiría observar el paso sin ser visto.

La luna casi llena, proporcionaba suficiente luz para distinguir formas y movimientos, pero también creaba sombras engañosas que podían confundir a ojos menos experimentados. alcanzó una posición elevada justo cuando una figura solitaria emergía en el paso. Halcón rojo tensó su arco, la flecha preparada para volar, pero algo en la forma de moverse del intruso le resultó familiar. Esperó observando con atención.

La figura avanzó hacia la luz de la luna y alcón rojo pudo distinguir su rostro. Era Keme, el joven guerrero Nedni. Venía solo, sin armas visibles, moviéndose con la cautela de quien sabe que podría ser observado. Alcón rojo bajó el arco y emitió el suave silvido de un búo cornudo, una señal que todos los guerreros Nedni reconocían.

que se detuvo mirando alrededor y respondió con el mismo sonido. Descendiendo de su posición, Halcón Rojo se reunió con el joven guerrero en el paso. ¿Cómo me encontraste? Fue su primera pregunta. Que me sonrió levemente. No fue fácil, pero Naele sabía que si había un lugar donde podrías buscar refugio, sería donde descansa Malinali. me envió a buscarte mientras el resto del clan se ocultaba.

Y Hidalgo, la expresión de Queme se ensombreció. Sus hombres encontraron el poblado vacío. Registraron cada tipi, destruyeron lo que no pudieron llevar. Luego se dividieron buscando en todas direcciones. Hizo una pausa mirando directamente a rojo. Han puesto precio a tu cabeza y ofrecen una recompensa aún mayor por la niña viva. Halcón rojo apretó la mandíbula.

¿Alguna baja entre los nuestros? Ninguna. Todos llegaron a la cueva de los antepasados antes de que Hidalgo apareciera. Pero no podrán permanecer allí indefinidamente. ¿Qué dicen? El anciano cree que deberíamos dividir el clan al menos temporalmente. Algunos irán hacia el este, a las tierras de nuestros primos Chiricagua.

Otros permanecerán ocultos en las montañas, moviéndose constantemente. Cuando Hidalgo se canse de buscar y se vaya, podremos reagruparnos. Alcón Rojo asintió lentamente. Era un plan sensato. Los Nedni habían sobrevivido durante generaciones, adaptándose, dispersándose cuando era necesario, reuniéndose cuando el peligro pasaba.

“¿Y qué mensaje te ha dado Nagele para mí?”, preguntó sabiendo que el anciano no habría enviado a Keme solo para informar. El joven guerrero extendió un pequeño objeto envuelto en piel de conejo. Dijo que esto te pertenece ahora, que lo necesitarás para cumplir tu promesa. Alcón Rojo desenvolvió el paquete con cuidado.

En su interior encontró un amuleto antiguo, un medallón de plata ennegrecida con el símbolo del sol rodeado por plumas talladas. Era el emblema sagrado del clan pasado de generación en generación. normalmente portado por el jefe o sucesor designado. Nael le dice que donde estés tú está el corazón del clan. continuó queme. E que la niña que proteges es ahora parte de nuestro pueblo y que algún día, cuando sea seguro, deberás traerla de regreso para que conozca su herencia completa.

Alcón Rojo cerró los dedos alrededor del amuleto, sintiendo su peso no solo físico, sino simbólico. Era una responsabilidad, un honor, una carga y un regalo, todo a la vez. Dile a Anagele que guardaré esto con mi vida”, respondió finalmente. Lo que esperanza conocerá ambos lados de su sangre cuando llegue el momento. ¿Qué me asintió? Pero su expresión se volvió grave. Hay algo más que debes saber.

Uno de los hombres de Hidalgo fue capturado por nuestros guerreros cuando se acercó demasiado a la cueva. Antes de morir, reveló que Hidalgo no busca a la niña solo por orgullo herido o para ocultar la infidelidad de su esposa. Entonces, ¿por qué? La inquietud creció en el pecho de Halcón Rojo. Don Sofía Montero era la única hija de don Augusto Montero, uno de los hombres más ricos de San Cristóbal.

