El viento había cesado, pero el calor del desierto seguía pesando como una manta invisible. Un polvo fino y rojizo flotaba en el aire como ceniza de un fuego apagado hace siglos cubriendo todo el carro volcado, el caballo moribundo y el hombre de pie en medio de ese paisaje roto, callado, exhausto y pensativo.
Jeff Pike llevaba tres días dirigiéndose al oeste cuando una tormenta de arena lo atrapó. No iba tras oro ni fama. Esos sueños se le habían muerto hace ya mucho. Transportaba víveres para un rancho cerca de la cuenca de Santa Cruz. Un contrato pequeño, pero suficiente para mantenerse comiendo y avanzando, que era lo único que ya pedía de la vida.
Había sido ranchero en el pasado antes del asalto, antes del incendio, antes de los entierros. Ahora vivía de encargos entre poblados, evitando problemas bebiendo poco y durmiendo donde nadie preguntara su nombre. Aquella mañana, antes de que la tormenta borrara el cielo, pensaba que el viaje sería cuestión de dos días tranquilos. Pero el desierto tenía otros planes. El carro estaba volcado de lado, una rueda partida por completo, la otra semienterrada.
Su caballo había huido con el viento y la mula de repuesto se desplomó por el peso. La camisa de Jeff estaba empapada en sudor. Tenía las manos en carne viva de sostener las riendas hasta que el viento se las arrancó. Por un momento largo, solo se quedó ahí observando el desastre, calculando lo perdido y lo poco que aún podía salvar.
Entonces la vio a unos 30 metros junto a lo que alguna vez fue un arroyo seco. El cuerpo de una mujer yacía boca abajo al lado de un caballo muerto. La imagen le revolvió el estómago. Dudó mirando primero el horizonte. En ese lugar, una persona herida podía ser trampa carnada para algo peor, pero el paisaje estaba vacío.

Nada se movía, excepto el aire que brillaba como agua hirviendo. Tomó su rifle del carro, lo colgó del hombro y caminó hacia ella lento, con cuidado. Al llegar se agachó junto al cuerpo. Era joven, quizás de unos veintitantos. Su piel quemada por el sol y el polvo, el cabello largo negro lleno de arena y enredado.
Su vestido de piel suave estaba desgarrado por un costado y el collar de turquesa roto colgaba flojo sobre su cuello. Por su aspecto, parecía apache. Le tocó la muñeca. aún tenía pulso débil, pero vivo. Jeff soltó el aire aliviado, aunque inquieto. Sabía que a mujeres como ella las mataban por mucho menos que estar en el lugar equivocado. Si los soldados la encontraban, no iban a preguntar nada.
No sabía qué la había llevado hasta allí, una huida, un ataque o ambas cosas. Pero eso ahora no importaba. Estaba viva y dejarla ahí no era algo que su conciencia pudiera cargar. La levantó con cuidado de los hombros. Era más liviana de lo que pensaba. Puro hueso y agotamiento. La llevó de regreso hasta los restos del carro.
La acostó bajo la sombra estrecha que daba un eje roto y destapó su cantimplora. Dejó caer unas gotas sobre sus labios, cuidando no desperdiciar ni una más de la cuenta. Sus ojos se abrieron parpadeando alerta y desconfiados. esa mirada de quien ya ha sobrevivido demasiado. Despacito murmuró él. Su voz sonaba áspera, hecha de polvo y silencio. Estás as salvo, solo bebe.
Ella lo miró largo rato antes de aceptar un zorbo pequeño. Su garganta se movió al tragar y luego giró la cara como si no quisiera agradecer ni dar muestras de debilidad. Jeff se sentó sobre los talones observando su respiración regularizarse. Sintió en el pecho esa vieja tensión, esa responsabilidad que se había prometido no volver a cargar.
Años atrás juró no involucrarse con nadie más. La gente traía peligro, pero dejarla sola en medio del desierto era un peligro aún mayor. Revisó los restos del desastre. Medio barril de agua, un poco de carne seca, su revólver y algunas herramientas. Reparar el carro era imposible. Los ejes estaban destruidos.
Tal vez podía armar una especie de trineo, resistir el calor hasta que cayera el sol. Ella se movió de nuevo, murmurando algo en apache. Las palabras eran bajas, desgastadas. No las entendía, pero sí el tono. Confusión, dolor, miedo. Intentó incorporarse. Él la detuvo con la mano firme sobre su hombro. No te muevas aún. Tuviste una caída fea.
Sus ojos se cruzaron. Había temor, pero también un cálculo silencioso, como si tratara de juzgar quién era él y qué intenciones tenía. Jeff respetó eso. En su lugar, él habría hecho lo mismo. “Me llamo Jeff Pike”, dijo tras una pausa. “No vengo con los soldados, solo trato de salir con vida de este desierto.” Ella no respondió, pero sus hombros bajaron levemente.
Él asintió una vez, como si hubieran llegado a un entendimiento tácito, y se volteó a buscar tablones entre los restos del carro. Necesitaba sombra antes de que el sol los matara. Con la bota clavó estacas en la arena, extendió la lona rasgada del carro y construyó un refugio bajo apenas lo suficiente para que dos personas se sentaran sin asarse. Cuando por fin se arrastró dentro con los ojos ardiendo, ella ya dormía de nuevo.
Respirando lento su rostro pálido entre el polvo, vertió el último poco de agua en una taza de lata, la dejó a su alcance y se sentó con la espalda contra una rueda, mirando el vacío sin fin, más allá de las dunas. Pensó en el rancho al que debía llegar en el pago que no cobraría y en esa vida tranquila que había intentado levantar lejos de la sangre y el fuego. De algún modo, en ese páramo había encontrado a alguien que lo necesitaba otra vez.
Mientras el cielo se teñía de cobre y el calor cedía. Lentamente tomó una decisión que no puso en palabras. Esperaría hasta que ella pudiera caminar y entonces seguirían juntos. No conocía su historia ni el tipo de problemas que podían perseguirla, pero algo en su rostro, el cansancio, la fuerza, aún encendida detrás de los ojos le hizo pensar que merecía otra oportunidad para sobrevivir. Por ahora eso bastaba.
La mañana llegó sin aviso, sin sonido, sin aire fresco, solo la luz cambiando del rojo al blanco sobre la arena. Jeff despertó antes del amanecer con el cuello rígido y la garganta seca hasta doler. El refugio había aguantado la noche, aunque el viento soltó una esquina de la lona. La ajustó con cuidado, procurando no despertarla.
Ella seguía dormida respirando parejo, con el brazo sobre el pecho y el vestido rasgado dejando ver la piel amoratada. La observó un instante, no con curiosidad, sino con el ojo práctico de un ranchero que necesita entender con quién trata. Se veía más joven de lo que había supuesto quizá 20 o 21 años.
Había fuerza en sus hombros a pesar del agotamiento y en sus manos, aunque pequeñas, se notaban los callos de quien conoce el trabajo del campo. No era débil, solo abatida por la tormenta y lo que vino antes. Caminó unos pasos fuera del refugio para revisar el carro. Con la luz del día, la escena no mejoraba. Una rueda estaba destrozada sin remedio.
