Ahora Ella Camina Sola al Mercado, Donde Solía Besarlo a Través de la Ventanilla del Auto.

Cada jueves por la mañana, me sentaba en el mismo café, con una libreta que casi nunca llenaba y un espresso que rara vez seguía caliente. Desde que me mudé a este tranquilo pueblo costero de Oregón —mi refugio lejos del bullicio de Seattle—, mi vida había adoptado una rutina serena. El aire olía a sal y pan recién horneado, las calles se movían con lentitud, y el silencio me envolvía como una manta que no sabía que necesitaba.

Pero, por más que intentara concentrarme en escribir, mis ojos siempre se desviaban hacia el otro lado de la calle, exactamente a las nueve en punto.

Era cuando llegaba el Ford Crown Victoria plateado. Un hombre mayor, de cabello blanco perfectamente peinado hacia atrás, siempre vestido con chaqueta de tweed, permanecía sentado dentro. Nunca bajaba. Solo esperaba, con las manos en el volante y la mirada fija en la acera.

Y entonces, ella aparecía.

Con su típico suéter rosa, su bolso negro colgado del brazo y apoyada en un bastón, caminaba despacio. Siempre llevaba un delicado tinte rosado en los labios. Él sonreía, como si guardara un secreto solo para ella. Ella se inclinaba por la ventanilla, lo besaba en la mejilla o los labios, y le susurraba algo que lo hacía reír cada vez. Luego se enderezaba, acomodaba su bolso y entraba al mercado como si nada especial hubiera pasado.

Pero para mí, era el momento más bonito de la semana.

Nunca supe sus nombres. Nunca los saludé. Solo los observaba en silencio, animando algo que ni siquiera comprendía del todo.

Hasta que un jueves… el coche no apareció.

Lo noté al instante. No había luces intermitentes. No había nadie esperando. Apreté la taza de café como si pudiera explicarme su ausencia. Tal vez llegaron tarde. Tal vez él estaba enfermo. Y entonces la vi.

Ella caminaba por la calle, más despacio que de costumbre, el bastón temblando sobre los adoquines. Se detuvo justo donde siempre estaba el coche. Miró a su alrededor. Frunció los labios. Sus ojos buscaron… algo.

Y se quedó quieta.

Antes de que pudiera pensarlo demasiado, crucé la calle.

“¿Señora?”, pregunté suavemente. “¿Se encuentra bien?”

Sus ojos estaban más llenos de lágrimas que de color cuando me miró. Con la voz apenas audible, dijo: “Falleció el lunes.” La frase, aunque ensayada, aún sonaba quebrada.

Ese día, la acompañé al mercado.

Se llamaba Lillian. Tenía 86 años. Conoció a Frank —sí, ese Frank— hace quince años en un evento en la biblioteca, después de haber enviudado. Nunca se casaron. Sonrió un poco y dijo: “No le vimos sentido.” Pero cada jueves, él la recogía para llevarla al mercado. Esperaba como un caballero.

Le pregunté qué solía susurrarle.

“Le decía lo que pensaba comprar”, dijo. “Y él siempre adivinaba cosas absurdas. Fuegos artificiales. O caviar.”

No me di cuenta de que estaba leyendo el último capítulo de una historia de amor hasta esa primera caminata. Pero el jueves siguiente, estacioné en el mismo lugar donde Frank solía hacerlo. No tenía un plan. Solo fue instinto.

Lillian se rió al verme. Dijo: “Hasta estacionaste torcido.” “Igual que él.”

Y de repente, nació una nueva costumbre.

Cada semana caminábamos juntos al mercado. Me enseñó a elegir la mejor fruta. Me contó que el carnicero siempre la llamaba “mi amor”, pero nunca recordaba su nombre. Yo empecé a contarle sobre mí: sobre una relación que dejé porque me hacía olvidar quién era y un trabajo que me drenaba.

Un jueves, mientras sostenía un ramo de margaritas, me dijo: “Ahora tienes raíces.” “Solo que no lo sabías.”

Empezó a llamarme “chico”, aunque yo tenía treinta y tres años. “Tengo un nieto mayor que tú”, decía. “Pero si le tiras una ciruela a la cabeza, no sabría decirte si está madura.”

Con el tiempo, empecé a llevarla a otros lugares. Al club de lectura. A la cafetería con una vieja rocola que aún funcionaba si la golpeabas en el lugar correcto. Nunca quise reemplazar a Frank. No podía. Pero sí podía estar presente.

Un día me dio un papel doblado.

“Si me olvido. O si me voy antes. Dale esto.”

“¿A quién?”, pregunté.

“Al que estacione por ti.”

Reí, inseguro. “No creo que—”

Ella me dio un golpecito con el bastón y dijo: “Uno no decide cuándo alguien estaciona por ti.” “Pero cuando lo hagan, asegúrate de dejar las luces de emergencia encendidas.”

Ya ha pasado un año.

Sigo estacionando allí cada jueves, con las luces intermitentes encendidas. Aunque Lillian a veces no tenga ganas de ir al mercado, yo voy. Le llevo sus compras. Conversamos. Conocí a Grant, su nieto. Trabaja en tecnología, se sonroja cuando ella lo regaña por olvidar su cumpleaños, y una vez me dijo: “Hace mucho que no la veía tan feliz.”

Hemos hecho algunas salidas.

Pero, en realidad, solo esperé en la acera.

Y ahora, es ella quien me espera cada jueves.

Si esta historia tocó tu corazón, te hizo sonreír o te recordó a alguien especial, compártela. Tal vez alguien más necesite saber que el amor no desaparece. A veces, solo encuentra un nuevo lugar donde estacionarse.