Cuando murió hace 2 años, dejó toda su fortuna a su hija y a sus futuros descendientes. Hidalgo se casó con ella por ese dinero, pero no puede reclamarlo sin ella o sin su hijo legítimo. La realidad golpeó a Halcón Rojo con claridad cristalina. No era solo orgullo, no era solo venganza, era codicia pura y simple. Si Hidalgo podía probar que el bebé de Sofía había muerto, o mejor aún, presentar a otro niño como su legítimo heredero podría reclamar una fortuna, entonces nunca se detendrá, murmuró. No por propia voluntad, confirmó Queme.

Pero hay justicia en este mundo, hermano. A veces tarda en llegar, pero llega. Se despidieron al amanecer. que me regresaría con Nahele para informar que había encontrado a Alcón Rojo y a los niños sanos y salvos y que permanecerían ocultos hasta que fuera seguro emerger. No mencionaría la ubicación exacta del valle, solo que estaba bien protegido y podía sostenerlos durante el tiempo necesario.

Alcón Rojo observó a su joven compañero desaparecer por el sendero que conducía al paso. Luego regresó a la cueva donde Naya preparaba una modesta comida matutina. Esperanza, despierta y curiosa, gateaba sobre una manta extendida, explorando su nuevo entorno con la intrépida determinación que ya se había convertido en su sello distintivo.

Al verlo entrar, la niña extendió sus brazos hacia él, balbuceando alegremente. Al con rojo la levantó, sosteniéndola a la altura de sus ojos. Mi pequeña Nalin”, murmuró en Apache, usando el nombre que él le había dado. Este será nuestro hogar ahora. Aquí crecerás fuerte y libre, como deseaba tu madre. La niña sonrió, un hoyuelo formándose en su mejilla izquierda, tan similar al de Sofía, que por un momento alcón rojo sintió que el tiempo se doblaba sobre sí mismo, conectando pasado y presente en un círculo perfecto.

5 años después, el sol de verano brillaba sobre el valle secreto, iluminando un paisaje transformado por manos diligentes y corazones perseverantes. Donde antes solo había una cueva natural, ahora se alzaba una cabaña sólida de troncos con un pequeño huerto cercano. Un corral albergaba dos caballos y una cabra lechera. Trampas para peces ingeniosamente construidas se alineaban en un sector del lago proporcionando alimento constante. Esperanza.

Ahora una niña de 5 años con trenzas largas y ojos vivaces corría por la pradera persiguiendo mariposas. Su risa cristalina llenaba el aire mientras a Ote, un año mayor, pero igualmente enérgico, intentaba alcanzarla. No puedes atraparme”, gritaba ella en una mezcla fluida de apache y español que había desarrollado naturalmente.

Alcón rojo los observaba desde la orilla del lago donde limpiaba un venado recién cazado. Su rostro, aunque aún marcado por las experiencias pasadas, mostraba una serenidad que había sido ajena a él durante muchos años. Las arrugas alrededor de sus ojos ya no hablaban solo de dolor, también contaban historias de risas compartidas, de asombro ante los primeros pasos de esperanza, de noches tranquilas bajo las estrellas, enseñándole los nombres de las constelaciones.

y Tacoda habían construido su propia cabaña al otro lado del pequeño valle, creando una comunidad diminuta pero autosuficiente. Tacoda había regresado con ellos después de que la amenaza inmediata de Hidalgo disminuyera, trayendo noticias del mundo exterior y provisiones que no podían producir por sí mismos.

La vida no era fácil en el valle aislado, pero había adquirido un ritmo propio, una cadencia de estaciones y rituales que proporcionaba estructura y significado. Esperanza se acercó corriendo, sus mejillas sonrojadas por el ejercicio y la emoción. Padre, llamó usando la palabra apache que alcón rojo le había enseñado. Mira lo que encontré en sus pequeñas manos.

sostenía una pluma de halcón, sus bordes teñidos de un rojo intenso por algún pigmento natural. “Un halón rojo,” dijo halcón rojo, tomando la pluma con reverencia. El espíritu que me guió hasta este valle cuando era joven. “Un buen presagio me contarás otra vez la historia”, pidió ella, sentándose junto a él con la familiaridad de quien conoce su lugar exacto en el corazón de otro. Alcón Rojo sonríó.

Esta era su petición favorita, un ritual que habían establecido desde que comenzó a hablar. Cada vez él añadía más detalles adaptando la historia a medida que ella crecía y podía comprender más. Te contaré sobre tu madre. Comenzó como siempre. Una mujer valiente llamada Sofía, que te amó tanto que dio su vida para que tú pudieras vivir.