La otra apenas conservaba su forma. La mula seguía muerta medio cubierta de arena. Jeff se agachó junto a ella, quitó las correas de la silla y cortó el cuero que todavía podía aprovechar trenzándolo en una cuerda. Sus manos se movían solas, mitad instinto, mitad costumbre.
No pensaba en ella al principio, solo en mantenerse con vida lo suficiente para alcanzar la siguiente fuente de agua. Pero a medida que el calor subía y el silencio pesaba más, se descubrió mirando hacia la sombra donde dormía. No sabía su nombre, ni siquiera si ella quería su ayuda. Sin embargo, después de todo lo que había visto en esas tierras patrullas, recogiendo nativos como si fueran ganado cazadores de recompensas que no distinguían a quién mataban, sabía bien lo que ocurriría si ella intentaba cruzar el desierto sola.
Para cuando el sol ya estaba alto, ella se movió. Jep volvió y se agachó a su lado justo cuando trataba de incorporarse una mano sosteniendo el hombro herido. “Despacio”, dijo. “Estás lastimada.” Su mirada se clavó en él. La desconfianza seguía ahí, aunque algo más suave se asomaba esta vez. Confusión, quizá hasta un poco de gratitud que no quería mostrar.
“¿Qué pasó?”, preguntó la voz ronca e insegura. “Tormenta, respondió él. golpeó fuerte. Estabas junto al arroyo. Tu caballo no lo logró. Ella miró más allá de él hacia los restos del carro, apretando los labios al asimilar lo dicho. No estás con ellos murmuró los soldados. Jeff negó con la cabeza. No soy ranchero. Llevaba provisiones a un rancho del oeste. Supongo que ese plan ya se fue al demonio. Sus hombros se relajaron un poco.
Me ayudaste. Él asintió una vez. No podía dejarte ahí tirada. Ella guardó silencio un rato. Bebió del cantimplora que él le ofreció en sorbos lentos y medidos. Finalmente murmuró a Yanni. Él repitió en voz baja a Yani. Ella lo miró directo entonces por primera vez desde que despertó y dijo, “¿Y tú tienes nombre? Jeff Pike algo en su tono debió revelar más de lo que pretendía. A veces la gente decía su nombre con ese peso, con esa advertencia callada detrás.
Después de eso hablaron poco. Jeff racionó lo que quedaba de carne seca y agua. Ella lo ayudó a revisar los restos del carro, moviéndose con lentitud, pero con propósito. Él observó cómo examinaba cada objeto con atención. Los pedazos de soga, el cuchillo pequeño, un espejo agrietado del baúl del carro, nada desperdiciado, nada tomado a la ligera.
Al mediodía, el calor se volvió insoportable. Jeff reforzó lo que quedaba de sombra y luego señaló la loma del oeste. Hay un manantial por allá, dijo. Dos días y caminamos con calma. ¿Estás seguro? He pasado por aquí antes, hace años. ¿No mencionó que la última vez fue durante una persecución? Un grupo de colonos huyendo de bandidos.
Casi ninguno lo logró. Ayan frunció el ceño mirando el horizonte como si buscara recordar la tierra. Si vas al oeste, dijo, “Hay soldados cerca de la cuenca. Las patrullas se llevan a cualquiera que encuentren. ¡Apache o no?” Eva sintió pensándolo. “Entonces iremos al sur y rodearemos.
¿Ariesarías eso por mí?” Su tono no fue dulce. Sonó como una prueba. Jeff no respondió de inmediato. Apretó una correa de su morral, revisó el revólver en su cinturón y alzó la vista hacia ella. No importa por quién. Nadie sobrevive aquí solo. Esa fue la forma más cercana que encontró para ofrecer consuelo. El resto de la tarde lo dedicaron a preparar el viaje.
Je armó un trineo con dos tablones del carro y una cuerda, algo que les permitiera cargar provisiones sin destrozarse la espalda. Ay rasgó su vestido roto en tiras y con ellas vendó con más fuerza su hombro herido. Él le ofreció ayudar, pero ella negó con un leve movimiento de cabeza. Orgullo pensó él y también respetó eso. Cuando el sol por fin desapareció tras las piedras, se sentaron junto al pequeño fuego que él había logrado encender con ramas astilladas. Las llamas crepitaban suaves, lo justo para iluminar la tierra pegada a sus rostros.
Jeble tendió media tira de asesina. Come despacio, dijo. Ella obedeció masticando en silencio. Y cuando la noche ya se había acomodado entre ellos, volvió a dar a hablar. ¿Por qué estás solo en este desierto, Jeff Pike? Él miró el fuego durante un rato antes de responder. Porque así me va mejor. Ella lo observó como si esa respuesta no terminara de convencerla.
Nadie está mejor solo. Él no respondió, pero esa frase se le quedó rondando en la cabeza mucho después de que ella se quedara dormida. Cuando salieron las estrellas brillando sin fin, Jeff seguía despierto con el rifle sobre las rodillas.
Su mente no paraba de girar sobre lo mismo, el carro destrozado, el horizonte vacío y esa mujer a su lado, que por milagro seguía viva. No sabía lo que traería el día siguiente, pero había algo en la fortaleza de ella. en su forma de enfrentar el dolor sin miedo, que le hacía pensar que tal vez sí tenían una oportunidad.
Y por primera vez en años no le molestaba la idea de no estar solo. Al amanecer, el desierto había cambiado de negro a plateado. Las estrellas ya no estaban. El viento se había calmado y una luz gris tenue se colaba por la cima. Je empacó sus cosas en silencio. Lo poco que tenían dos cantimploras, media bolsa de asesina, una manta rota y algunas herramientas envueltas en tela.
Todo lo amarró al trineo que había construido el día anterior y revisó los nudos dos veces. Como hace un hombre que sabe que aquí, si te equivocas, no hay segundas oportunidades. Ayan se despertó con un quejido bajo frotándose el hombro. El vendaje improvisado había aguantado la noche, pero Jeff notó claramente cuánto le dolía. Aún así, no se quejó.
Se incorporó, ajustó la correa de su morral y esperó a que él terminara. Jebla miró de reojo con la luz del fuego, todavía marcando su rostro. Se la veía más fuerte esa mañana. Seguía cansada así y con cautela en la mirada, pero más firme, más despierta. “Avanzaremos mientras el aire esté fresco”, dijo él. Cuando suba el sol, la arena te chamusca las botas.
Ella asintió. Dijiste que al oeste había agua. Al suroeste si el manantial sigue corriendo. Su frente se frunció. No estás seguro aquí nunca se está seguro de nada, respondió él mientras apretaba el último nudo. Esa sinceridad pareció tomarla por sorpresa, pero también le ganó un poco más de su confianza.
Empezaron a caminar con la primera luz. El desierto se extendía en todas direcciones un mar sin fin de piedra matorrales y silencio. El sol aún no era cruel, pero Je sentía el calor trepándole por la camisa. Cada paso se hundía en la arena blanda tirándoles del cuerpo. Durante la primera hora no hablaron. Caminaban uno al lado del otro, pero con distancia.