Esperanza asintió solemnemente, sus ojos grandes y atentos fijos en él. Así te contaré cómo te encontré en la nieve, cómo me hiciste la promesa más importante de mi vida y cómo juntos hemos construido un hogar aquí donde ambos podemos ser libres. Mientras narraba la historia que unía sus destinos, Alcón Rojo contemplaba el rostro de la niña que había llegado a amar como propia.

En ella veía el futuro que Sofía había soñado para su hija y el propósito que él mismo había encontrado cuando más perdido se sentía. Tacoda apareció en el sendero que conducía a la otra cabaña. Su expresión seria. Ha regresado. Quem anunció. Trae noticias importantes. Alcón Rojo asintió enviando a Esperanza a jugar con Aoteía con los otros adultos cerca del fuego comunal. Queme ahora un guerrero respetado.

Parecía agotado por el viaje pero satisfecho. Fernando Hidalgo está muerto, anunció sin preámbulos una vez que todos estuvieron reunidos. [Música] Un silencio asombrado siguió a sus palabras. ¿Cómo? Preguntó finalmente al con rojo. La justicia tiene formas extrañas, respondió Keme. Fue Vargas, su propio hombre de confianza.

Parece que Hidalgo lo traicionó en algún negocio turbio. Vargas le disparó en su hacienda y luego confesó el crimen antes de quitarse la vida. Y la búsqueda inquirió Tacoda. Los hombres que seguían rastreando la montaña se han dispersado sin su líder y su dinero.

Algunos han regresado a Ciudad de México, otros se han establecido en pueblos cercanos. Ya no representan una amenaza organizada. Alcón Rojo procesaba esta información, las implicaciones desplegándose en su mente como un mapa. Hay más, continuó Keme. El testamento de don Augusto Montero ha sido revisado por las autoridades.

En ausencia de Sofía y de un heredero reconocido, sus propiedades pasarán a manos de su primo lejano, un hombre llamado Miguel Sánchez. Halcón Rojo se tensó. Miguel Sánchez, el nombre que Sofía había mencionado en sus últimos momentos. El verdadero padre de esperanza. ¿Qué clase de hombre es este, Miguel Sánchez? Preguntó con cautela. Según dicen, un hombre sencillo y trabajador.

Era peón en las tierras de don Augusto, pero ahora heredará todo. Hay rumores de que él y Sofía mantuvieron un romance secreto antes de que su padre la obligara con Hidalgo. Las piezas se encajaban, el círculo se completaba de formas inesperadas. Naele envía un mensaje, añadió Queme.

Dice que es seguro regresar al clan si así lo deseas. Los tiempos han cambiado. Hidalgo ya no está y el nuevo gobernador ha firmado tratados más justos con nuestro pueblo. Alcón Rojo miró hacia donde Esperanza jugaba con Aote, sus risas mezclándose con el canto de los pájaros y el murmullo del arroyo. Es algo que debo considerar cuidadosamente, respondió.

Esta niña tiene dos herencias, dos mundos a los que pertenece. No puedo decidir por ella cuál debe prevalecer. ¿Le dirás sobre su verdadero padre? Preguntó Naya en voz baja. Cuando sea el momento, asintió al conrojo. Le contaré todo lo que sé y juntos decidiremos qué camino seguir. Esa noche, después de que Esperanza se durmiera, Halcón Rojo salió de la cabaña y caminó hasta el pequeño montículo de piedras que marcaba la tumba de Malinali.

A lo largo de los años había construido un segundo montículo junto al primero, un tributo a Sofía, aunque su cuerpo descansara lejos en el refugio donde había dado a luz a su hija. Bajo la luz de la luna sacó el amuleto que Nagele le había enviado años atrás y lo sostuvo en alto. He cumplido mi promesa, Sofía dijo al viento nocturno.

Tu hija ha crecido fuerte. inteligente y valiente como tú. Y ahora quizás pueda conocer también la otra mitad de su herencia. Una suave brisa agitó las hierbas altas como un suspiro de aprobación. Halcón rojo cerró los ojos sintiendo una paz que había eludido su corazón durante décadas. 10 años después, el sendero que descendía desde las montañas hacia San Cristóbal parecía más corto de lo que Halcón Rojo recordaba.

Quizás porque esta vez no viajaba solo ni con el corazón cargado de aprensión. A su lado cabalgaba Esperanza, ahora una joven de 15 años. Su postura era erguida y segura, su mirada clara recorriendo el paisaje con curiosidad e inteligencia. [Música] vestía ropas que combinaban elementos de ambas culturas, una blusa bordada al estilo apache sobre una falda larga de corte español y una cruz de plata, la misma que había pertenecido a su madre, brillaba sobre su pecho junto al amuleto de pluma quecón Rojo le había regalado en su dearº cumpleaños. Nervioso, padre”, preguntó ella en

Apache, una sonrisa traviesa iluminando su rostro. Halcón rojo le devolvió la sonrisa. “Un guerrero no conoce el nerviosismo”, respondió con dignidad fingida. “Entonces tus manos tiemblan por la emoción”, observó ella astutamente, cambiando al español con la fluidez de quien ha crecido manejando ambos idiomas. Tenía razón, por supuesto.

Esperanza siempre tenía una forma de ver a través de sus máscaras, de leer sus emociones como si fueran un libro abierto. Era un don que había heredado de Sofía junto con su determinación y su risa cristalina. La decisión de viajar a San Cristóbal había sido tomada conjuntamente después de muchas conversaciones, cuando Esperanza alcanzó la edad en que las jóvenes Apache tradicionalmente reciben su ceremonia de paso a la adultez.

Ella había expresado su deseo de conocer el otro lado de su herencia, de ver el lugar donde su madre había crecido, quizás incluso de conocer a su padre biológico si el destino así lo permitía. Alcón rojo no se había opuesto. Durante años había preparado a esperanza para este momento, enseñándole no solo las habilidades de supervivencia y las tradiciones de los Nedni, sino también a leer y escribir en español, a comprender las costumbres del mundo exterior, a moverse entre culturas con la gracia de quien pertenece a ambas y no está limitada por ninguna. San Cristóbal se

reveló ante ellos cuando doblaron la última curva del camino. El pueblo había crecido en los últimos 15 años, expandiéndose más allá de sus antiguos límites. Nuevos edificios se alzaban junto a los antiguos y una pequeña iglesia con campanario dominaba la plaza central. Es más grande de lo que imaginaba, comentó Esperanza.

sus ojos absorbiendo cada detalle. ha prosperado bajo su nuevo administrador”, respondió Alcón Rojo. Miguel Sánchez, el verdadero padre de esperanza, había transformado San Cristóbal desde que heredó las propiedades de don Augusto. Había distribuido tierras entre los peones, construido una escuela, mejorado los sistemas de riego.

Según las noticias que llegaban a las montañas, era un hombre justo y respetado que gobernaba con compasión en lugar de miedo. Entraron al pueblo al paso, conscientes de las miradas curiosas que lo seguían. No era común ver a un pache y a una joven mestiza cabalgando abiertamente por las calles y menos aún con la dignidad natural que ambos proyectaban.

se detuvieron frente a la hacienda principal, ahora transformada en un edificio administrativo abierto a todos los habitantes. Un hombre de mediana edad salió a recibirlos, su rostro bronceado por el sol, mostrando líneas de risa alrededor de los ojos. “Bienvenidos a San Cristóbal”, saludó cordialmente. “¿En qué puedo ayudarles?” Halcón Rojo desmontó con fluidez a pesar de sus años, ayudando luego a Esperanza a hacer lo mismo.

“Buscamos a Miguel Sánchez”, respondió con voz clara. “Traemos noticias importantes para él.” El hombre los observó con renovado interés, sus ojos deteniéndose en el rostro de esperanza con una expresión difícil de descifrar. Yo soy Miguel Sánchez, dijo finalmente. Y ustedes son Alcón Rojo miró a Esperanza, quien asintió levemente.

Era su momento, su elección. La joven dio un paso adelante, su postura firme, pero sus ojos brillantes con emoción contenida. “Mi nombre es Esperanza”, dijo, su voz clara y sin vacilación. Hija de Sofía Montero. Miguel Sánchez palideció, sus ojos ensanchándose con asombro y algo más profundo, más primal reconocimiento.