Esa clase de espacio que dice, “Estoy aquí, pero no preguntes por qué.” Ya a media mañana el hombro de Ayani comenzó a temblar por el esfuerzo. Jeev lo notó antes de que ella dijera nada. Se detuvo, dejó el trineo en el suelo y se acercó a ella. “Déjame ver”, dijo. Ella dudó un segundo, luego suspiró y apartó el cabestrillo.
Su hombro estaba hinchado y amoratado, el color tornándose oscuro alrededor de la articulación. Él presionó con suavidad sobre el hueso, cuidando de no hacerle más daño. No está roto, dijo, “pero vas a tener que descansar cada hora.” Ayan soltó el aire despacio. “Todavía puedo caminar.” “Lo sé”, respondió Jeev. Pero si te exiges más, no va a sanar como debe.
Ella le lanzó una mirada seria, algo entre fastidio y orgullo. Hablas como un médico. Me han roto lo suficiente como para saber lo que funciona. Ella sonrió. Pequeño pero real. Fue la primera sonrisa que él le vio y lo sorprendió más de lo que hubiera querido admitir. Descansaron a la sombra de un cerro bajo un buen rato.
Jeff compartió lo que quedaba de una galleta que llevaba en su mochila. Ella la partió por la mitad y sin decir nada le devolvió el pedazo más grande. Él no discutió. En este lugar los gestos valen más que las palabras. Cuando retomaron la marcha, el viento había cambiado. Traía un olor que no era de arena ni de matorral, un aroma tenue ácido a humo. Jeff se detuvo y levantó la mano.
Ayan se quedó quieta detrás de él. Buitres, preguntó en voz baja. Él miró el horizonte entrecerrando los ojos ante el reflejo. Quizá, dijo, podría ser un campamento viejo o patrullas quemando algo. Su voz se endureció. Las patrullas no queman cosas, queman personas. Él no respondió, pero sabía que ella tenía razón.
Tomaron otro rumbo desviándose hacia el sur, siguiendo de cerca el cauce seco de un arroyo. El suelo ahí se sentía más firme con huellas viejas de carretas medio borradas por el polvo. Eso puso inquieto a Jeb. Era señal de que alguien había pasado no hace mucho. Después de un rato, Ayan preguntó, “Dijiste que llevabas provisiones a un rancho.
¿Quién te las encargó?” Jeff dudó. Hacía años que nadie le hacía esa pregunta. Un hombre llamado Jacob Murrin tiene un rancho cerca de Santa Cruz. Necesitaba clavos herramientas harina. carga sencilla, paga en efectivo. Ella lo observó un momento. Y haces eso solo, siempre. No confías en la gente. Él sonrió con sequedad.
La gente me dio motivos para no hacerlo. Allan desvió la mirada, pero él alcanzó a ver comprensión en su rostro. “Por lo mismo estás tú aquí”, preguntó ella en voz baja. Ya. Sintió apenas. Perdí a mi familia hace 5 años. Unos hombres atacaron nuestro rancho cerca de San Pedro. Regresé del pueblo y no quedaba más que ceniza. Ella bajó la vista apretando la mandíbula.
Soldados, no hombres que codiciaban la tierra. Hizo una pausa. Les daba igual a quién se llevaban por delante. Ella no dijo nada durante un buen rato. Cuando habló su voz era más suave. Mi aldea también fue incendiada, no por soldados, por colonos que nos acusaron de esconder caballos que ni eran nuestros.
Mi padre murió tratando de detenerlos. Jeev la miró, la misma historia contada en idioma distinto. Por eso estaba sola continuó ella. Iba hacia el sur buscando si aún quedaba alguien de la familia de mi tía en las montañas. Tal vez siguen vivos o tal vez no. Él asintió lento. Empezaba a entender qué era lo que la había impulsado a cruzar aquel desierto.
Dos vidas quebradas por un mismo tipo de fuego. Para la tarde, la temperatura bajó lo justo para avanzar con algo más de rapidez. La ladera delante de ellos descendía hacia una depresión. Parches de mezquites bajos y ramas secas se asomaban entre la arena. Jeff se arrodilló, pasó los dedos sobre la tierra y sintió bajo la superficie una humedad ligera pero real.
“Hay agua cerca”, dijo. “No mucha, pero suficiente.” Ayan se dejó caer de rodillas a su lado. ¿Está seguro? Él señaló un área donde la arena era más oscura y pequeños brotes verdes habían sobrevivido. Las plantas no mienten. Juntos cavaron hasta que surgió un hilo de agua. Apenas un puñado, pero era fría. y limpia.
La recogieron con las manos turnándose para beber. No era suficiente para llenar las cantimploras, pero significaba que el manantial no andaba lejos. Cuando cayó la última luz del día, Jeff armó un pequeño fuego detrás de un muro de piedra para que la llama no se viera. Ayan se sentó frente a él con los ojos reflejando el resplandor.
Por primera vez desde la tormenta se la notaba más serena, como si lo peor ya hubiera pasado. Dijiste que nadie sobrevive, solo dijo de repente. Tal vez tenías razón. Jebla miró a través del humo. No intentaba tenerla. Ella sonrió apenas. Entonces, tal vez deberías intentarlo más seguido. Él no supo qué contestar, así que no dijo nada. Pero a medida que la noche se hundía y el desierto enmudecía alrededor, Jeev comprendió que algo había cambiado, no solo entre ellos, también dentro de sí. Durante años había vivido sin rumbo, sobreviviendo día con día.
Ahora, por primera vez alguien dependía de él. Y ese hecho tan pequeño, pero tan claro, lo cambió todo. El sol aún no despuntaba sobre la loma cuando Jeff despertó de un sueño ligero. El fuego se había reducido a brasas con un leve resplandor naranja enterrado bajo la ceniza gris.
Ayan seguía dormida del otro lado, arropada en la manta rota con el brazo herido pegado al pecho. El frío nocturno aún se sentía seco y cortante y Jeff se movió con cuidado para no despertarla. se levantó, estiró la rigidez de los hombros y escaneó el paisaje. La cuenca delante estaba en calma plana y vacía, salvo por un rastro tenue de polvo donde algo había pasado durante la noche.
Tal vez un coyote, tal vez jinetes, no le gustaba no saber cuál. En estas tierras esa diferencia podía significar la vida o la muerte. se agachó para avivar las brasas, alimentándolas con ramas finas de mezquite. Cuando Ayan despertó, se incorporó con lentitud, entrecerrando los ojos ante la luz que crecía.
Su cabello se había soltado de la trenza y su rostro aún mostraba el cansancio, pero en sus ojos había firmeza. Había pasado por cosas peores y seguía de pie. Je le tendió la cantimplora. Bebe antes de que el calor apriete. Ella bebió con cuidado y se la devolvió. Falta mucho para el manantial. Si mantenemos el paso mediodía, dijo él, la tierra baja desde aquí.
Seguiremos el lecho seco hasta que se abra. Ella asintió y luego lo miró con cierta curiosidad. Siempre eres así de callado. Él se encogió apenas de hombros. Hablar nunca me arregló nada. Ayan sonrió con picardía. Tal vez no, pero el silencio también puede ser peligroso. Hace que la gente se imagine cosas.