Porque en el rostro de esperanza, en la curva de su sonrisa, en el hoyelo de su mejilla izquierda, estaba escrita una verdad que ninguna palabra podría negar. Imposible”, susurró su voz quebrándose. Sofía murió en las montañas. El bebé con ella. “¡No”, respondió Alcón Rojo colocando una mano protectora sobre el hombro de esperanza.

Sofía dio su vida para que su hija pudiera vivir. Me hizo prometer que la protegería, que la criaría fuerte y libre. He cumplido esa promesa durante 15 años. Miguel los miraba alternadamente, el shock inicial cediendo lentamente paso a una mezcla de emociones tan complejas que era imposible nombrarlas todas. “Vengan dentro”, dijo finalmente su voz recuperando algo de firmeza.

Esta conversación requiere privacidad y tiempo. Las horas siguientes pasaron en un intercambio de historias, de recuerdos, de pedazos de un rompecabezas que finalmente encontraba su forma completa. Miguel relató cómo había amado a Sofía desde joven, cómo su amor había florecido en secreto hasta que don Augusto lo descubrió y lo expulsó de la hacienda.

obligando a Sofía a casarse con Hidalgo. Cómo había intentado encontrarla cuando supo de su desaparición, pero Hidalgo había bloqueado todos sus esfuerzos. Alcón Rojo a su vez compartió la historia del nacimiento de esperanza, de la valentía de Sofía en sus últimos momentos, de los años en el valle secreto donde la niña había crecido protegida y amada.

Y esperanza sentada entre ambos hombres, uno que le había dado la vida y otro que se la había preservado, escuchaba, preguntaba, completaba con sus propios recuerdos y sentimientos. Al anochecer, cuando las estrellas comenzaron a aparecer en el cielo despejado, Miguel los condujo al jardín trasero de la hacienda.

Allí, bajo un viejo roble, se alzaba una pequeña lápida de mármol con el nombre de Sofía y fechas que enmarcaban una vida demasiado breve. “Cuando heredé la propiedad, hice colocar esta lápida”, explicó. Aunque no tuviera su cuerpo, necesitaba un lugar donde honrar su memoria. Esperanza se arrodilló ante la lápida, tocándola suavemente con dedos reverentes.

De su bolsillo extrajo un pequeño saquito de gamuza y lo abrió con cuidado. Dentro había tierra del valle donde había crecido, recogida junto a la tumba simbólica que Alcón Rojo había construido para Sofía. [Música] U para que ambos mundos se unan”, dijo mientras esparcía la tierra alrededor de la lápida. Alcón Rojo y Miguel permanecieron en silencio, testigos de un acto de unión que trascendía culturas y tiempos.

Más tarde, cuando la luna iluminaba el jardín con su luz plateada, Miguel habló del futuro. “Tienes un lugar aquí”, dijo a Esperanza. Las tierras, la hacienda, todo lo que era de tu abuelo, don Augusto, y de tu madre Sofía, te pertenece por derecho y también tienes un lugar en las montañas, añadió Alcón Rojo, con el clan que te vio crecer, con la familia que te ha amado desde el primer día.

Esperanza miró a ambos hombres, a ambos padres, que el destino le había concedido. No tengo que elegir, ¿verdad?, preguntó, aunque su tono indicaba que ya conocía la respuesta. No, confirmó Alcón Rojo con una sonrisa. Puedes ser puente entre mundos, perteneciendo a ambos sin estar limitada por ninguno.

Como tu madre soñaba”, añadió Miguel suavemente. Bajo la luz de la luna, Esperanza contemplaba el camino que se abría ante ella, un sendero que no la obligaba a abandonar sus raíces, sino a extenderlas, que no le pedía renunciar, sino integrar, que no dividía, sino unía.

Y mientras el viento nocturno agitaba suavemente las hojas del viejo roble, halcón rojo sintió una paz profunda asentarse en su alma. La promesa hecha a una madre moribunda en medio de una tormenta de nieve había florecido en formas que jamás podría haber imaginado, transformándose en un legado de esperanza, esperanza que perduraría más allá de su tiempo.

había cumplido su palabra y en el proceso había encontrado no solo redención por sus propias pérdidas, sino un propósito y un amor que habían sanado las heridas más profundas de su corazón. La promesa de la Pache estaba completa.