No tengo mucho que valga la pena imaginar. Su sonrisa se desvaneció dejando paso a una expresión seria. Sí, tienes, solo que no lo muestras. Él no respondió. En lugar de eso, revisó el revólver que llevaba en la cintura, el único objeto que aún funcionaba bien. El cañón estaba limpio, engrasado por costumbre.
Su peso le recordaba todo lo que había perdido y lo que tal vez tendría que repetir si el desierto se volvía en su contra. En pocos minutos levantaron el campamento. Jeff tomó la delantera arrastrando las provisiones sobre la arena mientras lo seguía. Sus pasos eran más firmes ahora que su hombro estaba bien vendado.
El día se volvió más abrazador con cada legua el tipo de calor que cala en la nuca hasta dejarla adolorida. Caminaron en silencio reservando el aliento. La tierra cambiaba de un amarillo pálido a un rojo cocido que parecía arder bajo los pies. Al llegar el mediodía, el aire vibraba tanto que el horizonte se tornaba borroso. Entonces Jep lo divisó.
una línea oscura adelante donde la tierra descendía y el color cambiaba. “Ahí es”, murmuró. Al llegar un hilo de agua, serpenteaba entre dos orillas bajas, brotando de una filtración bajo la piedra. No era mucho, pero bastaba. Allan ni se arrodilló. Recogió el agua en las manos, se enjuagó la cara y luego bebió. Jeff llenó las cantimploras dejando que el agua fresca le corriera por las muñecas. El alivio fue más fuerte de lo que esperaba.
No era alegría exactamente, pero sí algo más firme, más sereno. Habían ganado otro día de vida. Después de beber lo suficiente, encontró un trozo de sombra bajo una roca caída y le indicó que se sentara. Nos quedamos hasta el atardecer. No tenía sentido moverse con ese calor. Ayan se recostó apoyando la cabeza en la piedra.
“Has hecho esto antes”, dijo. Él la miró. “¿Por qué lo dices? Te mueves como alguien que sabe hasta dónde aguantar antes de quebrarse. He dudó un instante. Pasé mi vida criando ganado. El campo te enseña cuándo avanzar y cuándo quedarte quieto. Ganado repitió ella con una sonrisa leve. No parece solo un hombre que miraba vacas.
Eso era todo lo que fui dijo. Aunque la frase le sonó vacía. Después de perder a mi familia. Dejé de ser cualquier otra cosa. Ayan giró el rostro hacia él. Los perdiste en ese ataque, ¿verdad? Él asintió lento. No había razón para negarlo. Mi esposa y mi hijo. Teníamos un rancho pequeño al norte de San Pedro. Yo estaba en el pueblo comprando provisiones. Cuando volví solo quedaban humo y cenizas.
Ella guardó silencio un buen rato. Solo el murmullo del agua rompía la quietud. Entonces preguntó, “¿Alguna vez supiste quién lo hizo?” No respondió él. No vi sentido. El alguacil dijo que eran forasteros, quizás bandidos. Podía ser cualquiera. Aunque los encontrara no cambiaría nada. Su expresión se suavizó.
Entiendo eso. Él la miró. Tu padre. Ella asintió. y mi hermano. Yo había salido a recoger leña. Regresé demasiado tarde. Pensé que si seguía moviéndome, tal vez hallaría alguien, una tía, quizás primos, pero ni siquiera sé si siguen vivos. Por un momento, el silencio entre ellos no fue incómodo ni pesado. Fue compartido.
Dos almas sentadas junto a un hilo de agua en una tierra que les había arrebatado casi todo. Cuando el sol bajó, Jevó para montar un pequeño campamento. Usó una piedra plana como fogón, apiló ramas secas y revisó el arrastre por si había daño. Yani se unió sin que se lo pidieran recolectando ramas secas y alisando la arena donde dormir.
Lo hacía con precisión silenciosa, sin gestos de más, sin queja alguna. Más tarde, cuando el fuego menguaba a Yanni, lanzó la pregunta que quizás cargaba desde el principio. Jeev, ¿por qué me ayudaste? Pudiste irte. No era nada para ti. Él miraba las llamas danzar entre los huecos de la leña. No lo pensé mucho. Estabas viva. Eso fue suficiente.
Eso es simple. Él la miró. Aquí sí lo es. Ella lo estudió un momento y luego asintió como si por fin lo entendiera. Comieron el resto de la carne seca, la bajaron con agua y dejaron que la noche los envolviera. El aire se volvió fresco rápidamente y las estrellas brillaban intensas.
Ayan se sentó abrazando sus rodillas contemplando la oscuridad. ¿Alguna vez pensaste en dejar esta tierra?, preguntó de pronto. Jeff tardó en responder una vez. Sí. Creí que podía empezar de nuevo en otro sitio, pero no importa cuán lejos corras, siempre aparecen los mismos hombres. La voz de Ayani fue baja.
Entonces quizás no huyamos, quizás construyamos algo que los mantenga lejos. Él la miró con media sonrisa. Hablas como si ya lo tuvieras planeado. Quizás sí. El fuego crujió entre ellos y por primera vez desde la tormenta Jeff sintió que algo se acomodaba en su interior. No era esperanza. Todavía no, pero sí era dirección. Durante años, Jeep se había desplazado por el desierto sin otro motivo que el de sobrevivir.
Esa noche silenciosa bajo el cielo abierto y junto a una mujer que también había perdido casi todo, sintió por primera vez el leve impulso de proteger algo de nuevo. Cuando Ayani recostó la cabeza contra la piedra y se quedó dormida, él permaneció despierto un rato más, observando el horizonte difuminarse sobre sus rodillas.
El viento susurraba entre las rocas y el rumor del agua seguía latiendo bajo tierra. No sabía qué traería el nuevo día, pero por primera vez en muchos años no sentía que tendría que enfrentarlo solo. El amanecer llegó con el murmullo suave del viento en las ramas secas del mesquite. Jeff ya estaba despierto, sentado cerca de las brasas apagadas con una taza de café negro que había preparado con lo poco que le quedaba en una vieja lata.
Sabía amargo con un sabor metálico, pero el calor le ayudaba a sacudirse el frío persistente del amanecer en el desierto. Ay se movió poco después, apartando la manta con cuidado y frunciendo el ceño al sentir el dolor del hombro herido. “No te apresures”, murmuró él sin mirarla. “Dormiste mejor esta vez.” Ella estiró el brazo sano y asintió con un gesto leve. “No soñé esta vez.
” Jeev entendió perfectamente lo que eso significaba. En aquel desierto soñar no era descanso, eran recuerdos que volvían arañar desde lo más hondo. Él también cargaba con los suyos. Desayunaron en silencio, compartiendo lo último de la carne seca y medio pan duro que ella había había logrado conservar.
Al terminar, Jeff revisó las cantimploras casi vacías. Frunció el ceño. Tendremos que recargar antes del mediodía, dijo. El manantial es débil. No durará mucho. A Yani lo miró con calma. Te preocupas demasiado. Por eso sigo respirando, contestó él mientras guardaba sus pocas pertenencias. Ella esbozó una sonrisa breve con cierta soledad.
Él no respondió, pero las palabras quedaron flotando. A media mañana retomaron el camino ahora hacia el oeste, buscando terreno más elevado. El calor ya caía con fuerza, ondeando sobre las rocas como fuego invisible. Je iba al frente arrastrando el trineo improvisado. Ayan lo seguía con paso firme, aunque más lento el rostro concentrado en avanzar sin quejarse.
Llevaban casi una hora cuando Jeff se detuvo de golpe. Levantó la mano alto susurró. Ayan se detuvo al instante escudriñando el horizonte. ¿Qué pasa, huellas? Murmuró él agachándose. Con los dedos trazó las marcas poco profundas en la arena. Caballos, cuatro o cinco pasaron hace poco. Soldados. Él negó con la cabeza. Podrían ser, pero están demasiado juntos para ser una patrulla. Quizá viajeros.
Oh, gente sin rumbo. El rostro de Ayani se endureció. Del tipo que toma lo que quiere. Jeff se incorporó sujetando con fuerza la correa del rifle sobre su hombro. Iremos agachados. Si están adelante, bajamos hacia el sur y nos mantenemos en las ondonadas. Mejor que no nos vean. Avanzaron con cautela pegados a la piedra.
El terreno cambió poco a poco. Más matorrales, más señales de vida. Hasta algunos sopilotes giraban en lo alto del valle. Eso significaba agua cerca, pero también que no estaban solos. Alrededor del mediodía hallaron una carreta vieja medio enterrada en la arena. Su lona podrida colgaba hecha girones. Y las ruedas estaban hechas astillas.
A su alrededor quedaban restos de un campamento, una cafetera oxidada, una bota rota, un círculo de piedras de un fuego ya extinto. Jeff observó todo con tensión. Parece abandonado murmuró. Tal vez, respondió él, o tal vez alguien salió con prisa. Ella se agachó junto a una viga del carro. rozó con los dedos unas huellas endurecidas en el suelo. “Son más pequeñas, de mujer.
” Y Eva sintió con gesto serio. “Y hay más de un par. Dos hombres, una mujer, no tienen más de tres días.” Miró al este, luego al oeste, hacia donde llevaban las huellas. Algo se le revolvió por dentro. “¿Qué piensas?”, preguntó ella. que estamos pisando los pasos de alguien más y no me gusta nada.
Aún así, continuaron avanzando desviándose al sur para evitar el rastro. El aire era cada vez más denso yani empezó a cojear levemente. El hombro se le tensaba de nuevo. Jeff bajó el ritmo sin decir nada. No quería al admitirlo, pero ya se estaba acostumbrando a tenerla cerca. a escuchar sus pasos detrás a la forma silenciosa con que leía el terreno.
Cuando por fin se detuvieron a descansar cerca de un risco, Jeff soltó el trineo, se agachó junto a una roca plana y dibujó un mapa simple en el polvo con la punta del cuchillo. “Estamos aquí”, dijo marcando una X. “Si seguimos bajando al sur un día más, daremos con la vieja ruta ganadera. Tal vez ahí encontremos ayuda.” Ayan se inclinó para mirar.
¿Conoces bien este terreno? Lo recorrí hace años”, respondió él, antes de las incursiones y ahí se quedó. Ella lo observó en silencio. “¿No perdiste a tu familia, verdad, Jeff?” No levantó la mirada. “Sí, perdí al hombre que solía ser.” El ambiente entre ellos se volvió espeso cargado. Ayan estiró la mano dudando apenas antes de apoyar suavemente los dedos sobre su brazo. “Tal vez no lo perdiste”, susurró. Tal vez solo está esperando.
Entonces él la miró de verdad y por un instante el silencio no fue vacío. Contenía algo delicado y verdadero, una especie de entendimiento. El sonido de cascos lejanos lo rompió todo. Jeff giró bruscamente hacia la loma. “Agáchate”, susurró con urgencia. Se ocultaron tras unas rocas, mientras un pequeño grupo de jinetes aparecía a lo lejos levantando una nube de polvo tras ellos.
Eran cuatro hombres y la luz del sol rebotaba en los rifles colgados de sus sillas. No eran soldados, se movían con ese nerviosismo típico de los forajidos. La mano de Ayani se aferró a la manga de Jeep. Si nos ven, no lo harán, respondió él de inmediato. Quédate agachada, no te muevas. Los jinetes pasaron cerca conversando en voz alta y riéndose con ese tipo de risa que hace que se te erice la piel.
Uno señaló hacia los restos de la carreta que se veían a lo lejos. La mandíbula de Jeev se tensó. Van a saquearla, murmuró. Luego seguirán. Esperaremos hasta que se vayan. Los minutos se arrastraron como horas. Finalmente, los jinetes giraron hacia el oeste y desaparecieron bajo el resplandor del sol. Jeff aún esperó un buen rato antes de incorporarse.
Tenía la ropa empapada en sudor y el pulso retumbándole en el cuello. Ayan se levantó a su lado. “Ya se fueron”, dijo ella, aunque su voz tembló un poco. “Por ahora, respondió él. Desde ahora nos moveremos solo de noche. Es muy fácil que nos vean de día.” Volvieron a caminar. Justo cuando el sol empezaba a bajar, el cielo se tornaba rojo y cobre.
El aire se enfriaba y las sombras se alargaban sobre el desierto. Jeff cargaba el rifle cada paso medido. Al llegar a un paso angosto entre las rocas, habló casi para sí misma. Pudiste dejarme cuando llegaron los jinetes. Nunca habrían sabido que estaba aquí. Jeff siguió caminando su voz apenas audible, pero yo sí lo sabría.
Ella lo miró largo rato una mirada que era mezcla de gratitud y desconcierto. “Ni siquiera me conoces”, susurró. Él se detuvo y le sostuvo la mirada. “Tal vez aún no, pero sé lo que es perderlo todo y no voy a quedarme mirando cómo vuelve a pasar.” Se quedaron en silencio. El viento se alzó detrás de ellos, trayendo el olor de la lluvia débil pero real.
Esa noche no encendieron fuego, descansaron a la sombra de un risco con las estrellas brillando arriba. Jeep montó guardia como siempre, pero cuando Ayan se recostó a su lado apoyando su cabeza suavemente en su hombro, él no se apartó. Por primera vez en años el silencio no se sentía como soledad. Era más bien el comienzo de algo, pequeño, frágil, pero vivo.
Y aunque Jeff no lo dijo en voz alta, sabía en lo más profundo que moriría antes de dejar que esa mujer se desvaneciera en el mismo vacío que se había llevado a todos los demás. La lluvia del amanecer cayó suave sobre el desierto, rara, casi silenciosa. Mojó apenas la arena, oscureciendo la tierra sin enfriarla.
Jeff estaba de pie sobre la loma, mirando el horizonte envuelto en bruma que se disiparía antes del mediodía. El aire olía distinto, más limpio, pero con un filo como polvo lavado de heridas viejas. Detrás de él ni aún dormía la cabeza apoyada sobre la manta doblada respirando con calma. Él había vigilado toda la noche atento a unos cascos que nunca llegaron. Los forajidos se habían ido al oeste, pero Jeff sabía que eso no significaba que no volverían.
Aquí los problemas no desaparecen, solo dan la vuelta y regresan cuando menos los esperas. Con los primeros rayos del sol cruzando el valle, Jeff se agachó y la tocó en el hombro. “Hora de moverse”, dijo. Ella abrió los ojos lentamente, parpadeando ante la luz. “Tan temprano. Si nos quedamos más, el sol nos va a coser vivos”, respondió con una media sonrisa seca. Ella suspiró y se incorporó con cuidado.
“Eres peor que mi padre”, murmuró, pero su voz tenía un dejo de ternura. Jeff guardó sus cosas mientras ella ajustaba la venda en su hombro. Su brazo sanaba, pero aún se notaba el dolor en sus movimientos. No dijo nada. Ella no aceptaría lástima. Empezaron a caminar de nuevo hacia el oeste.
El aire estaba denso de humedad, pero el calor pronto la consumiría. El paisaje cambiaba poco a poco, menos d’unas más arbustos dispersos, huellas secas de ríos olvidados. El suelo era más firme y Jeep lo reconoció. “A una milla hay un camino viejo, comentó. Era una ruta de diligencias antes de la guerra.
Podría llevarnos hacia el fuerte Merit. Aan lo miró con recelo. El fuerte Merit es un puesto militar. Lo sé”, respondió él. Pero también es donde está el pozo más cercano. No podemos seguir adivinando dónde encontrar agua. Ella frunció el ceño. Si me ven, no lo harán, la interrumpió. No, si somos cuidadosos. Ay no discutió más, pero Jeev notó como la tensión le subía por el cuerpo.
Cada vez que se hablaba de soldados, algo duro se encendía en su mirada. No era solo miedo, eran recuerdos. Jeff no insistió. Todos cargaban con sus propios fantasmas y no se le debía nada a un desconocido. Aunque ya no eran tan extraños entre sí, él respetaba ese espacio entre lo que se dice y lo que se guarda.
Al acercarse el mediodía, el sol caía otra vez con todo su peso. El sendero se dibujaba como una línea polvorienta entre matorrales y piedras. Las viejas huellas de carreta seguían marcadas en la tierra. Allí se asomaban los restos de postes antiguos donde alguna vez pasaron líneas telegráficas. Jeff se detuvo junto a uno torcido y agrietado.
Lo tocó sin pensar recordando aquellos tiempos donde los mensajes viajaban más rápido que las personas y el mundo parecía más chico y tal vez un poco más seguro. Se giró hacia Ayan. Seguiremos hacia el norte un rato, luego giramos al oeste. Más adelante hay una zanja seca donde podremos pasar la noche.
Ella asintió limpiándose el sudor de la frente. Te sabes de memoria toda esta tierra. No toda respondió él. Solo lo necesario para seguir adelante. Ella le regaló una pequeña sonrisa. Eso ya es más de lo que la mayoría puede decir. Las horas pasaban lentas con el calor vibrando como vidrio líquido a su alrededor.
Cuando por fin llegaron a la zanja, Jeff dejó caer su carga y se agachó a revisar la arena. Estaba húmeda apenas, pero lo suficiente para pensar que el agua no estaba lejos. Cabó con las manos hasta que empezaron a brotar los primeros chorros. Lograron llenar una taza de ojalata. dos tragos para cada uno. No era mucho, pero estaba limpia. Ayan se arrodilló a su lado, alzando la vista hacia el cielo.
¿Alguna vez has pensado que esta tierra castiga a quien se queda demasiado tiempo? Jeev levantó la mirada siguiendo su gesto. Tal vez o tal vez le da igual. Ella lo observó pensativa. Hablas como alguien que ya no cree en nada. Tardó un momento en contestar. La fe se me quemó hace tiempo. Las cosas que me importaban no sobrevivieron al fuego. A Yani no apartó los ojos.
Y sin embargo, aquí estás ayudando a alguien que apenas conoces. Algo dentro de ti aún cree. Él la miró fijamente con la luz del sol marcando el borde de su rostro. Tal vez soy demasiado terco para dejar de intentarlo. Los labios de ella se curvaron en una leve sonrisa. Ser terco no es lo peor que uno puede ser.
Pasaron la tarde refugiados bajo una saliente rocosa escapando del calor que aún persistía. Jeeva aprovechó el rato para limpiar su rifle usando el poco aceite que le quedaba. Ayan recogió ramitas secas y encendió una fogata lenta y sin humo apenas para secar la ropa. El silencio entre ellos había cambiado.
Ya no era el silencio tenso entre desconocidos, era una calma firme de quienes empiezan a comprenderse sin necesidad de palabras. Pero esa calma duró poco. Cerca del anochecer, cuando la luz comenzaba a apagarse, Je lo oyó. Primero suave, luego más claro. Cascos, dos caballos avanzando despacio. Le hizo una seña a Yan para que se agachara. Ella se deslizó detrás de las rocas sin hacer ruido.
Jeff se quedó bajo espiando desde el borde. Dos hombres montaban por el sendero, uno mayor con la cara medio tapada por un pañuelo, el otro delgado con un gesto inquieto y un rifle colgado flojamente del sillín. No eran soldados, tampoco parecían bandidos, al menos no del tipo organizado, tal vez cazadores de recompensas. Se detuvieron a menos de 50 metros del escondite de Jeev, hablando en voz baja.
Alcanzó a oír algunas palabras sueltas. Un campamento abandonado. Una mujer vista cerca del cañón. El estómago de Jeff se tensó. Los ojos de Ayani se agrandaron al oír lo mismo. Su respiración se volvió corta. Jeep posó una mano sobre su brazo, una advertencia muda para que no se moviera. Cuando los jinetes se alejaron rumbo al norte, él soltó el aire lentamente.
“Están buscando”, murmuró apenas. “No es por mí.” Ay bajó la cabeza a la mandíbula firme. “Hay una recompensa”, susurró. “¿Creen que estuve en el ataque cerca de San Carlos? No es cierto, pero a ellos no les importa.” Jebla miró fijo, “¿Cuántos 50 viva o muerta?” Él soltó una maldición por lo bajo, un sonido seco que rompió el silencio.
Con eso cualquiera se vuelve codicioso en este desierto. Ay apartó la mirada. Si quieres alejarte, hazlo ahora. Estarás más seguro sin mí. Él giró hacia ella de golpe. ¿De verdad crees que te dejaría por $50? Ella lo miró buscándole el alma en los ojos. Creo que has visto suficiente muerte como para saber que siempre me persigue.
Pues que venga, respondió él, me has seguido hasta aquí. El fuego entre ellos parpadeaba débil, arrojando sombras delgadas sobre la piedra. Durante un largo rato, nadie dijo nada hasta que Ayani murmuró, “¿Te vas a dejar matar por mí?” Jeff negó con la cabeza. No voy a asegurarme de que vivas. Eso es distinto. Esa noche casi no durmieron.
La lluvia había cesado. El suelo humeaba levemente bajo la luz de la luna. Jeff permaneció despierto con el rifle apoyado sobre las piernas. His eyes fixed on the horizon. He could feel the storm of men and violence closing in again. The kind of danger he spent years trying to outrun. But this time he didn’t feel the usual emptiness. He felt purpose heart simple and clear.
If the world wanted to take her, it would have to come through him first. And for the first time since the fire that had taken his home, Elias ward finally knew what he was meant to do. The night passed with a slow pulse of danger pressing close. Though nothing moved beyond the wind, Elih sat awake through most of it, listening every gust, every shifting pebble, every small sound that might mean someone was near. The rifle stayed across his lap finger resting loosely on the trigger guard.
Ayoka had fallen asleep only near dawn exhaustion finally pulling her under despite her fear. When the sky began to lighten Eliah stood and stretched his muscles aching from stillness. The desert looked deceptively calm again. A white painted plane of orange and gold under the first light.
But his god told them the riders that seen yesterday weren’t far. Men who hunted for bounty didn’t give up after one try. They circled back. He woke Ayoka gently. We move before the sun hits full, he said. Her eyes opened immediately alert.
You think they’ll come back? I know they will, he said, tightening the strap on his back. We stay near the gulch. Use the rock for cover. They’ll expect us to take the open trail west. She set up pulling the sling tight around her shoulder. Then what? We can’t keep running forever. Elias looked out toward the horizon. We won’t. There’s a small ranching station south of here. I worked there years ago.
Old man named Calder still runs it. He owes me a favor. If we can reach it by nightfall, we’ll have walls food and maybe horses. Ayoka studied him tried to read his face. You trust him? Elias gave a small humorless smile. I don’t trust anyone. But Cers the kind who remembers deads. They broke camp quickly, leaving no trace. Just the faint ashes of a dead fire buried under sand.
As they walked, the land shifted from open plane to rolling stone ridges cut by dry washes. Each step was measured. Their silence broken only by the crunch of boots and the occasional rustle of brush. Elih scanned every ridge, every rise. He had lived through ambushes before. He learned to feel danger before he saw it.
By midday, they reached the base of a long canyon, narrow, steep, and shaded from the worst of the sun. It was the safest root south, but also the slowest. Ayoka leaned on her knees, catching her breath. “We’re close.” “Not 10 miles,” he said. We make it before dark if we don’t stop again.
Before she could reply, a rifle shot cracked through the air. The sound echoed across the canyon walls sharp and close. Sand exploded at Elias’s feet. Down he barked, pulling her behind a rock out crop. Another shot whistled past clanging against stone. “They found us,” she whispered eyes wide. Stay low, he said, peering over the ridge. Two riders were cresting the slope on the far side. The same ones from before.
Their horse is kicking up clouds of dust. One man was shouting something Elias couldn’t make out over the wind. He lined up his rifle, exhaled slowly and fired once. The echo thundered through the canyon. One of the horses reared violently, throwing its rider. The other man turned his mount sharply, ducking behind cover.
Atyoka pressed her back against the rock, clutching the edge with her good hand. They won’t stop. I know Elias chambered another round. They want that bounty too bad. The men fired again from the rich bullets cracking against the stones. Elias ducked and waited, counting the rhythm of their shots. The paes between reloads.
When the silence came, he moved fast crawing to a higher rock ledge for a better view. The fallen rider was struggling to get up the other shouting orders. Elias fired again this time hitting the rock beside the standing man sending fragments into his face the man stumbled backward yelling in pain. The horse spooked and bolted down the far slope vanishing into the heat.
When the echo faded there was no more gunfire only whenoka looked at him breathing hard. You hit them. He nodded once. Enough to keep them off us but they’ll regroup. We move now. They climbed out of the canyon fast, following a narrow path through scattered brush. The sun was dropping lower now. The light turning deep orange.
Both of them were drenched in sweat. Their clothes coated in dust. Ayoka’s shoulder had started bleeding again under the strain. But she said nothing. She just kept pace. By the time the first shadow of the ranch appeared, a low structure of weathered boards and a stone chimney. El cielo ardía en tonos rojos mientras el humo salía en espirales por la chimenea. Alguien estaba allí.
Jeep Pike se detuvo a unos metros de la entrada y levantó una mano. “Esperas hasta que te llame”, indicó. Avanzó con paso cauteloso el rifle bajo pero firme. La puerta se abrió antes de que él llegara. Un hombre mayor salió barba gris rostros surcado por el sol, un chaleco viejo y una escopeta en brazos. “Pues mírate nada más”, dijo entrecerrando los ojos.
“Jeb Pike, pensaba que ya estarías bajo tierra.” “Todavía no”, respondió él. “Necesito techo por unos días. Traigo compañía. Nos vienen siguiendo.” Los ojos de Calder se estrecharon. Soldados peor. Cazadores de recompensas. El anciano asintió con la cabeza y se hizo a un lado. Métela. Jeff giró y le hizo una seña a Dayani dudó un instante evaluando el sitio, pero la mirada de Jeff le indicó que podía confiar.
Dentro el aire era fresco con un leve aroma a humo y café viejo. Calder vertió agua en dos tazas de hojalata sin hacer preguntas. Ayan bebió primero, luego preguntó en voz baja, “¿Lo conoces de hace tiempo?” “Trabajé ganado con él antes de la guerra”, respondió Jeev. Me dio refugio después de aquel ataque.
“Le debo mucho.” “No me debes nada”, gruñó Calder. “Pero si alguien te está buscando más, te vale decirme quién es y por qué antes de que lo tenga tocando mi puerta.” Je miró a Ayan. Ella mantenía su rostro firme, sin expresión. Vienen por ella dijo. Finalmente, hay una recompensa falsa. 50 viva o muerta.
El viejo murmuró una maldición. ¿Y trajiste eso aquí? Jeeva habló con calma. No tenía opción. Calder los observó. Luego soltó un suspiro. Pues lo enfrentaremos. Tengo dos rifles y balas suficientes para que se arrepientan. Ayan murmuró. No deberían arriesgar su vida por mí. El hombre sonrió mostrando dientes desgastados.
Señorita, hace mucho que dejé de temerle a la muerte. Si llegan, nos encontrarán a los tres listos. Esa noche el pequeño rancho guardaba silencio tenso. Jeeva arregló las ventanas, revisó los caballos y se apostó cerca del cerco. Ayan se quedó junto al fuego limpiando su herida con agua caliente.
Cuando él volvió, ella levantó la vista. Pudiste dejarme”, murmuró. “Lo sigues repitiendo como si fuera posible”, respondió él mirándola a los ojos. “¿Por qué?” preguntó ella con sincera duda. Jeff se apoyó en el marco de la puerta los brazos cruzados porque la última vez que dejé a alguien que necesitaba ayuda, lo perdí todo.
“No volveré a cometer ese error.” Ella no dijo nada, pero en su mirada apareció algo nuevo. Una chispa de confianza, frágil, pero real. Afuera, el viento nocturno sacudía las contraventanas. Jeb lo escuchaba sintiendo esa vieja presión en el pecho, pero esta vez no estaba solo. Junto al fuego había una mujer que ya no tenía nada un viejo amigo montando guardia y un rancho pequeño que tal vez resistiera una noche más contra el vacío del desierto. Mañana traería peligro. Lo sabía.
Pero al ver el rostro de Ayani iluminado por la luz anaranjada de las llamas, sintió algo que no se permitía desde hace años. Quería ver qué traería el nuevo día. La mañana llegó pesada, sin ruido. No se oía naves, ni siquiera el viento. Solo un silencio espeso, como si el desierto contuviera el aliento. Jeff el primero en levantarse.
Salió al porche con el rifle en mano la vista repasando las llanuras. La luz era dura, el cielo sin color. Conocía ese tipo de calma. Siempre precedía al peligro. Dentro Calder ya hervía café. Ayan estaba sentada a la mesa su brazo vendado con esmero. Se veía mejor aún pálida, pero con más fuerza. Sus ojos lo siguieron al entrar.
Algo aún no respondió él, aunque sus hombros tensos decían lo contrario. Calder sirvió tres tazas sus manos firmes a pesar de los años. Si esos tipos tienen cesos, se mantendrán lejos, murmuró. Pero he vivido suficiente para saber que aquí la sensatez no vale nada. Jeff asintió levemente. Volverán. Ahora tienen un motivo. Esa recompensa no era cuento. Allá ni bajó la vista. No se detendrán jamás.
Mientras valga algo mi cabeza, me seguirán cazando. Jeff se sentó frente a ella. Entonces nos aseguramos de que no quede nadie para seguirte. Ella frunció el seño. No puedes eliminar a todos los que buscan cobrar. No hace falta, dijo él. Solo hay que darles una lección a los primeros que lo intenten. Calder soltó una risa seca.
Ese sí es el Jeb que recuerdo. Después comieron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. La mente de Jeff Pike no dejaba de dar vueltas al mismo dilema cómo terminar con todo esto sin tener que huir otra vez. Había pasado años alejándose de todo lo que alguna vez le dio sentido su hogar, sus amistades, su fe.
Pero ahora, al tener a Yanni frente a él, algo cambió. Esta vez no pensaba escapar. Hacia el mediodía, el viento comenzó a soplar con más fuerza. Nubes de polvo se enroscaban por la llanura como serpientes. Desde una loma al norte aparecieron figuras borrosas, jinetes, tal vez tres o cuatro. Jeff alzó el rifle y se asomó por la ventana, forzando la vista bajo la luz intensa. “Ya nos encontraron”, murmuró. Ayan.
Se puso de pie y caminó hacia la puerta. Saldré yo, dijo. Si me ven aquí, quemarán la casa sin pensarlo. Jeff se interpuso en su camino. No, si sales ahora, ni siquiera preguntarán tu nombre. Te matarán sin más. No voy a permitirlo. Sus miradas se encontraron. Su voz era baja, firme. Ya pasamos ese punto. Esta vez no correrás. Caldar agarró su escopeta y fue directo al porche.
Pueden discutir después. Ahora hay que prepararse. Tomaron posiciones. Caldar junto a la ventana quedaba al norte. Jeff se apostó cerca del cerco. Ayan se agazapó junto a la puerta con un revólver que apenas podía levantar, pero que se negaba a soltar. Los jinetes se acercaban. Poco a poco sus siluetas se convirtieron en hombres envueltos en capas cubiertas de polvo.
Llevaban los rifles cruzados sobre la sillas. El líder gritó con voz ronca y burlona. Pike, solo queremos a la chica. Entrégala y dejaremos tus huesos donde caigan. Jeff no respondió. Contó los pasos observando su avance. 50 yardas. 40. podía ver la codicia en sus rostros, incluso desde esa distancia. Cuando el primero levantó su rifle, Jeff disparó. El tiro dio justo en el pecho.
El hombre cayó hacia atrás golpeando el suelo con fuerza. Los otros dos se agacharon detrás de los caballos y devolvieron el fuego. Las balas golpearon los postes de madera, haciendo saltar astillas. Caldar disparó desde el porche, alcanzando a uno en la pierna. El hombre gritó y cayó. Dos fuera.
Uno menos gritó Caldar recargando con rapidez. El último intentó rodear la casa. Disparaba sin apuntar. Jeff se movió agachado rodeando por un sendero hacia el granero. Esperó el momento exacto y cuando el jinete pasó cerca, salió de golpe y disparó a quemarropa. El hombre es hombre cayó del caballo rodando por el polvo. Luego solo quedó el silencio.
Nada más se movía salvo el viento. Jeff bajó el rifle respirando agitado. Caldar bajó del porche y fue a revisar los cuerpos. Siempre sabes cómo meterle emoción a las cosas”, murmuró. Jeff se secó el sudor de la frente. Por ahora, eso es todo. Ayan salió con paso lento, pálida.
Miró los cadáveres luego a Je tenías que hacer esto. Sí, sí tenía respondió él. No venían solo por ti, venían por lo que tú representas. Ella frunció el seño. ¿Y qué representó, Jeff? Se tomó un momento. Alguien que merece ser protegida. Los ojos de Ayani brillaron, pero no desvió la mirada. ¿Y ahora qué? Je miró hacia el horizonte. Ahora empezamos de nuevo.
Vendrán otros más cazadores, quizás algo peor, pero se encontrarán con un lugar que sabe defenderse. Repararemos el techo, reforzaremos las cercas. Vamos a darle vida a este lugar. Caldar sonrió. Al fin trabajo para el que necesito ayuda. Ayan sonrió por primera vez desde la tormenta. ¿Te refieres a quedarme aquí contigo? Jeff asintió.
Tú ya no tienes a dónde huir y yo ya no tengo a dónde ir. Este lugar es tan bueno como cualquier otro para detenerse. Pasaron el resto del día enterrando a los hombres junto a la loma marcando las tumbas con piedras. El trabajo fue silencioso y solemne. Jeep no dijo nada, pero al enderezarse sobre la última tumba, sintió el pecho menos pesado que en años.
Esa tarde cuando el sol se desplomó sobre las colinas y el aire se volvió dorado, se sentó en los escalones del porche mirando la luz desaparecer. Jeff se sentó junto a ella, dejando escapar un suspiro cansado. “Te quedaste”, dijo ella en voz baja. Él la miró de reojo. “Ya lo habías dicho antes y no te contesté.” Sonrió levemente. No hacía falta.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue uno que se gana. Desde dentro, Caldar tarareaba mientras preparaba café. El aroma flotaba por la ventana abierta. Por primera vez desde aquella tormenta, Jeff Pike permitió que su cuerpo descansara. La Tierra seguía siendo áspera dura como siempre, pero ya no le parecía un lugar desolado.
Había logrado levantar algo pequeño, pero verdadero, un hogar, un sentido o una promesa. Mientras los últimos rayos del sol se ocultaban tras la loma, a Yani, apoyó la cabeza con suavidad sobre su hombro. Él no se apartó. En ese instante ya no quedaban cuentas pendientes, ni viejos fantasmas a los que perseguir, ni palabras que dolieran por no haber sido dichas.
Solo quedaba la certeza tranquila de que tras tantos años de pérdidas y silencio, Jeff Pike había encontrado algo que por fin se sentía como un hogar. Y en medio del desierto de Arizona, donde casi nada logra mantenerse con vida, dos almas rotas lograron lo impensable. No sobrevivieron huyendo, sobrevivieron porque eligieron quedarse.
